PREFACIO

 

Carlyle escribió una vez que, como biógrafo de Cromwell, había tenido que sacar al Lord Protector de bajo una montaña de perros muertos, una enorme carga de calumnias y olvido. Mi tarea, como biógrafo de Trotsky, ha sido un tanto similar, con la diferencia, sin embargo, de que cuando yo me apresté a asaltar mi montaña de perros muertos, grandes acontecimientos estaban a punto de golpearla con inmensa fuerza. Yo había concluido El profeta armado, la primera parte de mi estudio sobre Trotsky, cuando Stalin aun vivía y cuando el "culto" a su persona parecía tan indestructible cuan indeleble parecía el estigma que marcaba la de Trotsky. La mayoría de los comentaristas que reseñaron El profeta armado convinieron con un crítico británico en que "ese sólo libro anula tres décadas de denigración stalinista": pero, desde luego, ni el libro ni su documentación dieron origen a una sola palabra de comentario por parte de los historiadores y críticos soviéticos, que habitualmente dedican una atención desmedida a cualquier obra de "sovietología", por deleznable que sea, que aparezca en Occidente. Luego vinieron la muerte de Stalin, el XX Congreso y el informe "secreto ' de Jruschov. Un terremoto estremeció la montaña de perros muertos, derrumbando la mitad de ella, y por un momento pareció que la otra mitad también estaba a punto de venirse abajo. Referencias históricamente verdaderas al papel desempeñado por Trotsky en la Revolución Rusa empezaron a aparecer en las publicaciones soviéticas por primera vez en tres décadas, aunque la parquedad y la timidez de las referencias sugerían cuan íntima era todavía en este caso la relación entre la historia y la política, y cuan delicado era el problema.

Cuando el ídolo de Stalin empezó a ser destrozado y la falsificación stalinista de la historia denunciada en forma oficial y enfática, la sombra del principal adversario de Stalin suscitó inevitablemente un nuevo y vivo interés, matizado de desconcierto. Los jóvenes historiadores, para quienes los archivos habían permanecido hasta entonces herméticamente cerrados y ahora los veían abiertos de par en par, buscaron con avidez una respuesta en el poco conocido historial del bolchevismo. Habiendo declarado Jruschov que Stalin había destruido a sus críticos en el seno del Partido por medio de acusaciones falsas y monstruosas, los historiadores esperaron naturalmente una rehabilitación explícita de las víctimas de las Grandes Purgas. Aquí y allá la rehabilitación se daba ya por descontada. En Polonia, por ejemplo, los escritos de Trotsky y Bujarin, Rakovsky y Rádek, fueron citados y aun reproducidos por considerarse que arrojaban mucha luz necesaria sobre el enigma de la era de Stalin (y lo mismo se hizo con más libros y ensayos).

Poco después, sin embargo, el asalto a la "montaña
de perros muertos" fue detenido en forma abrupta. A fines de 1956 o principios de 1957, durante la reacción contra el levantamiento húngaro, Moscú dictó un alto a la restitución
de la verdad histórica. Los dilemas y las fluctuaciones de la política del momento se reflejaron una vez más en los escritos de tema histórico y quedaron enfocados, por decirlo así, en el tratamiento
de Trotsky. De entonces acá el desprestigiado Breve Curso de Historia del PCUS de Stalin ha sido reemplazado por un nuevo compendio oficial
de historia del Partido que intenta restablecer, aunque en una versión modificada y atenuada, el anatema contra Trotsky; y en las publicaciones soviéticas el volumen de escritos destinados subrepticiamente a difamar a Trotsky se ha hecho mucho mayor
de lo que fue en cualquier momento de la última década de la era de Stalin.

Sin embargo, lo que otrora fue un drama se ha convertido ahora en pura farsa. El anatema stalinista, con todo lo absurdo que era, tenía su "lógica" y su coherencia: Stalin sabía que no podía mantenerlo efectivamente sin falsificaciones crasas, inescrupulosas y sistemáticas del pasado. Jruschov trata de proscribir la verdad sobre Trotsky sin recurrir a la falsificación descarada: se contenta con una dosis "moderada" de tergiversación, y ello basta para que el anatema se vuelva ridículo. De esta suerte, los autores de la nueva historia del Partido exaltan la labor del Comité Militar Revolucionario de 1917 y del Comisariado de la Guerra del periodo de la guerra civil, sin mencionar en el contexto que Trotsky encabezaba ambos organismos; pero sí mencionan el hecho, casi en la misma parrafada, cuando se trata de encontrarle defectos a la actividad del mismo Comité o del mismo Comisariado. (Es como si uno observara a un niño, que todavía no ha aprendido bien a jugar al escondite, tirar de la falda de su madre y decirle: "Aquí estoy, ahora búscame.") Los historiadores jruschovistas evidentemente suponen que los lectores soviéticos no serán lo bastante inteligentes para advertir que tanto los elogios como las recriminaciones están dirigidos a la misma persona. Stalin, a su manera, perversa y todo, tuvo mucho más en cuenta la perspicacia de sus súbditos y prefirió privarlos de todo dato que pudiera estimular conjeturas heréticas y suprimir todo lo que pudiera dar margen a tales conjeturas. Las nuevas versiones de la historia del Partido también tratan unilateralmente las divergencias entre Lenin y Trotsky, pero al publicar los escritos suprimidos de Lenin y al abrir los archivos, los nuevos dirigentes del Partido, han hecho, en realidad, virtualmente todo lo que hacia falta para la rehabilitación de Trotsky. Ahora todos sus intentos de desterrarlo una vez más de los anales
de la revolución son vanos.

El fantasma de Trotsky acosa todavía, evidentemente, a los sucesores de Stalin. Yo espero que en estas patinas los lectores encuentren cuando menos una parte
de la explicación de este hecho aparentemente extraño. Pese a todos los grandes cambios que han ocurrido en la sociedad soviética desde los años veintes, o más bien debido a esos cambios, algunas de las cuestiones capitales de la controversia entre Stalin y Trotsky tienen tanta vigencia hoy como entonces. Trotsky denunció la "degeneración burocrática" del Estado obrero y enfrentó al Partido "monolítico" e "infaliblemente" dirigido de Stalin con la demanda de libertad de expresión, debate y crítica, creyendo que sólo en esta podía y debía fundarse la voluntaria y genuina disciplina comunista. Su voz fue ahogada en la Rusia de los años veintes, pero con el multifacético progreso industrial, cultural y social de la Unión Soviética esta idea ha vuelto a cobrar vida, apoderándose de muchas mentes comunistas. En su breve hora de la verdad, Jruschov y Mikoyán. Mao y Gomulka, Kadar y Togliatti, por no mencionar a Tito y Nagy, tuvieron que rendirle homenaje. Un sustrato de "trotskismo" puede hallarse en las aportaciones, no importa lo reticentes y fragmentarias que hayan sido, que cada uno de ellos hizo entonces a la "desestalinización'. Sin lugar a dudas, en esa hora de la verdad Trotsky apareció como el gigante precursor de todos ellos, pues ninguno abordo el stalinismo con nada parecido a la profundidad, el alcance y el vigor de su pensamiento crítico. Desde entonces, asustados por su propia bravata, han dado marcha atrás; y el régimen soviético y el Partido Comunista, dando dos pasos hacia adelante y uno hacia atrás, aún distan de haber superado su "deformación burocrática"

El hecho de que hasta ahora las cuestiones planteadas por Trotsky sólo se hayan resuelto a medias en el mejor
de los casos, hace que la historia de su oposición al stalinismo tenga mayor, y no menor, vigencia. Por otra parte, el antagonismo de Trotsky a la burocracia stalinista no es tampoco el único aspecto de su lucha que tiene significación en nuestro tiempo. Una gran parte de la presente biografía gira alrededor del conflicto entre el internacionalismo
de Trotsky y la autosuficiencia aislacionista del bolchevismo posterior encarnada en Stalin. Este conflicto reapareció y se agudizo aun antes del término
de la era de Stalin, y desde entonces la balanza ha empezado a inclinarse hacia el internacionalismo. Esta es otra cuestión no resuelta que confiere nuevo interés a la controversia de los años veintes.

 

Si los sucesores
de Stalin ven con tan grotesco horror la sombra de Trotsky es porque temen enfrentarse a las cuestiones que él, adelantándose a su tiempo, no temió afrontar. La conducta de aquellos puede explicarse en parte, como resultado de circunstancias objetivas y en parte como resultado de la inercia, pues Jruschov y sus compañeros, aun en su rebelión contra el stalinismo, siguen siendo epígonos de Stalin. Pero también actúan en razón de los más estrechos motivos de defensa propia.

El siguiente incidente, que ocurrió durante una sesión del Comité Central en junio de 1957, ilustra la naturaleza del trance en que se hallan. En aquella sesión. Jruschov, hablando sobre la moción para expulsar a Mólotov, Kaganóvich y Malenkov, recordó las Grandes Purgas, el tema que se repite invariablemente en todos los debates secretos desde la muerte de Stalin. Señalando a Mólotov y Kaganóvich, Jruschov exclamó: "¡Ustedes tienen las manos manchadas con la sangre de los jefes de nuestro Partido y de innumerables bolcheviques inocentes!" "¡Usted también!", le respondieron Mólotov y Kaganóvich. "Sí, yo también". contestó Jruschov. "Lo admito. Pero durante las Grandes Purgas yo sólo cumplí las órdenes de ustedes. Yo no era entonces miembro del Politburó y no soy responsable por sus decisiones. Ustedes sí." Cuando Mikoyán informó posteriormente sobre el incidente a la Komsomol en Moscú, alguien le preguntó por qué los cómplices de los crímenes de Stalin no eran procesados. "'No podemos procesarlos", se dice que contestó Mikoyán, ''porque si empezamos a llevar a tales personas al banquillo de los acusados, no hay manera
de saber dónde podríamos detenernos. Todos hemos tenido alguna participación en las purgas." Así, pues, aunque sólo sea para salvaguardar su propia inmunidad, los sucesores de Stalin todavía deben mantener en el banquillo
de los acusados a los fantasmas de algunas
de las víctimas de Stalin. Por lo que toca a Trotsky, ¿no es más seguro, sin duda, dejarlo donde yace, bajo la semiderruida pirámide de calumnias, en lugar de trasladarlo al Panteón de la revolución.

Yo no creo ni he creído nunca que la memoria de Trotsky tenga necesidad de ser rehabilitada por gobernantes o jefes de partido. (¡Son más bien ellos, pienso yo, quienes deben gestionar, si pueden, su exculpación!) Nada, sin embargo, se halla más lejos de mi intención que incurrir en cualquier clase de culto a la persona de Trotsky.

Yo considero a Trotsky, ciertamente, como uno de los jefes revolucionarios más notables de todos los tiempos, notable como luchador, pensador y mártir. Pero no me propongo presentar aquí la imagen glorificada de un hombre sin mácula y sin tacha. Me he esforzado por mostrarlo tal cual fue, en su estatura y su fuerza verdaderas, pero con todas sus debilidades; he tratado de mostrar la potencia, la fecundidad y la originalidad extraordinarias de su mente, pero también su falibilidad. Al examinar las ideas que forman su distintiva contribución al marxismo y al pensamiento moderno, he intentado separar lo que en mi opinión tiene, y probablemente seguirá teniendo durante mucho tiempo, un valor objetivo y duradero,
de lo que reflejó situaciones meramente tránsitorias, emociones subjetivas o errores
de juicio. Me he esforzado en todo lo posible por hacerle justicia al carácter heroico
de Trotsky, para el cual encuentro pocos parangones en la historia. Pero también lo he mostrado en sus muchos momentos de irresolución e indecisión: describo al Titán batallador cuando vacila y titubea, y, ello no obstante, continua avanzando al encuentro de su destino. Lo veo como la figura representativa del comunismo pre-stalinista y como el precursor del comunista post-stalinista. Empero, no me imagino que el futuro del comunismo reside en el trotskismo.

Me inclino a pensar que el desarrollo histórico está rebasando tanto al stalinismo como al trotskismo y tiende a algo más amplio que cualquiera de los dos. Pero cada uno será "rebasado" probablemente de diferente manera. Lo que la Unión Soviética y el comunismo toman de Stalin es, principalmente, sus logros prácticos; en otros aspectos, en lo que toca a los métodos
de gobierno y de acción política, ideas y "clima moral", el legado de la era de Stalin es peor que vacío; mientras más pronto so deseche, mejor. Pero precisamente en estos aspectos Trotsky tiene todavía mucho que ofrecer, y el desarrollo, político difícilmente puede rebasarlo si no es absorbiendo todo lo que hay de vital en su pensamiento y aplicándolo a las realidades que son mucho más avanzadas, diversas y complejas que las que el conoció.

En el prefacio a El profeta armado indiqué que me proponía narrar toda la historia de la vida y la obra
de Trotsky a partir de 1921 en un sólo volumen titulado El profeta desarmado.[1] Un crítico, al reseñar el libro en The Times Literary Supplement, expresó su duda de que la historia pudiera narrarse, en la escala adecuada, en un volumen. La duda ha quedado justificada. El profeta desarmado termina con la expulsión de Trotsky de la Unión Soviética en enero de 1929; otro volumen. El profeta desterrado, habrá
de abarcar los tormentosos doce años del último exilio
de Trotsky y de valorar definitivamente su papel. Estos tres volúmenes forman parte de una trilogía mayor, de la cual una sección, Stalin, biografía política, apareció en 1949, y otra, una Vida de Lenin en dos tomos, se encuentra aún en una fase temprana de preparación. (También me propongo complementar mi biografía
de Stalin con un libro titulado Los últimos años de Stalin, cuando tenga a mi disposición la documentación suficiente.)

Los tres volúmenes de la obra presente están, por supuesto, relacionados entre sí, como lo están también, en forma más general, todas las partes
de la trilogía mayor. Pero los he planeado de tal modo que cada volumen sea, en lo posible, completo en sí mismo y pueda leerse como una obra independiente. Lo que se narra en el presente volumen abarca los años que constituyeron en muchos aspectos, el periodo formativo de la Unión Soviética. Comienza con el año 1921 y las derivaciones de la guerra civil, con Trotsky todavía en la cúspide del poder, y termina en 1929, con Trotsky en camino a Constantinopla y la Unión Soviética entrando en la época de la industrialización y la colectivización forzosas.

Entre esos años se desenvuelve el drama del partido bolchevique, que, después de la muerte de Lenin, se vio lanzado a lo que fue probablemente la más feroz e importante controversia política de los tiempos modernos, inseguro en sus lineamientos políticos y buscando su rumbo a tientas, atrapado en extraordinarias tensiones sociales y políticas y en la lógica del sistema unipartidista, y sucumbiendo a la autocracia de Stalin. Durante todo este periodo, Trotsky se encuentra en el centro de la lucha como el principal adversario de Stalin, el único candidato de alternativa a la jefatura bolchevique, el partidario "prematura" de la industrialización y la economía planificada, el crítico del Socialismo en un Sólo País y el adalid de la "democracia proletaria".


Una buena parte de la documentación en que se basa esta narración ha sido desconocida hasta ahora. Me he servido ampliamente de los Archivos de Trotsky, que ofrecen abundantes materiales sobre las sesiones del Politburó y el Comité Central y sobre la actividad de todas las facciones del partido bolchevique; de la voluminosa y reveladora correspondencia entre Trotsky, Rádek, Rakovsky, Preobrazhensky, Sosnovsky y muchos otros bolcheviques eminentes;
de las actas de los Congresos y Conferencias del Partido; de las colecciones de periódicos y revistas contemporáneos, rusos y no rusos; y de los relatos publicados e inéditos de testigos presenciales. He aprovechado los contactos personales con Natalia Sedova, la viuda de Trotsky, Heinrich Brandler, Alfred Rosmer, Max Eastman y otros participantes y sobrevivientes
de la lucha, que han tenido la bondad de contestar a más preguntas y de someterse en ocasiones a prolongados y repetidos interrogatorios. En mi intento de reproducir el trasfondo y el "clima" de la época, es posible que mi propia experiencia haya tenido cierto valor. Desde mediados de la década de los veintes yo milité activamente en el Partido Comunista de Polonia, que tuvo vínculos más estrechos con el bolchevismo que cualquier otro partido; poco después fui el principal portavoz de una oposición en el seno del Partido influida poderosamente por las ideas de Trotsky; y en 1932 obtuve la distinción un tanto curiosa de ser el primer miembro del Partido polaco expulsado por su antistalinismo.


El acceso a las fuentes todavía inexploradas me ha permitido, creo yo, ofrecer versiones total o parcialmente nuevas de muchos acontecimientos y episodios decisivos. Las relaciones entre Lenin y Trotsky durante los últimos años
de Lenin; las vicisitudes de las luchas subsiguientes: las relaciones entre Trotsky, Bujarin, Zinóviev, Kámenev, Rádek y otros dirigentes; la formación y la derrota de las diversas oposiciones antistalinistas; los acontecimientos del primer año del exilio
de Trotsky cerca de la frontera chino-soviético. especialmente las divisiones que ya habían aparecido en la Oposición trotskista y que prefiguraron su colapso muchos años antes de los procesos de Moscú: casi todo esto lo he narrado o interpretado a la luz de algunos hechos hasta ahora desconocidos.

También he prestado especial atención. como en el volumen anterior, a Trotsky el hombre de letras y he dedicado muchas paginas a sus opiniones sobre la ciencia, la literatura y las artes, particularmente a sus trabajos como el principal crítico literario de Rusia en los primeros años de la década de los veintes. Esos trabajos, notables por la amplitud de sus concepciones y su lucido rechazo de cualquier forma
de tutela del Partido sobre la ciencia y el arte, son también especialmente pertinentes a la situación actual: el progreso que se logró en estos campos en la Unión Soviética durante el "deshielo" post-stalinista siguió la dirección de las ideas de Trotsky, aunque todavía probablemente pasara mucho tiempo antes de que concepciones tan antidogmáticas y audaces como las suyas vuelvan a aparecer en la Unión Soviética.

Pese a toda mi preocupación por restaurar los diversos rasgos y detalles del drama hist6rico, nunca he podido desterrar de más pensamientos el tema trágico que lo acompaña de principio a fin y afecta a casi todos los personajes implicados. Aquí se encuentra la tragedia moderna en el sentido en que el propio Trotsky la definió (véase el Capítulo III, p. 185): "Mientras el hombre no sea dueño de su organización social, esa organización se alza sobre él como el Destino mismo . . . La sustancia de la tragedia contemporánea se encuentra en el conflicto entre el individuo y una colectividad, o entre colectividades hostiles representadas por individuos." A Trotsky, le resultó "difícil prever si el dramaturgo de la revolución creará 'alta' tragedia". El dramaturgo soviético, indudablemente, no la ha creado todavía, pero ¿qué moderno Sófocles o Esquilo podría producir una tragedia tan alta como la propia vida de Trotsky? ¿Será demasiado esperar que esta sea, sin embargo, una "tragedia optimista" en la que no todo el sufrimiento y todo el sacrificio hayan sido en vano?

Tengo contraída una gran deuda con el señor Donald Tyennan, quien ha leído los originales de este volumen así como de todos más libros anteriores y ha sido una constante fuente de estimulo para mi; y debo gratitud a los señores Dan Davin y John Bell por sus valiosísimas críticas y sugestiones estilísticas. Mi esposa ha sido, como siempre, mi única ayudante en las labores de investigación y además el primero de más críticos, el más severo y el más indulgente a un tiempo.

I. D.

 

Capítulo I.  EL PODER Y EL SUEÑO

 

Los bolcheviques hicieron su Revolución de Octubre de 1917 con la convicción de que lo que ellos habían iniciado era "el salto
de la humanidad del reino de la necesidad al reino de la libertad". Vieron al orden burgués disolviéndose y a la sociedad clasista derrumbándose en todo el mundo, no sólo en Rusia. Creyeron que en todas partes los pueblos se rebelaban por fin contra su condición de juguetes de fuerzas productivas socialmente desorganizadas y contra la anarquía de su propia existencia. Se imaginaron que el mundo estaba plenamente dispuesto a liberarse de la necesidad de esclavizarse para subsistir, y dispuesto también a poner fin a la dominación del hombre por el hombre. Saludaron la alborada de la nueva era en que el ser humano, liberadas todas sus energías y capacidades, lograría su cabal realización. Se enorgullecieron de haber inaugurado para la humanidad "el tránsito
de la prehistoria a la historia".
Esta brillante visión no sólo inspiró las mentes y los corazones
de los dirigentes, ideólogos y soñadores del bolchevismo, sino que alimentó asimismo la esperanza y el ardor
de la masa
de sus seguidores. Estos combatieron en la guerra civil sin piedad para sus enemigos ni para sí mismos porque creían que, al hacerlo así, aseguraban para Rusia y para el mundo la oportunidad
de efectuar el gran salto
de la necesidad a la libertad.

Cuando por fin alcanzaron la victoria, descubrieron que la Rusia revolucionaría se había excedido y se hallaba en el fondo de un pozo horrible. Ninguna otra nación había seguido su ejemplo revolucionario. Rodeada por un mundo hostil, o en el mejor de los casos indiferente, Rusia se hallaba sola, desangrada, hambrienta, aterida, consumida por las enfermedades y abrumada por el abatimiento. Entre el hedor de la sangre y la muerte, su pueblo luchaba ferozmente por un poco de aire, por un débil destello de luz, por un trozo de pan. "¿Es este", se preguntaba, "el reino
de la libertad? ¿Es aquí a donde nos ha llevado el gran salto?"

¿Qué respuesta podían dar los dirigentes? Replicaron que las grandes y celebradas revoluciones del pasado habían sufrido reveses similarmente crudos, pero ello no obstante habíanse justificado a sí mismas y a su obra ante la posteridad, y que la Revolución Rusa también emergería triunfante. Nadie argumento en este sentido con mayor fuerza de convicción que el protagonista
de este libro. Ante las multitudes hambrientas de Petrogrado y Moscú, Trotsky evocó las privaciones y las calamidades que la Francia revolucionaría soportó muchos años después de la destrucción
de la Bastilla, y les contó como el Primer Cónsul de la República visitaba personalmente todas las mañanas el mercado de París, observaba ansiosamente las pocas carretas campesinas que traían alimentos del campo, y regresaba todas las mañanas sabiendo que el pueblo de París seguiría sufriendo hambre.[2] La analogía era absolutamente real, pero los parangones históricos consoladores, por verdaderos y pertinentes que fueran, no podían llenar el estómago hambriento de Rusia.

Nadie era capaz de" precisar hasta dónde se había hundido la nación. Allá abajo, manos y pies buscaban a tientas asideros solidos, algo en que apoyarse y algo de que agarrarse para volver a subir. Una vez que la Rusia revolucionaría hubiese logrado ascender, reanudaría seguramente el salto
de la necesidad a la libertad. Pero, ¿como se lograría el ascenso? ¿Cómo calmar el pandemónium que imperaba en el fondo del pozo? (Como disciplinar y dirigir en el ascenso a las multitudes desesperadas? ¿Cómo podía la república soviética superar su miseria y su caos aterradores para proceder entonces a cumplir la promesa del socialismo?

En un principio los dirigentes bolcheviques no trataron
de aminorar o disfrazar la situación ni de engañar a sus seguidores. Intentaron fortalecer su valor y su esperanza con palabras de verdad. Pero la verdad desnuda era demasiado dura para mitigar la miseria y atenuar la desesperación. Y así empezó a cederle lugar a la mentira consoladora que en un principio sólo trataba de ocultar el abismo que existía entre el sueño y la realidad, pero que pronto insistió en que el reino
de la libertad ya había sido alcanzado... y se encontraba en el fondo del pozo. "Si el pueblo se niega a creer, hay que hacerlo creer por la fuerza." La mentira creció gradualmente hasta que se hizo refinada, compleja y vasta, tan vasta como el abismo que se proponía ocultar. Encontró sus portavoces y partidarios decididos entre los dirigentes bolcheviques que pensaban que sin la mentira y la fuerza que la apoyaba, la nación no podría ser sacada del atascadero. La mentira así concebida, sin embargo, no soportaba la confrontación con el mensaje original de la revolución. Y, por otra parte, a medida que la mentira crecía, sus exponentes no podían permanecer cara a cara o lado a lado con los dirigentes genuinos de la Revolución de Octubre, para quienes el mensaje
de la revolución era y seguía siendo inviolable.

Estos últimos no elevaron inmediatamente sus voces de protesta. Ni siquiera reconocieron la falsedad enseguida, puesto que ésta se infiltraba lenta e imperceptiblemente. Los jefes de la revolución no pudieron evitar la mentira en un principio; pero después, uno tras otro, con vacilaciones y titubeos, se alzaron para denunciarla y atacarla y para esgrimir contra ella la promesa violada de la revolución. Sus voces, sin embargo, que antaño habían sido tan poderosas e inspiradoras, sonaron a hueco en el fondo del pozo y no suscitaron ninguna reacción en las multitudes hambrientas, exhaustas y acobardadas. Entre todas esas voces, ninguna vibró con tan profunda y airada convicción como la de Trotsky. Este empezó ahora a adquirir su estatura de profeta desarmado
de la revolución, que, en lugar de imponer su fe por la fuerza, sólo podía apoyarse en la fuerza de su fe.

 

El año de 1921 trajo por fin la paz a la Rusia bolchevique. El eco de los últimos disparos se apagó en los campos de batalla de la guerra civil. Los Ejércitos Blancos se habían disuelto y esfumado. Los ejércitos de la intervención se habían retirado. Se firmó la paz con Polonia. Las fronteras europeas de la Federación Soviética fueron trazadas y fijadas.


En medio del silencio que se había hecho en los campos de batalla, la Rusia bolchevique escuchó con atención los sonidos que provenían del mundo exterior y fue cobrando una aguda conciencia de su aislamiento Desde el verano de 1920, cuando el Ejército Rojo fue derrotado a las puertas de Varsovia, la fiebre revolucionaría en Europa había cedido. EI antiguo orden encontró cierto equilibrio, inestable pero lo bastante real para permitir que las fuerzas conservadoras se recuperaran de la confusión y el pánico. Los comunistas no podían contar con acontecimientos revolucionarios inminentes, y los intentos de provocarlos sólo podían acabar en fracasos costosos. Esto quedó demostrado en marzo de 1921. cuando un levantamiento comunista desesperado y mal preparado tuvo lugar en Alemania central. El alzamiento había sido estimulado y en parte instigado por Zinóviev, el Presidente de la Internacional Comunista, y por Bela Kun, el desafortunado jefe de la revolución húngara de 1919, quienes creían que el levantamiento "electrizaría" e impulsaría a la acción a la apática masa de la clase obrera alemana.[3] La masa, sin embargo, no respondió; y el gobierno alemán reprimió el levantamiento sin gran dificultad. El fiasco sumió al comunismo alemán en la confusión, y, en medio de amargas recriminaciones, el jefe del Partido Comunista alemán, Paul Levy, rompió con la Internacional. El levantamiento de marzo debilitó así más aun a las fuerzas del comunismo en Europa y profundizo la sensación de aislamiento en la Rusia bolchevique.

La nación gobernada por el partido de Lenin se hallaba en un estado próximo a la disolución. Las bases materiales de su existencia estaban destrozadas. Baste recordar que a fines de la guerra civil el ingreso nacional de Rusia sumaba solamente una tercera parte de su ingreso en 1913, que la industria producía menos de una quinta parte de los bienes producidos antes de la guerra, que las minas de carbón producían menos de una décima parte de su rendimiento normal, que los ferrocarriles estaban destruidos, que todas las existencias y reservas de las que depende cualquier economía para su funcionamiento estaban completamente agotadas, que el intercambio de productos entre la ciudad y el campo se había paralizado, que las ciudades y los pueblos de Rusia se habían despoblado a tal punto que en 1921 Moscú tenía sólo la mitad y Petrogrado una tercera parte de sus antiguos habitantes, y que los moradores de las dos capitales habían vivido durante muchos meses a base de una ración de dos onzas de pan y unas cuantas papas congeladas y habían calentado sus viviendas con la madera de sus muebles, y así nos formaremos una idea de la situación en que se hallaba el país en el cuarto año de la revolución.[4]

 

[1] Como se recordará, ambos títulos aluden a la afirmación de Maquiavelo de que “todos los profetas armados tuvieron acierto, y se desgraciaron cuantos estaban desarmados”. (Véase el fragmento de El Príncipe citado en El profeta armado, p. 13)

[2] Trotsky, Obras (ed. rusa), vol. VII, pp. 318-329.

[3] Trotsky. Pyat Let Kominterna, pp. 284-287; Rádek, Pyat Let Kominterna, vol. II pp. 464-465; Tretii Vsemirnyi Kongress Kominterna, pp. 58 sigs., 308 sigs.: Lenin, Obras (ed. rusa), vol, XXXII, pp. 444-450 et passim.

[4] Kritsman, Gtroicheskii Period Velíkoi Rússkoi Revolutsii, pp. 150 sigs.; 3 Syezd Profsoyúzov, pp. 79-86 y el informe de Miliutin en 4 Syezd Profsoyútov, pp. 72-77.

 

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