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NOTA DE LOS EDITORES

 

Desde que se sentaron las bases teóricas del socialismo científico como programa revolucionario de la clase obrera, éste siempre ha prestado una gran atención a la cuestión nacional y a la lucha de las nacionalidades oprimidas por su liberación. Marx y Engels dedicaron numerosos textos teóricos y llamamientos a esta cuestión: la unificación de la nación alemana, la lucha del pueblo irlandés contra el yugo del imperialismo británico, el movimiento de emancipación nacional en las colonias, la cuestión balcánica...

Desde el principio, Marx y Engels adoptaron ante el problema nacional el punto de vista del proletariado revolucionario: “Un pueblo que oprime a otro nunca puede se libre”. De esta forma la lucha por el derecho a la autodeterminación de las naciones oprimidas fue inscrita en la bandera revolucionaria. Pero esta declaración rotunda contra cualquier tipo de opresión, en ningún caso supuso que el marxismo claudicara ante el nacionalismo burgués y pequeño burgués. Al contrario, la esencia misma del programa marxista es el internacionalismo proletario, la lucha unida de la clase obrera por encima de las fronteras nacionales contra un enemigo que se organiza internacionalmente, la clase capitalista, y que ha creado un único mercado económico mundial. El grito de guerra de la Primera Internacional, Proletarios de todo el mundo ¡Unios!, es la expresión más acabada de este punto de vista.

Para el marxismo revolucionario, los movimientos de emancipación nacional pueden constituir una poderosa palanca en el combate por la liberación del conjunto de los oprimidos, a condición de que estén ligados, como una parte indisoluble, a la lucha contra la opresión capitalista y por el socialismo.

La posición marxista sobre la cuestión nacional tuvo oportunidad de concretarse en la arena de la práctica en Rusia, durante los años heroicos de la revolución soviética. El partido bolchevique, que desarrolló una lucha sin cuartel contra la opresión del Estado zarista hacia las nacionalidades y pueblos oprimidos del Imperio Ruso, demostró una gran voluntad para acabar con cualquier forma de opresión nacional y cultural. Tras el triunfo del Octubre soviético en 1917, el gobierno bolchevique, con Lenin y Trotsky a la cabeza, llevó a cabo sus promesas de autodeterminación para el conjunto de las nacionalidades que componían el antiguo imperio zarista.

“La revolución social victoriosa”, señalaba León Trotsky, “dejará a cada grupo nacional la facultad de resolver como estime conveniente los problemas de su cultura nacional, pero la revolución unificará —en provecho y con asentimiento de los trabajadores— las tareas económicas, cuya solución racional depende de las condiciones históricas y técnicas, pero no de la naturaleza de los grupos nacionales. La Federación Soviética creará una forma estatal extremadamente móvil y ágil, que unirá las necesidades nacionales y la económicas de la manera más armónica”.[1]

La aplastante mayoría de estas nacionalidades decidió permanecer integrada en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. La clase obrera de Ucrania, Georgia, Lituania, Estonia, Letonia..., había estado a la vanguardia de la lucha revolucionaria de Octubre y no estaba dispuesta a librarse de sus explotadores gran rusos para sustituirlos por otros, aunque hablasen su idioma natal y profiriesen amor eterno a las enseñas nacionales oprimidas durante siglos por el águila bicéfala zarista.

En aquella época de revolución social —de expropiación de las industrias por los trabajadores que imponían el control obrero sobre la producción, de ocupación de tierras y eliminación de la propiedad terrateniente—, la clase dominante de las antiguas nacionalidades atizó la propaganda independentista contra la república de los sóviets. La burguesía de Ucrania, de Georgia, de Finlandia pretendía, agitando la bandera de la “autodeterminación”, salvaguardar la propiedad de sus fabricas, de sus tierras y el derecho sagrado a continuar con la explotación de los trabajadores y los campesinos de sus nacionalidades. Su patriotismo, que siempre quedó en un segundo plano cuando trataban de asegurar sus negocios al amparo de la dictadura zarista, se volvió rabioso ante la amenaza de la revolución socialista. Demostrando los intereses de clase en juego, fueron los regimientos de los ejércitos imperialistas de Francia, Gran Bretaña o Alemania durante la guerra civil rusa los que respaldaron las aspiraciones “nacionales” de estas camarillas burguesas desposeídas.

Con todas las dificultades imaginables, la política revolucionaria del bolchevismo, su perspectiva internacionalista, su incondicional lucha contra todo tipo de opresión nacional, permitió a la clase obrera de todas las nacionalidades que componían el mosaico ruso permanecer unidas contra el enemigo común. De esa manera, en el marco de una sociedad en transición al socialismo, se probó que las rivalidades y el odio transmitido de generación en generación a través de la opresión lingüista y los pogromos contra las minorías étnicas y nacionales, podían dejar paso a una convivencia fraternal basada en la mutua cooperación y en el respeto a los derechos democráticos de todos los pueblos.

Como es conocido, este resultado se vio truncado por el triunfo de la reacción burocrática-estalinista, que eliminó la democracia obrera de los sóviets y del partido, reflotando toda la antigua basura chovinista y la opresión nacional eliminada por la revolución.

Casi noventa años después de la Revolución de Octubre, el problema nacional resurge con fuerza en todos los rincones del mundo, asociado a la explotación capitalista y al dominio del imperialismo. Los acontecimientos que trastornaron los Balcanes y la antigua URSS en los años noventa, las terribles matanzas que ensangrentaron estos territorios, fueron una cruel advertencia de lo que puede deparar a los pueblos el odio nacional. Un odio que, azuzado por las potencias imperialistas y las camarillas burocráticas estalinistas, fue envuelto demagógicamente con la bandera del derecho a la autodeterminación cuando el fin que perseguía, obviamente, no era la libertad de los pueblos sino su encadenamiento a nuevos amos.

Por otro lado, las intervenciones del imperialismo norteamericano en Afganistán y en Iraq, con su saldo de cientos de miles de muertos, han hecho resurgir con más fuerza que nunca la lucha antiimperialista y por la liberación nacional.

León Trotsky, en su obra sobre la Revolución Rusa, explicó una idea que sigue conservando toda su fuerza: “Mientras que en el siglo XIX la tarea esencial de las guerras y de las revoluciones consistía aún en asegurar a las fuerzas productivas un mercado nacional, la tarea de nuestro siglo consiste en liberar a las fuerzas productivas de las fronteras nacionales, que se han convertido en trabas para su desarrollo”.[2]

La vigencia del programa marxista en la lucha de las nacionalidades oprimidas sigue siendo absolutamente evidente. En esta época de decadencia imperialista es imposible conquistar la soberanía nacional y la plena autodeterminación de las naciones si ésta no se vincula a la transformación socialista de la sociedad. Sólo derrocando el sistema capitalista podrán alcanzar la verdadera libertad las nacionalidades sometidas. Cualquier otra apreciación, como la experiencia histórica ha demostrado, es una quimera. De la misma forma, la clase obrera de las naciones oprimidas sólo puede entablar esta lucha con éxito si mantiene una decidida política de independencia de clase, rompiendo con cualquier subordinación respecto a la dirección de la burguesía nacionalista.

El presente libro aborda en toda su complejidad la teoría marxista y la cuestión nacional. Eloy Val del Olmo y Alan Woods exponen los principios del marxismo revolucionario respecto a este problema en la época de decadencia imperialista, y específicamente en lo referido a la cuestión nacional en el Estado español y la lucha de Euskal Herria por sus derechos democráticos.

La primera parte del libro es un extenso trabajo realizado en el año 2002 por el teórico marxista Alan Woods, dirigente de la Corriente Marxista Internacional, en el que se profundiza ampliamente en el conjunto de la teoría marxista al respecto, sin huir de ningún aspecto polémico. En él, las ideas de Marx, Engels, Lenin, Connolly, Rosa Luxemburgo y Trotsky se analizan en detalle al calor de la lucha de clases mundial y de los grandes acontecimientos de la historia: la Primera Guerra mundial, la Revolución Rusa, la crisis de los años treinta, la Segunda Guerra Mundial y la lucha de las colonias contra las metrópolis imperialistas... Alan Woods también examina los problemas más candentes de los últimos decenios, especialmente el papel del imperialismo y los conflictos generados tras el colapso del estalinismo en los Balcanes y en la URSS.

La segunda parte, y motivo esencial del libro, está escrita por Eloy Val del Olmo y en ella se aborda la cuestión vasca desde la formación del nacionalismo vasco, la Segunda República, la Revolución Española y la Guerra Civil, hasta la dictadura franquista, la Transición y la forma que esta adoptando el debate en la actualidad.

Como el lector apreciará, hay una clara intención de clarificar las genuinas posiciones del marxismo revolucionario en lo referido a la cuestión vasca, y un interés especial por mostrarlas a la militancia de la izquierda abertzale y al conjunto de los trabajadores y jóvenes que buscan las ideas del socialismo. El trabajo de Eloy Val del Olmo profundiza en la historia de ETA, sus orígenes y su estrategia política, analizándolos desde la óptica del marxismo revolucionario.

En un momento en que la derecha española y los sectores reaccionarios del aparato del Estado han sometido a un cerco permanente a todo lo que huele a vasco; cuando los dirigentes reformistas de la izquierda se han plegado en gran medida a las presiones del nacionalismo español y arrecian los ataques a los derechos democráticos con el pretexto de la lucha contra el terrorismo, el texto de Eloy Val del Olmo no dejará indiferente al lector. Todos aquellos que, más allá de la propaganda oficial de la burguesía españolista, de la demagogia de la burguesía nacionalista vasca, de los prejuicios sectarios, quieran entender el problema nacional en Euskal Herria desde el punto de vista de los intereses del proletariado y de los oprimidos, encontrarán en este libro argumentos de peso. En este trabajo se levanta una alternativa revolucionaria para la clase obrera y la juventud de Euskal Herria y del resto del Estado, basada en la revolución socialista y en un programa internacionalista que aboga por la defensa del derecho de autodeterminación y la Federación Socialista de Nacionalidades Ibéricas.

La confusión generada en torno al problema nacional hace absolutamente necesario que en esta cuestión se escuche la voz de la clase obrera y que ésta imponga su sello en los acontecimientos. Éste es el objetivo del libro de Alan Woods y Eloy Val del Olmo. Con su publicación, la Fundación Federico Engels pretende llenar un vacío clamoroso cuando la defensa de un punto de vista de clase y auténticamente socialista se hace imprescindible.

 

 

El marxismo y la cuestión nacional

Alan Woods

 

INTRODUCCIÓN

 

La cuestión de las nacionalidades —la opresión de las naciones y las minorías nacionales— es una de las características del imperialismo desde su nacimiento hasta la actualidad y siempre ha ocupado un lugar central en la teoría marxista. En particular, los escritos de Lenin se ocupan con gran detalle de este problema tan importante, y todavía nos siguen proporcionando una base sólida para abordar este tema tan explosivo y complicado. Si los bolcheviques no hubieran tratado el tema correctamente nunca habrían conseguido tomar el poder en 1917. Sólo situándose a la cabeza de las capas oprimidas de la sociedad consiguieron unir al proletariado bajo la bandera del socialismo y reunir las fuerzas necesarias para derrocar el dominio de los opresores. De no haber apreciado correctamente los problemas y aspiraciones de las nacionalidades oprimidas del imperio zarista, la lucha revolucionaria del proletariado no habría triunfado.

Las dos barreras para el progreso humano son, por un lado, la propiedad privada de los medios de producción y, por el otro, el Estado nacional. Pero, mientras la primera parte de esta ecuación está suficientemente clara, a la segunda no se le ha prestado la debida atención. Hoy en la época de decadencia imperialista, cuando las contradicciones latentes de un sistema socioeconómico moribundo han alcanzado unos límites insoportables, la cuestión nacional surge una vez más en todas partes, con consecuencias aún más trágicas y sangrientas. Lejos de solucionarse, ha regresado a sus orígenes, a una fase antigua del desarrollo humano y ha adquirido una forma particularmente virulenta y venenosa que amenaza con arrastrar a todas las naciones al barbarismo. Resolver este problema es una condición previa y necesaria para el triunfo del socialismo a escala mundial.

Ningún país —ni los Estados más grandes y poderosos— puede resistir el aplastante dominio del mercado mundial. El fenómeno que la burguesía describe como globalización, previsto por Marx y Engels hace 150 años, se revela ahora casi en condiciones de laboratorio. Desde la Segunda Guerra Mundial, en particular durante los últimos veinte años, se ha intensificado de manera colosal la división internacional del trabajo y se ha producido un enorme desarrollo del comercio mundial, alcanzando un grado que ni Marx ni Engels pudieron imaginar. La interpenetración de la economía mundial ha alcanzado un nivel nunca visto antes en la historia humana. En sí mismo, éste es un acontecimiento progresista que refleja la existencia ya de las condiciones materiales para el socialismo mundial.

El control de la economía mundial está en manos de las doscientas empresas internacionales más grandes. La concentración de capital ha alcanzado proporciones asombrosas. Cada día las transacciones internacionales mueven en el mundo 1,3 billones de dólares, el 70% de estas se realizan entre las multinacionales. Se gastan vastas sumas de dinero para concentrar un poder inimaginable en cada vez menos empresas. Se comportan como caníbales feroces e insaciables, devorándose unos a otros a la caza de un beneficio cada vez mayor. En esta orgía caníbal la clase obrera siempre pierde. Nada más producirse una fusión, la dirección anuncia nuevos despidos y cierres, una presión implacable sobre los trabajadores para incrementar los márgenes de beneficio, los dividendos y los salarios de los ejecutivos.

En este contexto el libro de Lenin El imperialismo, fase superior del capitalismo tiene cada vez más vigencia y actualidad. Lenin explicaba que el imperialismo es el capitalismo de la época de los grandes monopolios y los trusts. Pero el grado de monopolización de los días de Lenin parece un juego de niños comparado con la situación actual. En 1999 el número . . . . . . . . . . .

 

[1] Trotsky, L., Entre el imperialismo y la revolución, Barcelona, Ed. R. Torres, 1976, pág.

[2] Trotsky, L., Historia de la Revolución Rusa, París, Ruedo Ibérico Ed., 1972, III tomo, pág. 157.

 

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