0. PRESENTACIÓN

 

Erich Gerlach narra en su Introducción a ¿Qué es la socialización?, la imprescindible obra de Karl Korsch, que el 19 de noviembre de 1941 Bertolt Brecht escribía a Korsch instándole a que hiciera una "imprescindible" investigación histórica de las relaciones entre los consejos o soviets y los partidos. Según Brecht esta investigación es un "asunto de vital importancia para nosotros..." y, siempre según éste, Korsch era el más capacitado para ello. Gerlach concluye: "No contamos, por desgracia, con un trabajo de Korsch sobre el tema. Pero situó en todo momento el sistema de los consejos o, de manera más general, el derecho de autodeterminación de los trabajadores en su trabajo y en su vida en el centro mismo de la lucha política y del trabajo teórico".

En noviembre de 1941 los ejércitos internacionales del nazi-fascismo avanzaban impetuosamente hacia el interior de la URSS y el movimiento obrero mundial padecía una crisis profunda aunque ya se atisbaban en el horizonte muy tenues destellos de victorias futuras. Victorias en las que, por cierto, la emancipación nacional de los pueblos empujaría y enmarcaría el resurgimiento de la práctica autogestionada en su generalidad, desde el cooperativismo en su complejidad, hasta la práctica consejista y soviética entre los trabajadores industriales, de servicios, funcionarios, campesinos, estudiantes, soldados, intelectuales, etc., en muchas zonas del planeta.

Conocemos ampliamente la calidad de las reflexiones teóricas de Bertolt Brecht y en base a ellas podemos hacernos una idea del valor del consejismo en su corpus teórico, y por qué se preocupó por reactivar una reflexión crítica sobre el particular en noviembre de 1941, sabiendo como sabía la trágica suerte del sovietismo y del consejismo desde la mitad de la década de los veinte en la URSS, y sobre todo desde la mitad de la década de los treinta. B. Brecht tenía que disponer de una muy radical y coherente interpretación de las contradicciones y tendencias del proceso histórico general como para embarcarse en un proyecto de esas dimensiones y consecuencias.

En cuanto a lo escrito por Gerlach surgen, entre otras muchas, estas cuatro preguntas fundamentales: ¿qué relaciones existen entre los consejos y soviets, o la autogestión socialista, y las formas de cooperativismo? ¿por qué renacen periódicamente las prácticas consejistas o autogestionarias y qué relaciones guardan con los cooperativismos? ¿qué significa realmente la autodeterminación de los trabajadores y qué relaciones tiene o puede tener con la de los pueblos oprimidos? ¿qué relación existe o puede existir, por tanto, entre consejismo y autogestión y la autodeterminación nacional? La respuesta ya nos la dio Lucio Cornelio en su texto “Introducción a la autogestión”: "Aunque a menudo distintos formalmente, los dos actuales movimientos para la autogestión por una parte, y para la independencia de las naciones por otra, están íntimamente ligados y se explican en profundidad por las mismas causas".

A lo largo de las páginas que siguen, veremos cómo la ligazón intima que existe entre la autogestión y la independencia de las naciones no es sino una de las formas particulares, pero decisivas en buena parte de los procesos revolucionarios, en la que se plasma la lucha entre el Capital y el Trabajo. Veremos también cómo la autogestión es momento de un proceso de lucha, proceso no determinado mecánica ni ciegamente, no economicista en suma, sino abierto a la incertidumbre y a la dialéctica del azar y de la necesidad como componentes internos de la totalidad en conflicto. Desde esta perspectiva, el concepto de "independencia" adquiere un valor extremo porque, en síntesis, nos ayuda a comprender cómo frente a la opresión —la de género, la nacional y la clasista, por su cronología histórica de surgimiento— las y los oprimidas y oprimidos no tienen otra alternativa, si realmente quieren liberarse, que la de construir una práctica y una teoría cualitativamente diferentes de las del opresor. La independencia del colectivo explotado es el primer requisito de su emancipación, independencia que se va constituyendo en la iteración ascendente entre su autoorganización, su autogestión y su autodeterminación.

Si la independencia es la necesidad del colectivo oprimido, la dependencia es una de las tácticas del opresor. Una persona dependiente nunca será libre, y menos aún lo será un colectivo. La dependencia se impone de muchas formas, pero todas ellas giran alrededor del papel clave que juega el Estado en cuanto centro vital de coordinación estratégica de las diferentes tácticas que forman el paradigma, sistema y estrategia represiva del Estado dominante. Ya en este nivel de análisis, es imposible separar cualquier pensamiento, ideología y "teoría" —menos aún la sociología burguesa fabricada por la industria de la alienación capitalista— de los finos y precisos tentáculos del pulpo estatal. Quiere esto decir que no existe nada neutral cuando nos enfrentamos con el crucial problema de la práctica emancipadora. Y menos aún conforme esa práctica asciende y se enriquece, según va dando pasos creativos desde la mínima e inicial autoorganización de base hasta la autodeterminación colectiva a individual —la revolución social es el ejemplo paradigmático de la radical autodeterminación del Trabajo— pasando por la autogestión y todas las formas de cooperación y ayuda mutua, cooperativismo obrero y popular, control obrero, consejismo y sovietismo, comunas, etc.

Yerra el iluso que crea que, en este nivel de antagonismo, pueda existir la "teoría neutral" equidistante de las fuerzas sociales irreconciliablemente enfrentadas. De entre los muchos ejemplos que demuestran esta verdad, escogemos precisamente el que se refiere al tema de este escrito. Toda la verborrea sociológica, exceptuando muy minoritarios casos, está destinada a negar su existencia , o a tergiversarla y falsearla si no ha podido ocultarla. Resulta extremadamente difícil encontrar alguna referencia siquiera circunstancial a esta práctica estructural y estructurante del Trabajo a lo largo de los miles de títulos que componen la demagogia sociológica burguesa. Todavía es peor la situación cuando nos introducimos en la "teoría económica" y en la historiografía burguesa. Sobre la primera, Marx ya demostró su necesaria e inevitable incapacidad científica —en el sentido marxista de "método crítico"— para conocer las leyes de evolución y crisis del capitalismo. Sobre la segunda, basta ojear periódicamente las industrias editoriales, las bibliotecas, las publicaciones universitarias y las "investigaciones históricas" para confirmarlo.

Lo peor de todo sucede cuando hay que superarar los análisis parciales y estáticos y elevarse a una visión sintética y dinámica de la totalidad social. En el momento de este salto dialéctico en el proceso de pensamiento, la ideología burguesa muestra su impotencia objetiva para conocer la realidad y su decidida voluntad subjetiva para que no sea transformada. Mientras que, desde el marxismo, la evolución socioeconómica exige de la intervención de la lucha entre el Trabajo y el Capital, desde la ideología burguesa sólo se admiten factores o fuerzas aisladas e incomunicadas y nunca en contradicción dialéctica. En el tema que tratamos aquí, según la ideología burguesa no existe relación alguna entre el proceso de autoorganización, autogestión y autodeterminación del Trabajo y la evolución de la economía. Impuesto este dogma desde las escuelas, colegios, universidades públicas y privadas, etc., quien desee desarrollar la concepción contraria, la marxista, desde dentro del sistema oficial de pensamiento se encontrará ante una desalentadora pobreza de investigaciones históricas, textos, bibliografía y sobre todo, de conceptos e hipótesis alternativas a las oficiales.

La alternativa que se le presenta a quien sí quiera avanzar en esta dirección consiste en, de nuevo, buscar y desarrollar su propia independencia de pensamiento, aprendiendo a buscar en todas partes y también a utilizar los muy contados recursos que se pueden extraer de las instituciones del saber oficial, como las universidades, entre otras. Pero sobre todo, imbricándose esencialmente con y en la práctica colectiva del Trabajo en su lucha emancipadora. Solamente así se puede avanzar en la comprensión de que la evolución social es producto de la lucha de clases y de que no existe nada al exterior de ella. Esta teoría es una base irrenunciable del marxismo que se conforma de nuevo en cada situación crítica. Sin ir más lejos, y como ejemplo de cómo la praxis teórico- práctica permite conocer la dialéctica de factores objetivos y subjetivos en el acontecer humano, tenemos el texto "La política económica como mecanismo de represión social" de Rodríguez González en el que estudia y demuestra dicha dialéctica. Hemos escogido esta cita por lo ilustrativa que nos parece:

"Así, en la crisis estallada en 1929 y cuyos efectos se prolongaron a lo largo de la década de los años treinta, no fue únicamente una cuestión de mal funcionamiento de los mecanismos económicos lo que desembocó en el crack bursátil que detonó el hundimiento económico general. Fue precisamente el choque entre las formas que adoptaba la economía y la situación política prevaleciente en aquel momento, lo que en buena parte llevó al estallido del ‘29. En el plano económico, a partir de los adelantos técnicos desarrollados en la Primera Guerra Mundial y en la década de los años veinte, se produjo un acelerado desarrollo de las fuerzas productivas en Estados Unidos y en los países económicamente más avanzados de Europa, mientras que en el plano político prevalecía la tendencia a la contención de la movilización de las clases populares y de las acciones sindicales en reclamo de mejoras salariales.

Ello como respuesta de las clases dominantes a la ola de levantamientos sociales que se sucedieron al término de aquella guerra y a la Revolución rusa de 1917; desde el movimiento revolucionario en Alemania, tras la derrota en la guerra; el movimiento de los Consejos Obreros, en Italia, que tomó las fábricas en el norte del país en 1919-1920; la instauración de la República Soviética Húngara, en 1919; el movimiento de los Shop Stewards (Consejos Obreros), en Inglaterra, en esos mismos años, culminando con la declaración de la Huelga General Revolucionaria, con toma de establecimientos, en 1926; las luchas obreras y campesinas en España, que desembocaron en el denominado “trienio bolchevista” de 1918-1920 e, incluso, una fuerte movilización obrera en Estados Unidos, con repetidas “huelgas salvajes” impulsadas por las bases, con la oposición de sus propias dirigencia sindicales.

Frente al carácter generalizado y fuertemente ideologizado de esta movilización obrera que, al igual que sucederá en los años sesenta, pasa muchas veces por encima de las dirigencias oficiales de los partidos políticos y de los sindicatos; los sectores dominantes aceleraron en los años veinte el proceso de renovación tecnológica y de reorganización del trabajo, que acompañó al proceso de fuerte concentración monopolista, con la trustificación o cartellización horizontal y vertical del capital
industrial y financiero. Este proceso —conocido como “racionalización” en aquellos años– que implicó la aplicación generalizada de innovaciones tecnológicas en la industria, como la cadena de montaje y el control de los tiempos de trabajo —fordismo, taylorismo– aseguraba el sometimiento del obrero a la máquina y la rutinización del trabajo, permitiendo reemplazar mano de obra por maquinaria para debilitar la fuerza del movimiento obrero y reducir el número de trabajadores especializados, que eran los que generalmente encabezaban la organización de la lucha obrera.

Todo ello llevó a un fuerte aumento de la productividad y del volumen de producción, mientras se mantenía una clase obrera política y económicamente reprimida, dando lugar a un nuevo tipo de desocupación, ligada al desarrollo de la racionalización técnica y, por lo tanto, de carácter estructural, que se hizo sentir en la mayoría de los países industrializados mucho antes de que estallara la crisis en 1929, lo que debía desembocar necesariamente en esa crisis de sobreproducción o subconsumo".

No hace falta mayor explicación para comprender la distancia insalvable que separa a esta interpretación de la realidad histórica de la burguesa, con todas sus variantes. En la cita, la práctica del Trabajo, que se expresa en las formas de autoorganización consejista, es inseparable de las decisiones anteriores del Capital, en las que hay que integrar sus políticas económicas que tienen explícitos objetivos de represión social. Pues bien, una de las maneras más efectivas que existen para mantener la efectividad de la represión del Trabajo no es otra que la de negar la parcialidad de la política económica y afirmar, por el contrario, además de su asepsia institucional, sobre todo su supuesto "contenido democrático" al ser elaborada por un sistema supuestamente "democrático parlamentario". Aunque esta afirmación parece obvia y clara, sin embargo no es fácilmente perceptible porque, como veremos, uno de los secretos del dominio burgués radica en invisibilizar su realidad y, como en la religión, transustanciar el efecto por la causa.

Ahora bien, si emanciparse de la ideología burguesa es ya difícil, el problema se complica cuando además hay que hacerlo no sólo sin la ayuda de la dogmática stalinista sino abiertamente contra ella. Durante casi setenta años, desde finales de los veinte hasta mediados de los noventa, el grueso de la teoría marxista de la independencia de clase del Trabajo ha tenido que elaborarse en abierta confrontación con el stalinismo, que redujo a la nada la impresionante riqueza intelectual marxista elaborada hasta entonces. La razón era muy simple y nos remite a la incompatibilidad última entre el poder soviético, continente y contenido de la independencia de clase del Trabajo, y la casta burocrática surgida en la URSS. A lo largo de las páginas que siguen nos enfrentaremos constantemente a este problema. Pero incluso en la actualidad, la herencia del stalinismo sigue siendo terrible por la pervivencia de una forma de interpretar la realidad que aunque va agotándose con los años, aún colea.

Especial daño ha causado en un continente que ahora mismo es el mayor foco prerrevolucionario del planeta. En la América Latina, además de feroces contrarrevoluciones y dictaduras militares, también ha jugado en contra de la emancipación de sus pueblos en algunos momentos importantes el dogmatismo stalinista de los PCs oficiales. Conocidos intelectuales formados por la tradición stalinista de los PCs oficiales han sido incapaces de superar el conocimiento superficial y libresco de Lenin, por ejemplo, para profundizar en su método, adaptándolo a las condiciones latinoamericanas. Tal es el caso de Marta Harnecker en una obra de 1985 — "La revolución social: Lenin y América Latina"— en la que, aparte de repetir verdades obvias como puños al estilo de: "Si en los países atrasados, por ejemplo, se trabaja sólo con el proletariado, despreciando el papel revolucionario del campesinado y de los sectores medios y marginales; si en un país con una marcada población indígena no se asume la defensa de los intereses de las minorías nacionales, jamás se podrá reunir la fuerza suficiente para vencer a los enemigos de la revolución", se termina negando explícitamente la valía de la concepción leninista del poder soviético justo al final del texto: "Es interesante observar cómo las revoluciones triunfantes tienden a proyectar algunas de sus características peculiares como principios generales y de esa manera, en forma quizá inconsciente exportan, no la revolución —cosa que es imposible de exportar, como hemos visto— pero sí un cierto modelo de ella. Recordemos que Lenin incluía entre los "principios fundamentales del comunismo" no sólo la dictadura del proletariado sino también el poder soviético. La historia demostró que este último fue un rasgo específico de algunas revoluciones de aquella época, pero no puede ser considerado un principio general de toda revolución".

No podemos entrar ahora a una crítica de esta tesis directamente antimarxista que niega la continuidad esencial entre el "poder comunal" de Marx y el "poder soviético" de Lenin, continuidad inseparable de la naturaleza transitoria del Estado obrero y de la dictadura del proletariado. Sí tenemos que insistir en las relaciones de esta continuidad tanto con el proceso entero de la autogestión como, sobre todo por el tema que aquí analizamos, con las relaciones del sovietismo con las formas comunales de la propiedad colectiva precapitalista, y más adelante analizaremos la postura de Lenin al respecto en 1920. Este problema decisivo para comprender la historia de América Latina está ausente en la citada obra de Harnecker. Sin embargo es, como veremos, una cuestión que reaparece en el debate teórico-político una y otra vez desde que a finales de la tercera década del siglo XX se agudizó el choque entre Mariategi y el dogmatismo eurocéntico de los PCs oficiales latinoamericanos.

  1. E. Schulman ha estudiado en "Vigencia de J.C. Mariátegui en el pensamiento crítico latinoamericano", tanto lo esencial de la obra teórica de este comunista peruano como la confrontación que sostuvo en junio de 1929 con los stalinistas del Secretariado Latinoamericano de la Internacional Comunista durante la Conferencia de Partidos Comunistas de Sudamérica. No hace falta citar a Schulman porque nos extenderemos al respecto posteriormente aunque sí hay que decir que, primero, los años transcurridos han confirmado las tesis de Mariategi; segundo, han mostrado la relación de su pensamiento con el del Che en cuestiones determinantes que no podemos exponer ahora y, tercero, significativamente, Harnecker no cita ni una sola vez a ambos comunistas latinoamericanos en su obra citada.

Mas la importancia del tema que tratamos, a saber, la continuidad histórica que va del apoyo mutuo al comunismo pasando por una larga lista de prácticas autoorganizadas que expresan la autoorganización independiente del Trabajo en su lucha contra el Capital, entre las que se incluye el poder soviético, supera por importancia estratégica a la muy importante experiencia latinoamericana, extendiéndose prácticamente a todos los procesos emancipadores. Si pudiéramos profundizar en la crítica de la tesis antimarxista de Harnecker tendríamos que recurrir a la dialéctica entre las categorías de lo singular, lo particular y lo universal en las luchas de las masas trabajadoras no sólo en América Latina sino, como hemos dicho, en la generalidad de las experiencias.

Precisamente, es esta dialéctica materialista la que nos facilita la comprensión del actual proceso de aparición de formas "clásicas" de autoorganización del Trabajo en su lucha contra el Capital en el corazón mismo del monstruo burgués. Si bien al final de este texto nos extenderemos un poco al respecto, estudiando las principales características de esta "nueva" oleada de "viejas" formas sociales, sí queremos pisar el suelo europeo, concretamente el italiano, para comprobar cómo se repite el proceso. Leamos a Negri en "Luchas sociales en Italia. ¡Por una democracia absoluta!", que después de analizar los cambios políticos italianos, la podredumbre socialdemócrtas y de las izquierdas tradicionales, los ataques del gobierno de Berlusconi, etc., y las crecientes luchas sociales, sintetiza las constantes de esas luchas y su antagonismo total con las "viejas" formas de la izquierda reformista, afirma:

"La mayoría de los movimientos nuevos estiman necesario refundar la izquierda sobre una población nueva: los trabajadores, incluyendo a los precarizados y a los pobres; los trabajadores industriales, pero también a los intelectuales; los hombres blancos, pero también las mujeres y los inmigrantes (...) Este nuevo programa —para una fase distinta, más avanzada, de la revolución comunista— ya está inscrito en la conciencia de numerosos ciudadanos y militantes de la nueva izquierda. Es un programa de "democracia absoluta" como diría Spinoza y como deseaba Marx: una república fundada en la mayor cooperación entre los ciudadanos y en la construcción y el desarrollo de bienes comunes (...) Huelga subrayar la extrema importancia que, dentro de esta perspectiva, adquieren las temáticas de administración participativa, y en general del cooperativismo. Estas temáticas implican una completa renovación del concepto mismo de política, concebida ya no de forma representativa sino expresiva, así como el concepto de militancia política. Es importante que se vuelvan eficaces".

Mientras que la referencia a Spinoza nos remite a los momentos gloriosos de la orgullosa burguesía revolucionaria de pleno siglo XVII, la reivindicación de los "bienes comunes" nos remite a las luchas de las sublevaciones esclavas e incluso de las primeras quejas de los campesinos en las sociedades preclasistas ya en tensión interna por la formación de castas religioso-militares que empezaban a acaparar partes crecientes del producto social excedente. A lo largo del texto, veremos que el cooperativismo reivindicado por la "nueva izquierda" es tan "viejo" como los sistemas chinos, babilónicos y romanos; pero también veremos que, junto a la ayuda mutua inherente al cooperativismo y otras formas de autogestion parcial o global, aparece el problema de los sentimientos, conciencias e identidades colectivas de los grupos sociales que impulsan esas practicas de ayuda mutua.

Al comienzo de esta presentación insistíamos en las relaciones entre el proceso autogestionario y la independencia de las naciones. Incluso autores que no han prestado apenas atención en sus estudios históricos sobre los procesos revolucionarios al tema que aquí tratamos, como en es caso, por ejemplo, de C. Tilly en “Las revoluciones europeas, 1492-1992”, no tienen mas remedio que preocuparse por la creciente fuerza de los “nacionalismos revolucionarios”. Tilly, para centrarnos en ese caso y dejando de lado otras criticas, tiene la sensatez de terminar su investigación histórica reconociendo que mientras el Capital aumenta su movilidad a escala planetaria, superando loas estrecheces del Estado-nación burgués del siglo XIX y buena parte del XX, por el lado opuesto, los “particularismos culturales” como los define, tienden a aumentar en su fuerza. Ahora bien, Tilly opina que “En el futuro, el pluralismo cultural podría ser compatible con la delegación del poder económico y político en entidades muy amplias, que no serian ya los estados consolidados que han existido durante doscientos años. Lo que para algunos es una era de renovado nacionalismo revolucionario bien pueden ser los prolegómenos de su total decadencia”. Sorprende el simplismo de esta afirmación tras la lectura de un libro tan interesante.

Llegamos así a uno de los problemas decisivos. Incluso los grandes Estado-nación burgueses de los siglos XIX y XX tenían una cierta dependencia para con las relaciones exteriores, el comercio mundial, las materias primas, las presiones internacionales de otros Estados, etc. La llamada “independencia nacional” burguesa siempre ha sido relativa a las condiciones de interdependencia en la producción y en el mercado mundiales al establecerse desde antiguo, desde el siglo XV, como demuestra Eric.R. Wolf en su imprescindible “Europa y la gente sin historia”. En este contexto evolutivo, ha sido fundamental la jerarquía de dominación mercantil, colonialista e imperialista, de modo que la potencia hegemónica en la escala de la economía-mundo ha obtenido una mayor ganancias obre el resto de modo que a mayor ganancia internacional e imperialista, mayor “independencia nacional” burguesa. La “independencia nacional” burguesa era así mayor cuanto más ganancias se expoliaban del exterior y más poder detentaba el Estado concreto. No merece la pena extendernos aquí repitiendo las tesis de Wallerstein y otros autores al respecto. En cada fase histórica del modo de producción capitalista, las relaciones entre la “independencia nacional” burguesa y las relaciones internacionales de división del trabajo y de mercado, han obligado a los grandes y pequeños Estados a adecuaciones periódicas. Muchos estadops se veina obligados a “delegar” en otros algunas de sus atribuciones. Ahora vivimos una fase de adaptación similar. No tener en cuenta la existencia de estas fases y los cambios adaptativos que imponen a los Estados burgueses es entender la independencia como un absoluto metafísico.

Sin embargo, desde la perspectiva del pueblo oprimido nacionalmente el problema cambia ya que ni puede establecer relaciones controladas de interdependencia con el exterior ni menos aun tiene posibilidad de una independencia propia que le garantice el control propio de esa interdenpendencia. Por esto, un pueblo oprimido se presenta ante la nueva fase histórica del capitalismo con necesidades muy diferentes a las de las burguesías estatalizadas. Debido a esto, la primera necesidad de un pueblo oprimido es la de acceder al control de su interdependencia, es decir, a su independencia estatal. Desde luego que por Estado hay que entender un instrumento administrativo y de poder. En cuanto instrumento, su forma esta supeditada a su finalidad y objetivos, y en la medida en que estos cambian y cambia la finalidad, en esa medida el instrumento estatal ha de cambiar. Nunca es estático sino adaptativo a las necesidades internas y externas. El primero en saberlo es el propio pueblo carente de Estado porque sufre en sus propias carnes esa carencia y además las presiones de otros Estados.

 

 

 

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