1.- PRESENTACION

 

La dialéctica materialista es un instrumento polivalente imprescindible para la emancipación  humana. Gracias al nivel de conocimiento alcanzado hasta la actualidad, podemos, por ahora, discernir cuatro grandes utilidades de la dialéctica: ser arma intelectual revolucionaria por excelencia; ser el método de pensamiento racional más adecuado para conocer y transformar el mundo; ser la concepción atea y materialista más acorde con las inquietudes humanas, y ser el componente insustituible para que la existencia humana sea un arte. La propia dialéctica impide que el orden de exposición aquí utilizado sea siempre obligado y necesario. En estas y otras muchas cuestiones, son las necesidades concretas, el desenvolvimiento de las contradicciones, las que dictan en cada situación particular el orden transitorio de utilización y de priorización de esas aptitudes. Sin embargo, en la práctica social las cuatro actúan a la vez, simultáneamente. Nosotros hemos escogido este orden de enunciación porque, bajo el grado actual de irreconciliabilidad entre el imperialismo y los pueblos del mundo, así como del proceso de liberación de Euskal Herria, es su esencia de arma revolucionaria la que prima en la dialéctica materialista.

De hecho, esta esencia revolucionaria recorre a las otras tres cualidades citadas, debiendo decirse que ella es su síntesis, su núcleo, su código genético. Basta ver, por ejemplo, el creciente enfrentamiento entre, por un lado, el método de pensamiento racional y científico-crítico y, por otro lado, el irracionalismo en todas sus formas, desde la más sofisticada de la ideología racista y sexista del genetismo sociobiológico impulsado por el imperialismo hasta el irracionalismo más tosco, mentiroso e ignorante como el creacionismo bíblico, pasando por todos los esoterismos e industrias de lo para-normal y extra-sensorial, que se lucran cruelmente con la alienación humana. Veamos también el choque a muerte entre, por un lado, la concepción del mundo basada en la dialéctica del control conscientes de las fuerzas productivas y de las relaciones sociales de producción por la humanidad trabajadora autoorganizada y, por otro lado, la concepción burguesa de la supeditación servil y pasiva a las fuerzas ciegas e incontrolables de la acumulación de capital, choque mortal por cuanto está en juego la supervivencia del planeta. ¿Y qué decir del antagonismo entre, por un lado, la lucha por una vida bella, alegre, policroma y artísticamente plena de potencialidades creativas y, por otro lado, la fea, triste, monocroma e impotente e infértil mal vivencia fetichizada actual? En estos tres enfrentamientos estratégicos que se libran diariamente en todo el mundo la esencia revolucionaria de la dialéctica juega un papel decisivo porque en los tres bucea hasta la raíz de las contradicciones, las saca a la luz y las somete a una implacable crítica destructiva y creativa a la vez.

Por último, este texto es parte de una reflexión más amplia y anterior, que está plasmada en otros cuatro textos a disposición abierta y libre en la Red: “Aprender y atreverse a pensar bien”. “Algunas consideraciones sobre ciencia, tecnología y emancipación”. “Algunas relaciones entre capitalismo, globalización y tecnociencia; y “Emancipación nacional y praxis científico-crítica”.

 

2.- LA DIALÉCTICA COMO ARMA REVOLUCIONARIA:

  

2.1.- ALGO DE MARX Y ENGELS SOBRE LA DIALÉCTICA

Ya en 1842 Marx escribió en la Gaceta Renana que: “Exigimos de la crítica sobre todo que se comporte de manera crítica respecto de sí misma y que no pase por alto las dificultades de su objeto”. La “crítica” no es otra cosa que la dialéctica en su acción. Marx resalta aquí de forma directa y explicita, el componente autocrítico de la crítica, es decir, que la dialéctica debe serlo consigo misma, no debe dedicarse sólo a la crítica de lo exterior, de lo objetivo, sino que a la vez ha de volver a su interior, a lo subjetivo. Poco tiempo después, en su estudio sobre la filosofía del Derecho de Hegel, Marx es tajante: “Crítico frente a su adversario, no ha sido en cambio autocrítico”. La unidad entre crítica y autocrítica aparece como una de las constantes esenciales en el marxismo desde sus primeros momentos y como veremos, esa unidad se insertará siempre en el corazón mismo de la dialéctica como unidad y lucha de contrarios. Volviendo a la crítica de la filosofía del Derecho de Hegel, inmediatamente después de esa insistencia en la interacción entre crítica y autocrítica, Marx afirma que: “El arma de la crítica no puede sustituir la crítica por las armas; la violencia material no puede ser derrocada sino por violencia material. Pero también la teoría se convierte en violencia material, una vez que prende en las masas. La teoría es capaz de prender en las masas, en cuanto demuestra ad hominem; y demuestra ad hominem, en cuanto se radicaliza. Ser radical es tomar las cosas de raíz. Y para el hombre la raíz es el mismo hombre”.

La dialéctica entre autocrítica y crítica da aquí un paso adelante implicándose directamente en la acción práctica de masas en su forma de praxis, es decir, cuando la teoría se convierte en violencia material porque ha sido asumida por las masas y ejercitada por éstas porque la han descubierto en su acción diaria radical, en la raíz de su explotación cotidiana en el interior mismo de la sociedad. La radicalidad aparece así tal cual es en todo su potencial emancipador. En otro texto posterior, en las Tesis sobre Feuerbach, Marx sostiene que: “El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísle de la práctica, es un problema puramente escolástico (…) La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana sólo puede concebirse como práctica revolucionaria (…) La vida social es, en esencia, práctica. Todos los misterios que descarrían la teoría hacia el misticismo, encuentran su solución racional en la práctica humana y en la comprensión de esa práctica”. Una lectura superficial de esta cita podría sacar la falsa conclusión de que Marx defiende aquí el practicismo objetivista al ultranza, la acción por la acción orientada siempre hacia el impacto en la realidad existente sin equilibrio alguno tanto con la guía teórica que dirija la práctica como las realidades subjetivas que, quiérase o no, están siempre presente, incrustadas en lo “objetivo”. De hecho, se trata de la misma cuestión en el fondo porque, desde la perspectiva marxista, la teoría siempre tiene un componente “subjetivo” en su sentido más consciente, es decir, en cuanto teoría destinada a mejorar la lucha comunista, lo que exige una praxis diaria con sus sacrificios.

Vamos a centrarnos, en primer lugar, por este componente de “subjetividad” como concepción del mundo, de voluntad revolucionaria que se hace inseparable de la propia elaboración teórica. En 1867 Marx respondió a una pregunta realizada por Meyer: “¿Qué por qué nunca le contesté? Porque estuve durante todo este tiempo con un pie en la tumba. Por eso tenía que emplear todo momento en que podía trabajar para poder terminar el trabajo al cual he sacrificado mi salud, mi felicidad en la vida y mi familia. Espero que esta explicación no requiera más detalles. Me río de los llamados hombres “prácticos” y de su sabiduría. Si uno resolviera ser un buey, podría, desde luego, dar la espalda a las agonías de la humanidad y mirar por su propio pellejo. Pero yo me habría considerado realmente no práctico si no hubiese terminado por completo mi libro, por lo menos en borrador”. Marx se refiere a que, por fin, ha concluido el primer libro de El Capital, así como a que ha almacenado muchos borradores manuscritos para libros posteriores.

Como se aprecia, Marx distingue dos clases opuestas de “práctica”: la de los bueyes, es decir, intelectuales burgueses que sólo miran a su propio pellejo, y la de quienes asumen toda serie de sacrificios porque se niegan a dar la espada a las agonías de la humanidad. Él se sitúa en esta segunda “práctica” que, en su caso, simultaneaba a lo largo de su vida una dialéctica muy estrecha entre el trabajo intelectual  y el trabajo práctico expresado en sus innumerables relaciones con grupos y movimientos revolucionarios. Como síntesis de ambos trabajos resultaba su praxis científico-crítica. Aunque Marx no habla para nada de un posible contenido ético-moral inherente a su “práctica”, es innegable que la terminología que usa, el calificativo despreciativo de “bueyes”  --seres castrados a los que se les ha anulado todo espíritu de resistencia y anhelo de libertad, todo instinto de lucha, en suma--  que dan la espalda a la opresión y huyen pensando sólo en su propio egoísmo, este calificativo y la entera construcción del párrafo, como de su obra completa, destilan una opción vital contra toda clase de explotaciones e injusticias. Hay, por tanto, una ética latente en su obra, en la dialéctica materialista.

Sobre la otra cuestión, la existencia de otras realidades “subjetivas” no conscientes, inconscientes, que influyen en la práctica social, Marx y Engels dejaron abundantes referencias teóricas. En su obra El dieciocho brumario de Luís Bonaparte Marx precisa que: “los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y es cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal”. Esta cuestión es tan importante que ambos amigos volverán sobre ella en diversas ocasiones. Por ejemplo, en el prólogo a la primera edición de El Capital en 1867 Marx insiste en que: “Junto a las miserias modernas, nos agobia toda una serie de miserias heredadas, fruto de la supervivencia de tipos de producción antiquísimos y ya caducos, con todo su séquito de relaciones políticas y sociales anacrónicas. No sólo nos atormentan los vivos, sino también los muertos. Le mort saisif la vif!”. La dialéctica materialista reconoce, como se aprecia aquí, que el pasado vuelve sobre el presente, que lo condiciona, lo frena y lo pudre. La fuerza reaccionaria del pasado es una realidad activa en el presente, que renace en la consciencia y que puede destruir conquistas sociales tenidas como irreversibles por quienes desconocen la dialéctica.

La necesidad imperiosa de la autocrítica y de la crítica se confirma una vez más por el peligro de la vuelta del pasado, por la terrible pesadilla de las tradiciones legadas por las generaciones  muertas que oprime el cerebro de los vivos. Una de las peores pesadillas es la del servilismo, una de las cosas más rotadamente rechazadas y despreciadas por Marx, como él lo reconoció públicamente. La lucha contra el servilismo, la obediencia, el respeto irracional a la autoridad, etc., no está inserta sólo en la coherencia de la crítica permanente a todo lo establecido, sino en la misma necesidad de la autocrítica ya que la praxis revolucionaria sabe de sobra cuán peligroso y dañino es ese mundo despreciable de halago y del aplauso reverencial típico de las mentes burocráticas, de las personas que se dejan esclavizar por la popularidad y por la fama, por la falsa necesidad de un líder, dirigente y guía. La autocrítica es aquí imprescindible porque nadie ha de permitir ser objeto de adoración sumisa e irracional por parte de nadie, y menos entre comunistas.

Debido a esto, ya en una carta de febrero de 1851 Engels le decía a Marx que: “Para nosotros, que escupimos la popularidad,...”. Se ha de escupir la popularidad porque ésta conlleva la tendencia a la adoración, a la reverencia por parte de quienes se creen inferiores a la persona popular. En 1868 Marx le explicaba a Schweitzer la necesidad de que en Alemania: “Donde el obrero es burocráticamente disciplinado desde la infancia y cree en la autoridad y los organismos ubicados por encima de él, lo más importante es enseñarle a actuar con independencia”, y en la misma carta denunciaba que “toda secta es religiosa”, que había que abandonar el sectarismo y crear amplias organizaciones sindicales. Que semejante criterio es básico y permanente en la vida de ambos amigos, lo confirmó Marx en 1877 en una carta a Bloch: "No soy una persona amargada, como decía Heine, y Engels es como yo. No nos gusta nada la popularidad. Una prueba de ello, por dar un ejemplo, es que durante la época de la Internacional, a causa de mi aversión por todo lo que significaba culto al individuo, nunca admití las numerosas muestras de gratitud procedentes de mi viejo país, a pesar de que se me instó para que las recibiera públicamente. Siempre contesté, lo mismo ayer que hoy, con una negativa categórica. Cuando nos incorporamos a la Liga de los Comunistas, entonces clandestina, lo hicimos con la condición de que todo lo que significara sustentar sentimientos irracionales respecto a la autoridad sería eliminado de los estatutos”.

La lucha contra la obediencia y el irracionalismo del acatamiento sumido de la autoridad, a la burocracia del partido; el rechazo de la popularidad por parte de quienes tienen mayores responsabilidades que otros; la exigencia de la crítica y autocrítica, el impulso a la independencia de pensamiento, toda esta práctica es consustancial a la dialéctica materialista e inseparable, por ello mismo, de una formación teórica lo más sofisticada posible y de un rigor coherente en el mantenimiento de los principios estratégicos asentados en esa capacidad teórica y en el debate sistemático. Que ésta es una concepción esencial en el marxismo y en su dialéctica mantenida durante toda la vida de ambos amigos, lo confirmamos, una vez más y sin extendernos, en estas dos últimas citas de Engels. La primera es de una carta a Bernstein de finales de 1882 insistiendo en la prioridad del rigor teórico-estratégico por encima de cualquier veleidad de acomodamiento al sistema opresor bajo la excusa de aumentar la cantidad, el número, de los seguidores, en nuestro caso de electores y votantes: “Hallarse por un momento en minoría con un programa correcto  --en tanto organización--  es mejor que tener un gran número de seguidores, que sólo nominalmente pueden ser considerados como partidarios”. La segunda carta, enviada a G. Trier en 1889, es concluyente: “El partido obrero se basa en las críticas más agudas de la sociedad existente; la crítica es su elemento vital; ¿cómo puede, entonces, evitar él mismo las críticas, prohibir las controversias? ¿Es posible que demandemos de los demás libertad de palabra sólo para eliminarla inmediatamente dentro de nuestras propias filas?”. La respuesta es obvia.

La dialéctica materialista tiene en la defensa a ultranza de la libertad de crítica uno de sus pilares básicos. Pero no se trata sólo de la defensa de un derecho consustancial a la democracia socialista, que también, sino a la vez de una necesidad interna a la propia dialéctica como método de conocimiento y transformación de la realidad porque ella, la dialéctica, debe ser antes que nada crítica consigo misma, autocrítica, como estamos viendo. No puede existir ningún pensamiento racional y científico que no esté basado en una mínima pero suficiente  --en su contexto--  base critica. En una carta a Engels de 1868, Marx dijo que: “Sólo sustituyendo los dogmas en controversia por los hechos en conflicto y las contradicciones reales que forman su fundamento oculto, podemos transformar la economía política en una ciencia positiva”. La crítica y la autocrítica es imprescindible para sustituir la controversia entre dogmas por el estudio de la lucha de las contradicciones internas a la realidad, el análisis de los hechos en conflicto.

Las contradicciones de lo real siempre chocan con el dogma ya que éste, desde la dialéctica, no es otra cosa que la absolutización estática y unilateral de uno de los dos contrarios en lucha permanente. Todo dogma niega la unidad y lucha de contrarios e impone uno de ellos sobre el otro pero después de haber negado su interacción permanente y contradictoria con el otro, aislándolo, separándolo e incomunicándolo. El sí y el no forman una unidad de contrarios en lucha. Separados totalmente uno del otro, sin posibilidad alguna de confrontación dentro de la práctica, condenados a la quietud inmóvil, ambos se absolutizan y el sí siguen siéndolo para toda la eternidad, y lo mismo sucede con el no, que también es, como el sí, reducido de lo concreto a lo abstracto. Carentes de toda posibilidad de verificación práctica en su unidad de contrarios en lucha, a la fuerza debe buscarse su supuesta “razón” indemostrable en argumentos de fuerza, de autoridad, de prestigio, de miedo. Por esto, todo dogma desemboca más temprano que tarde en la violencia opresora y en su terror material y simbólico.

Frente a esto, la dialéctica materialista presenta un método absolutamente opuesto. El 24 de enero de 1873 Marx escribió en el Prólogo a la segunda edición de El Capital que: “El modo de exposición debe distinguirse, en lo formal, del modo de investigación. La investigación debe apropiarse pormenorizadamente de su objeto, analizar sus distintas formas de desarrollo y rastrear su nexo interno. Tan sólo después de consumada esa labor, puede exponerse adecuadamente el movimiento real. Si esto se logra y se llega a reflejar idealmente la vida de ese objeto es posible que al observador le parezca estar ante una construcción apriorística.

Mi método dialéctico no sólo difiere del de Hegel, en cuanto a sus fundamentos, sino que es su antítesis directa. Para Hegel el proceso del pensar, al que convierte incluso, bajo el nombre de idea, en un sujeto autónomo, es el demiurgo de lo real; lo real no es más que su manifestación externa. Para mí, a la inversa, lo ideal no es sino lo material traspuesto y traducido en la mente humana.

Hace casi treinta años sometí a crítica el aspecto mistificador de la dialéctica hegeliana, en tiempos en que todavía estaba de moda. Pero precisamente cuando trabajaba en la preparación del primer tomo de "El Capital", los irascibles, presuntuosos y mediocres epígonos que llevan hoy la voz cantante en la Alemania culta dieron en tratar a Hegel como el bueno de Moses Mendelssohn trataba a Spinoza en tiempos de Lessing: como a un "perro muerto". Me declaré abiertamente, pues, discípulo de aquel gran pensador, y llegué incluso a coquetear aquí y allá, en el capítulo acerca de la teoría del valor, con el modo de expresión que le es peculiar. La mistificación que sufre la dialéctica en manos de Hegel, en modo alguno obsta para que haya sido él quien, por vez primera, expuso de manera amplia y consciente las formas generales del movimiento de aquélla. En él la dialéctica está puesta al revés. Es necesario darla vuelta, para descubrir así el núcleo racional que se oculta bajo la envoltura mística.

En su forma mistificada, la dialéctica estuvo en boga en Alemania, porque parecía glorificar lo existente. En su figura racional, es escándalo y abominación para la burguesía y sus portavoces doctrinarios, porque en la intelección positiva de lo existente incluye también, al propio tiempo, la inteligencia de su negación, de su necesaria ruina, porque concibe toda forma desarrollada en el fluir de su movimiento, y por tanto sin perder de vista su lado perecedero, porque nada la hace retroceder y es, por esencia, crítica y revolucionaria.

El movimiento contradictorio de la sociedad capitalista se le revela al burgués práctico, de la manera más contundente, durante las vicisitudes del ciclo periódico que recorre la industria moderna y en su punto culminante: la crisis general. Esta crisis nuevamente se aproxima, aunque aún se halle en sus prolegómenos, y por la universalidad de su escenario y la intensidad de sus efectos, atiborrará de dialéctica hasta a los afortunados advenedizos del nuevo Sacro Imperio prusiano-germánico”.

Para concluir, la dialéctica sostiene que el método científico-crítico es una fuerza emancipadora revolucionaria. Usando la terminología de su tiempo, Engels dijo estas palabras sobre la tumba de Marx: “no hubo un solo campo que Marx no sometiese a investigación (…) incluyendo las matemáticas (…) Para Marx, la ciencia era una fuerza histórica motriz, una fuerza revolucionaria. Por puro que fuese el goce que pudiera depararle un nuevo descubrimiento hecho en cualquier ciencia teórica y cuya aplicación práctica tal vez no podía preverse aún en modo alguno, era muy otro el goce que experimentaba cuando se trataba de un descubrimiento que ejercía inmediatamente una influencia revolucionaria en la industria y en el desarrollo histórico en general”.

 

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