ÍNDICE 

1 El peligro normando y el emperador Carlos III el Gordo

2 Arnulfo de Carintia, rey franco-oriental y emperador (887-899)

3. El rey Luis IV el niño (900-911)

4. El rey Conrado i (911-918)

5. Enrique I, el primer rey germánico

6. Otón 1 «el Grande» (936-973)

7. El emperador Otón II (973-983)

8. El emperador Otón III (983-1002)

 

CAPITULO 1. EL PELIGRO NORMANDO Y EL EMPERADOR CARLOS III EL GORDO

 

«Pero Carlos, que llevaba el título de emperador, partió con un gran ejército contra los normandos y llegó hasta su fortificación: pero entonces le faltó el valor y por mediación de algunos consiguió mediante un tratado que Godofredo se hiciese bautizar con los suyos y logró tomar de nuevo como feudo Frisia y las demás posesiones que Rorich había ocupado.»

ANNALES BERTINIANI [1]

«Cuando el emperador tuvo conocimiento de sus astutos manejos y de todas sus maquinaciones, trató con Enrique, un hombre muy prudente, con el secreto propósito de eliminar mediante un ardid al enemigo, al que había invitado en la frontera extrema del imperio... decidió actuar con astucia más que con violencia.

En consecuencia, despachó a los enviados con una contestación equívoca y les permitió regresar con Godofredo asegurándoles que por medio de sus emisarios daría a todos los asuntos de su misión una respuesta que satisficiese tanto a él como a Godofredo, sólo para que continuase siéndole leal.

Después envió a Enrique para que tratase con aquel hombre y junto con él, a fin de ocultar el engaño que estaba en marcha, envió también al venerable obispo de Colonia Wiliberto...

Y en efecto, Godofredo murió después de que Everardo le hubiese apaleado y los acompañantes de Enrique le atravesasen, siendo asesinados todos los normandos que se encontraban con él. Por consejo del mentado Enrique, sólo algunos días después Hugo fue atraído mediante promesas a Gondrevillc, donde alevosamente fue hecho prisionero y, por orden del emperador, el propio Enrique le sacó los ojos... Acto seguido fue enviado a Alamania. al monasterio de san Galo... Finalmente, en tiempos del rey Sventiboldo fue tonsurado por mi propia mano en el monasterio de Prüm.

ABAD REGINO DE PRÜM [2]

 

 

 

Matar «con la ayuda de Dios» y ser vencido sin ella

 

Durante casi dos decenios los ataques de los invasores quedaron frenados mediante el pago de tributos por parte de Carlos el Calvo. Pero desde 878-879 los golpes de mano volvieron a menudear. En su tiempo fue precisamente el rey inglés Alfredo «el Grande» —el que favoreció a la Iglesia con donaciones, fundaciones de monasterios y el envío anual de dinero a Roma, germen de lo que luego sería «el óbolo de san Pedro»—, quien detuvo, al menos de momento, los continuos ataques de los vikingos mediante una reforma del ejército, bases de apoyo, fortalezas de refugio y grandes barcos.

Pero justo bajo la presión de los anglosajones, arreció entonces una nueva oleada normanda, el «gran ejército» que invadió Bretaña por mar y devastó «a sangre y fuego, sin encontrar resistencia, la ciudad de los morinos, Thérouanne. Y cuando vieron lo bien que les iba en los comienzos, recorrieron todo el país de los menapios arrasándolo a sangre y fuego. Después remontaron el Escalda y devastaron por completo a sangre y fuego todo Brabante». También fue incendiado por completo el rico monasterio de Saint-Omer. Cierto que el rey franco-oriental Luis III el Joven, vencedor de Andernach los expulsó; más aún, «con la ayuda de Dios» mató a muchos (Annales Bertiniani), mató «por mano de Dios a la mayor parte» (Reginonis chronicá), «a más de cinco mil» (Annales Fuldenses). Pero también murió Hugo, un hijo ilegítimo del rey; de lo contrario «habría obtenido una gloriosa victoria sobre ellos» (Annales Vedastini).

Pero muy raras veces fueron expulsados «y muertos», como se dice en los Anales de Fulda con un bello lenguaje cristiano, «por cuanto Dios les dio lo que se tenían merecido». Ocurrió más bien que el 2 de febrero de 880 los normandos aniquilaron por completo al ejército mandado por el duque sajón Bruno. Allí sucumbió éste, que era hermano de la reina, al igual que cayeron los obispos Teoderico de Minden y Markward de Hildesheim, once condes y dieciocho alabarderos reales con todas sus gentes.[3]

 Hordas de normandos, que a finales del año 880 penetraron Rin arriba hasta la región de Xanten saqueándolo todo, acabaron reduciendo a cenizas el suntuoso palacio que Carlomagno había construido en Nimega. El 28 de diciembre las gentes del aquilón pegaron fuego al monasterio de Saint-Vaas, en Arras, incendiaron la ciudad y todos los palacios de la región, mataron, saquearon y recorrieron el país hasta el Somme, se llevaron hombres, ganados y caballos, devastaron todos los monasterios de Hisscar, todos los monasterios y lugares junto al mar, destruyeron Amiens y Corbie. reaparecieron en Arras «y mataron a cuantos encontraron, y después de haber asolado a sangre y fuego todo el territorio circundante regresaron sanos y salvos a su campamento» (Annales Vedastini).[4]

El 3 de agosto de 881, por lo demás, el joven rey franco-occidental Luis III (el hijo mayor del Tartamudo, de su primer matrimonio con Ansgarda) venció a los salteadores en Saucourt-en-Vimeu (cerca de Abbeville), en la desembocadura del Somme, y una antigua canción altoalemana, el «Ludwigslied». lo «inmortalizó». Compuesta en dialecto francorrenano, es la primera poesía rimada alemana en verso libre, la canción histórica más antigua de la literatura alemana.

Cierto que el desconocido valentón, probablemente un clérigo, difumina la realidad histórica y lo «realza» todo con un sentido cristiano, pero allí están los «héroes de Dios» (godes holdon), los francos, los combatientes elegidos del Señor, que luchan contra los «hombres paganos» (heidine man). Se apresuran al combate cantando el «Kyrieleison» y Luis en persona avanza como heraldo del Altísimo, lleno de la «fuerza de Dios» (godes kraft) y, por supuesto, animado de un noble amor a los enemigos y de misericordia. «A unos los parte por medio, a otros los atraviesa» (Suman thuruhskluog her, Suman thruhstah her). Y es que quien confía en Dios sale siempre vencedor. Habría matado «a 9.000 jinetes» (Annales Fuldenses). «¡Gloria a ti, Luis, nuestro rey bendito!» (Uuolar abur Hluduig, Kuning unsér sálig!).[5]

Ahora, en cambio, avanzaban «las gentes paganas» al mando de sus príncipes Godofredo y Sigfrido. Con la flota y con un ejército reforzado con la caballería penetraron hasta el corazón del imperio franco-oriental, destruyeron Maastricht, Tongern y Lüttich, redujeron a cenizas las ciudades de Colonia y Bonn «con sus iglesias y edificios» (Annales Fuldenses), así como las fortalezas de Zülpich, Jülich y Neuss. En Aquisgrán convirtieron en establo de caballos la iglesia de Santa María, que contenía el sepulcro de Carlomagno, y prendieron fuego al magnífico palacio. Asimismo incendiaron los monasterios de Inden (Cornelimünster), Stablo, Malmedy y Prüm. A la insurrecta población rural la degollaron «como ganado bruto» (Regino de Prüm) y las oleadas de fugitivos llegaron hasta Maguncia. 

 

 Muertes principescas en Franconia oriental y occidental

 

Desde la cercana Frankfurt el rey Luis III, el vencedor de Andernach, ya enfermo de muerte, envió un ejército contra los intrusos. Pero el 20 de enero de 882 murió el rey «por la Iglesia y por el Imperio», y supuestamente «tras una vida sin ganancia para sí» (Annales Bertinianí), y entonces sus tropas regresaron, cuando ya se encontraban ante el campamento fortificado de Elsloo, perseguidas de nuevo por los normandos, que celebraron la muerte de Luis y avanzaron entre incendios y saqueos hasta Coblenza para remontar después el Mosela. El 5 de abril, «día de la santísima Cena del Señor», cayeron sobre Tréveris, ciudad que saquearon «e incendiaron por completo, después de haber expulsado a parte de su población y haber asesinado a los restantes» (Annales Fuldenses). Cuando avanzaron contra Metz, Wala obispo del lugar, sucumbió «en la batalla» (Regino de Prüm).

Por el oeste Luis III, el rey franco-occidental, estaba ya en camino para detener a nuevas hordas enemigas en la región del Loira; pero murió el 5 de agosto de 882, cuando apenas contaba veinte años de edad (al parecer, «en un juego», locando, según cuentan los Annales Vedastini, mientras perseguía a una muchacha a caballo y tras chocar violentamente contra el dintel de la casa paterna de la moza). Es verdad que su hermano Carlomán continuó la lucha con varia fortuna y mediante el pago enorme de 12.000 libras de plata; pero en diciembre de 884, con sólo dieciocho años, también murió víctima de un accidente de caza en el bosque de Bézu (cerca de Andelys), no por la acometida de un jabalí, como se dijo en un primer momento, sino, como aseguran los analistas, por la acción «involuntaria» de un compañero de caza, de uno de los hombres a su servicio «que pretendía ayudarle». Ambos reyes fueron inhumados en Saint-Denis. Cierto que Luis II el Tartamudo tuvo otro hijo de su mujer Adelaida; pero como éste, que luego se llamó Carlos III el Simple, era todavía un niño de cinco años, los grandes del país pusieron su esperanza en la ayuda de Carlos III el Gordo y lo invitaron a Franconia occidental.[6]

 

Carlos el Gordo, al que todo le cupo en suerte y en todo fracasó

 

Carlos III el Gordo (839-888), hijo menor de Luis el Germánico, al que los historiadores le dieron el sobrenombre de «el Gordo» (Crassus) sólo en el siglo XII pretendiendo con ello expresar su escasa energía, era el heredero de la porción más pequeña del imperio —Alamania y Alsacia— y en los comienzos obtuvo éxitos extraordinarios. Pero simplemente tuvo suerte. Sin ambición, sin afán de heroísmo, sin ansias de poder, todo le llegó como por su propio peso: en 880 Italia, en 881 la corona imperial y más tarde toda Franconia oriental

Desde 876 asentado únicamente en la pequeña porción imperial de Suabia, tras la muerte de sus hermanos —el enfermo rey bávaro Carlomán, que en su último documento de 879 había renunciado en favor de Carlos, y el rey Luis III el Joven, que murió el 20 de enero de 882 en Frankfurt del Main sin herederos— gobernó también sobre los regna de éstos. Y a la muerte de los dos reyes franco-occidentales, Luis III, el vencedor de Saucourt, el 5 de agosto de 882 y su hermano Carlomán en diciembre de 884 —aquél, soberano del norte, y éste del sur del imperio occidental—, Carlos III también allí fue reconocido como emperador. En 885 se le sometieron en el palacio de Ponthion todos los grandes, laicos y eclesiásticos, con lo que el imperio franco volvió a surgir en toda su amplitud.[7]

Por lo demás Carlos el Gordo no combatió a los sarracenos, como el papa esperaba, sino a los normandos, como se le pedía de continuo desde el norte de los Alpes. Y, naturalmente, combatió a su manera. Regresando de Italia hizo que primero le rindieran vasallaje en Baviera y después en Worms, antes de que en julio de 882 pusiese cerco, con un poderoso ejército en el que figuraban hasta tropas longobardas, al campamento normando de Asselt (Elsloo), en el curso inferior del Mosa. Pero ni siquiera cuando un incidente favorable vino en su ayuda con el estallido de una terrible tormenta que abrió brecha en el atrincheramiento amurallado, tocó alarma, sino que 12 días después empezó a negociar con los normandos y compró su retirada haciéndoles grandes concesiones.

A cambio de un juramento de vasallaje y de la promesa del príncipe Godofredo de que se haría cristiano, Carlos le entregó la provincia de Frisia. Godofredo, que estaba emparentado con la dinastía real danesa y a quien la fuentes a menudo llaman rey, fue «sacado de la sagrada fuente» personalmente por el emperador y hubo de desposar a Gisla, hija ilegítima de Lotario II y de Waldrada. La tentativa de integrar al príncipe en la dinastía carolingia tuvo un desenlace sangriento. Y según informa el abad Regino, el rey Sigfrido, junto con los demás normandos, recibió «una cantidad incontable de oro y plata»; «muchos miles de libras de plata y oro», al decir de los Annales Bertiniani, según los cuales el piadoso emperador «las había tomado del tesoro de San Esteban de Metz y de otros santos y permitió que continuaran como hasta ahora asolando su parte imperial y la de su primo».

Abiertamente fue entonces acusado el archicanciller del emperador y obispo de Vercelli, Liutwardo, de haber sido corrompido por el enemigo y de haber mediado en el acuerdo con el conde Wicberto.

(En 887 el mismo príncipe eclesiástico perdió sus cargos palatinos por su adulterio con la emperatriz, pasándose después al bando de Arnulfo de Carintia, enemigo de Carlos; en 899 los húngaros lo mataron a palos.)[8]

Con todo lo cual ciertamente no cesó el azote normando, al menos en el imperio occidental.

 

Cuando los cristianos tienen que soportar lo que ellos hacen a otros...

 

Quien lee los Annales Vedastini, obra de un monje del monasterio de Saint-Vaast, en Arras, y descubiertos a mediados del siglo XVIII, se encuentra de continuo con esa miseria, expresada de una forma monótona y gramaticalmente lastimosa. Hablan siempre de «devastación y de asesinatos con incendios» por parte de los salteadores paganos aludiendo una y otra vez a su «sed de sangre humana». Día y noche no dejan de matar «al pueblo cristiano», «pegan fuego a monasterios e iglesias de Dios» y «llevan a cabo sus correrías de manera habitual...».[9]

Todo el mal y desolación que los cristianos provocaron en otros territorios siglo tras siglo lo sufren ahora en sus propias carnes. Y naturalmente sus lamentaciones no tienen fin. Por doquier saqueos, destrucción, esclavizamiento y exterminio. Por doquier monasterios e iglesias reducidos a cenizas, asesinatos de rehenes, gentes que huyen en desbandada y son aniquiladas. Así, «en el año del Señor de 882»: «... y los normandos... arrasaron monasterios e iglesias, mataron a espada o por hambre a los servidores de la palabra divina o los vendieron al otro lado del mar y mataron a los habitantes del país sin encontrar resistencia». Así, «en el año del Señor de 884»:

«Pero los normandos no cesaron... de matar, de destruir iglesias, abatir murallas e incendiar aldeas. En todos los campos yacían los cadáveres de clérigos, de nobles y otros laicos, de mujeres, jóvenes y lactantes». O en 885: «Después empezaron de nuevo los normandos a causar estragos, con su sed de incendios y de muerte...».[10]

 

De bellis parisiacis o «Nada de lo que habría sido digno de la majestad cesárea»

 

En noviembre de 885 el «gran ejército» de los invasores se presentó ante las puertas de París. Según parece habían remontado el Sena con incontables barcos pequeños y 700 naves grandes, que transportaban una fuerza de 40.000 hombres. Posiblemente se trataba de un acto de venganza por el asesinato alevoso de su rey Godofredo en mayo de aquel mismo año, cuando también a Hugo le sacaron los ojos.

Junto con el conde Odón de París, que posteriormente sería rey, al principio tomó el mando de la ciudad sitiada el obispo Gauzlin (del ilustre linaje de los Rorgonidos, en tiempos uno de los más íntimos de Carlos el Calvo, archicanciller y desde 884 prelado de París). El famoso asedio lo cantó un testigo presencial, el monje Abbón en su epopeya De bellis parisiacis. Al enfermar y morir Gauzlin, otro clérigo militar, el abad Ebolo de Saint-Germain-des-Prés, continuó la defensa, que se hizo cada vez más difícil, sobre todo cuando el único ejército franco-oriental enviado para romper el cerco a las órdenes del tristemente famoso conde Enrique abandonó el campo sin haber logrado su objetivo. Los normandos incendiaron todo el territorio circundante según todas las reglas del «arte de la guerra» y en sus asaltos a la ciudad no retrocedieron ante crueldad alguna. Parece que hasta degollaron a sus prisioneros llenando los fosos con sus cadáveres. Como quiera que fuese, «por ambos bandos hubo muchos muertos, aunque fueron todavía más los heridos inutilizados para la lucha»; los normandos «continuaron día tras día el asalto», asediaron París «sin descanso con los más variados recursos de armas, máquinas y arietes; mas como todos ellos [los sitiados] clamaron a Dios con gran fervor, siempre fueron salvados; y la lucha se prolongó en diversas formas aproximadamente ocho meses antes de que el emperador acudiera en su ayuda» (Annales Vedastini).[11]

Pero ninguna ayuda fue suficiente, ni la que aportaron las tropas de varios condes ni las tropas eclesiásticas. Walo de Metz, «quien contra la sagrada institución y su dignidad episcopal empuñó las armas y marchó a la guerra», cayó «el año del Señor de 882» huyendo de los normandos. Una y otra vez leemos que no llegó ninguna ayuda, que no hubo resistencia por parte de nadie (nemine sibi resistente) o que se avanzó militarmente, pero «sin ningún resultado próspero o provechoso» (nil prospere vel utile) y sin que se llevase a cabo «nada digno de memoria» (nihil dignum memoriae), si es que no se dice de inmediato: «Y no realizaron allí nada provechoso, sino que regresaron con gran oprobio a su país». Y todo «porque en vez de dar un golpe afortunado, apenas lograron salvarse en una vergonzosa huida, con lo que en su mayoría fueron hechos prisioneros y ejecutados» (Annales Vedastiní).[12]

También el emperador defraudó en general.

Por fin llegó, en octubre, y acampó en la colina de Montmartre. Era un ejército.............................

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