ÍNDICE

Visión panorámica 
De súbditos convencidos a convencidos señores     
1. La cristianización de los germanos         
2. Clodoveo, fundador del gran imperio franco    
3. Los hijos de Clodoveo          
4. La invasión de los longobardos    
5. Los últimos merovingios 
6. La conversión de los visigodos al catolicismo
7. El papa Gregorio I (590-604)      
8. Brunichilde, Clotario II y Dagoberto I, o «la cristianización de la idea de rey»
9. La Iglesia en el período merovingio.      
Notas      
Bibliografía       

VISIÓN PANORÁMICA

«Desde hacía largo tiempo Cristo ya había echado una mirada a los pueblos germánicos... Una nueva primavera alumbró en el cielo de la Iglesia.»

LEO RÜGER, TEÓLOGO CATÓLICO[1] 

«Tampoco la Edad Media católica fue un período de "tinieblas", sino de gozo y de afirmación vital... Entresacamos de una multitud de datos: el lunes festivo, las fiestas escolares e infantiles, el teatro episcopal, la fiesta de san Gregorio, la marcha de los zahoríes, la muerte del invierno, los días de carnaval, el prendimiento de los maestros, el canto de la Salve, el borrico del Domingo de Ramos, el tonto de Pentecostés [...]. Noincurrimos en exageración alguna, si calificamos el principio de vinculación por medio de la Iglesia católica durante la Edad Media como uno de los regalos y favores más grandes de la historia universal.»

HANS ROST, CATÓLICO[2]

«La vida de la cristiandad medieval está impregnada, y hasta saturada por completo, en sus relaciones por unas concepciones religiosas. No haycosa ni actuación alguna que no se ponga constantemente en relación con Cristo y con la fe. Todo se construye sobre una concepción religiosa de larealidad, y nos encontramos ante un desarrollo increíble de la fe interior.»

JOHAN HU1ZINGA[3]

 

 Las divisiones en épocas históricas no están fijadas de antemano. No se decretaron en un lugar «superior», para que después las cumpliese la humanidad. Ocurre más bien que la historia del hombre es un caos inaudito de historias, y posteriormente intenta poner un cierto orden en el curso zigzagueante de los acontecimientos y en la desconcertante diversidad de tendencias reduciéndolo todo a esquemas perfectamente claros. Introduce estructuras y cesuras, y así aparece el conjunto como expresión de unas fuerzas que actúan con coherencia, y de ese modo todo se presenta como si así hubiera tenido que ser y no pudiera haber sido de otro modo, cual si por ejemplo el imperio romano occidental sólo se hubiese dado para que Europa pudiera heredarlo. Una visión que favorece nuestro gusto por la periodización, y que sin duda también puede fomentarlo. En realidad toda esa delimitación y ordenamiento temporal, todos esos supuestos puntos fijos, datos orientativos y líneas de evolución no son más que el resultado de ciertos —o, por mejor decir, muy inciertos— puntos de vista, de precarias tentativas de orientación, son puras construcciones, a las que la gente se ha acomodado, bien dándoles unos contenidos «superiores» o sin tales contenidos.

La «alta Edad Media», época que comprende aproximadamente desde el siglo VI al X, es un período de cambios y transformaciones violentas; pero es también un tiempo de componendas o, para decirlo en forma más elegante, de asimilación, de continuidad, un período de decadencia y transición, de vieja herencia y de un nuevo comienzo: en él se dan la constitución de Occidente, de Europa, de Alemania, el entrelazamiento de tradiciones antiguas, cristianas y germánicas, la separación deBizancio, de la Iglesia oriental, y la llegada del islam. Y no deja de ser importante: es una época en la cual política y religión son inseparables.

También cambian la alianzas de los papas con los estados. Pero, como siempre que giran y cambian de dirección en el curso del tiempo, Roma busca de continuo agarrarse al poder más fuerte: Bizancio, los ostrogodos, los longobardos, los francos, y de ellos se aprovecha. Hay quien tiene, sin embargo, una visión distinta por completo. Johannes Scherr, un crítico alemán de la cultura y de la literatura del siglo XIX, a quien todavía hoy vale la pena leer, llega a escribir: «Siempre que el Estado entra en un cambalache del "do ut des" [una política de concesiones recíprocas], será la parte perdedora».[4]

Cualquiera sea el valor que se otorgue a cualquiera de ambas interpretaciones, la alta Edad Media es una época, que en mayor o menor grado avanza empujada por un delirio homicida. Por ello suena grotesco el que Ferdinand Gregorovius —porotra parte, tan meritorio— celebre «ya unas configuraciones nuevas de la vida nacional»: «Italia se renovó con los longobardos, Galia con los francos, España con los visigodos, Bretaña con los sajones». Lo que no impide el que veinticuatro páginas antes califique al gobierno longobardo como «una de las épocas más terribles de la historia de Italia». Así pues, la renovación por el terror; pero por un terror que no acaba nunca, por una historia continua de crueldades, una historia persistente de homicidios y asesinatos, de guerra, opresión y explotación hasta el día de hoy.[5]

 

De súbditos convencidos a convencidos señores

 Al principio los obispos romanos reconocieron la supremacía del imperio bizantino en forma espontánea, plenamente libre e incondicional. Esto es algo que puede decirse incluso de Gregorio I Magno («el Grande», fallecido en 604). Bizancio era una potencia mundial, que abarcaba regiones fundamentales de Asia y de Europa, y cuya influencia se extendía desde Persia al Atlántico. Y la administración eclesiástica, desde siempre fuertemente apoyada en la estructura política del imperio universal, se orientaba por la misma. El denominado cesaropapismo, que hizo su aparición con el primer emperador cristiano, afectó tanto a la Iglesia oriental como a la occidental. Los monarcas, cuya autoridad se tenía por derivada de Dios, durante la época de las invasiones de los pueblos del norte, daban órdenes a todos los patriarcas y obispos. Y todos tenían que obedecer, incluido naturalmente el obispo de Roma. Como cualquier otro prelado estaba sujeto al emperador. No hubo resistencia alguna o protesta por parte de ningún papa o patriarca contra la injerencia del poder civil en los asuntos eclesiásticos. Los emperadores ejercieron esa intromisión «sin diferencia alguna en Oriente y en Occidente, y ninguna de ambas secciones de la Iglesia parece que encontró nada malo en el cesaropapismo» (Alivisatos). La vieja palabrería apologética de los papas, hablando de la «cautividad bizantina», se demuestra así como un manifiesto «sin sentido». Los papas fueron «súbditos convencidos y no esclavos del imperio romano» (Richards).[6]

Pero en 476 el fracaso del imperio occidental afianzó al papado, el cual experimentó un gran aumento de poder y una ampliación de su campo de influencia. Y, en su conjunto, también siguió ese camino el episcopado.

Cierto que en los comienzos el final de la hegemonía romana, el derrumbamiento de la nobleza senatorial y el desmantelamiento de la administración se les aparecieron a los círculos clericales como una verdadera catástrofe, toda vez que habían colaborado estrechamente con aquel Estado, y gracias a ello habían ido ganando cada vez mayor influencia. Pero laruina del imperio no arrastró en ningún caso tras de sí la del catolicismo romano. Bien al contrario: al igual que éste casi siempre y en todas partes sabe sacar provecho de los descalabros y catástrofes, también lo hizo en su tiempo.

En Roma se hundieron los templos, se derrumbó el palacio imperial, en los teatros y en las termas gigantescas se amontonaron las ruinas y creció la maleza y la yedra. Y los sacerdotes se aprovecharon. Las antiguas sillas de los baños se convirtieron en cátedras episcopales, las suntuosas bañeras de alabastro y pórfido pasaron a ser pilas bautismales y dudosas urnas de mártires. Se arrancaron los revestimientos marmóreos de las paredes, los preciosos suelos de mosaico, las bellas columnas y las piedras de las villas antiguas para enriquecer los templos cristianos. Los templos paganos se convirtieron en iglesias cristianas y la Roma de los Césares en una ciudad clerical, en la cual prevaleció lo religioso (o lo que se tenía por tal); y en la cual todas las fiestas civiles desaparecieron en favor de las festividades eclesiásticas, y en ocasiones la creencia en el inminente fin del mundo se generalizó hasta tal punto y tales proporciones adquirió el asalto a los privilegios de los sacerdotes, que el emperador Mauricio prohibió en 592 el ingreso de soldados en los monasterios y de los funcionarios civiles en el estado clerical.

Y como en lo pequeño, así también en lo grande. El poder civil de los papas —que fue la base del futuro Estado pontificio o de la Iglesia— brotó formalmente de unas ruinas: de los escombros del imperio romano de Occidente, gracias a la impotencia de Bizancio y a una ambición curial de dominio siempre creciente. Ya en el siglo V los obispos de Roma, supuestos sucesores de Jesús, el cual no quiso reino alguno de este mundo ni que sus discípulos llevasen dinero en la bolsa, eran los mayores terratenientes del imperio romano. Y el desmoronamiento de aquel imperio no hizo sino acelerar la ascensión de los obispos de Roma, heredando por entero la decadente estructura imperial.[7]

Bajo los merovingios, en los primeros tiempos del imperio bizantino, los obispos ganan poder e influencia también en los asuntos «mundanos» o civiles, en todo el ámbito comunal. Controlan los trabajos y los oficios estatales, las fortificaciones urbanas, el suministro de las tropas; más aún, intervienen en el nombramiento de los gobernadores de provincias.

 Toda la desgracia y decadencia la transforman los obispos romanos en prosperidad suya, cada fracaso lo convierten en ventaja personal, ya se trate de un desastre del reino del César o del reino de Dios. Y hasta de la desdicha de la invasión longobarda saben hacer fortuna. Primero se distancian de Bizancio con ayuda de las espadas longobardas —y Bizancio estaba debilitada por la múltiple presión de los «bárbaros»—; más tarde acabarán con los longobardos gracias a los francos... siempre del lado de los salteadores, con una estrategia parasitaria, como el mundo jamás había conocido.

Sus pretensiones de primado frente a sus iguales los otros patriarcas, y especialmente frente a los de Bizancio, las veníansosteniendo los papas desde hacía largo tiempo con múltiples astucias y falseamientos. Y ya en el siglo vn, al menos como cabezas supremas de la Iglesia de Occidente y como gobernadores de las partes romanas, fueron ya de fació relativamente independientes; de jure lo serían también en el siglo VIII, aunque a través de una pura transgresión jurídica. Cierto que todavía hasta 787 fechan sus cartas por los años de reinado de los emperadores bizantinos; pero ya bajo Gregorio II (715-731) elgobernador bizantino fue expulsado de Roma con motivo de la «revolución romana», como fue expulsado el ejército bizantino de Benevento y de Spoleto, con ayuda por supuesto de las tropas longobardas. Después que los longobardos habían contribuido a un poder excesivo de los papas, éstos se valieron de los francos para aniquilarlos. A partir de entonces colaboraron y prosperaron con los emperadores francos. Y cuando se sintieron lo bastante fuertes, quisieron ser también los señores del imperio.

Hasta el año 753 el papa romano es un súbdito devoto (en mayor o menor grado) de Constantinopla. Pero pronto en Roma se deja de contar el tiempo por los años del emperador, se dejan de acuñar monedas imperiales, se eliminan de las iglesias las imágenes imperiales y se deja de mencionar el nombre del emperador en el servicio litúrgico. El papa se alla, por el contrario, con el rey germánico en contra de quienes habían sido hasta entonces sus soberanos. Y al rey germánico confiere el papa los privilegios imperiales, entre los que no faltan algunos nuevos por completo, y hasta le ofrece la corona imperial. Es una política, que beneficia sobre todo al papa pues casi le convierte en el «padre de la familia gobernante».[8]

La coronación imperial de Carlos el año 800 en Roma por parte del papa León III fue un hecho antijurídico, una provocación al emperador bizantino, hasta entonces única cabeza suprema legal del mundo cristiano, y en Constantinopla sólo pudo interpretarse como una rebelión. De hecho el giro de los papas hacia los francos provocó la ruptura definitiva con Bizancio.

Y aunque en 812 el emperador Miguel I reconoce a Carlos «el Grande» como imperator de Occidente y como soberanoparigual, en el fondo Bizancio siempre consideró el imperio occidental como una usurpación. En la coronación de Lotario, en 823, el papa le entregó la espada para la defensa y protección de la Iglesia: y paso a paso Roma puso bajo su influencia a los reyes romano-germánicos. Efectivamente, tras la caída de los monarcas romano-occidentales se introdujeron simbiosis nuevas con los nuevos gobernantes, con Teodorico, Clodoveo, Pipino, Carlos. Pero también los futuros grandes imperios germánicos de Alfredo (871-899), de Otón I (936- 973) y de Olaf el Santo (1015-1028), que promovió la expansión del cristianismo con métodos bárbaros, sólo pudieron asentarse sobre una base cristiana, por no hablar del imperio germánico medieval.[9]

Ese Sacro Imperio Romano ciertamente que apenas tuvo algo de romano y absolutamente nada de sacro y santo, a no ser que (con toda razón) como Helvétius, Nietzsche y otros se vea en lo sacro el compendio de lo criminal. Comoquiera que sea, mediante la liquidación de los logros relativos de arríanos y paganos y con la obtención de un Estado propio el papadoconsiguió el agrandamiento constante tanto de su poder como de sus posesiones.[10]

Sobre todo a comienzos de la Edad Media el encadenamiento de Estado e Iglesia fue muy estrecho. El derecho civil y el canónico no sólo tenían la misma base, sino que los deseos y exigencias clericales también encontraron expresión en leyes civiles. Los decretos de los «concilla mixta» tenían vigencia para el Estado y para la Iglesia por igual.

También los obispos procedían de la aristocracia y con ella se relacionaban, como hermanos, sobrinos e hijos de la nobleza cívica. Y con ella compartían los mismos intereses políticos y económicos. Consecuentemente a lo largo de la Edad Media también se vieron arrastrados a la lucha de los grandes, combatieron con los reyes contra el emperador y con el emperador contra el papa, y con un papa contra el otro durante 171 años. Combatieron con los clérigos diocesanos contra los monjes y también contra sus colegas, dándoles batalla en el campo, en las calles y en las iglesias, con el puñal y con el veneno y de todos los modos imaginables. La alta traición y la rebelión fueron para el clero —según el teólogo católico Kober— «un fenómeno completamente habitual».[11]

Frente a los Estados y las denominadas autoridades la gran Iglesia cristiana no tuvo en la práctica otro principio que éste: pacta siempre con el poder más provechoso. En todos sus contactos estatales sólo se dejó guiar por su única ventaja (en su lenguaje: por «Dios», ¡el conocimiento más importante en la historia de la Iglesia!). El oportunismo fue siempre el principio supremo. Únicamente cuando esa Iglesia alcanzaba lo que quería, estaba también dispuesta a dar algo, y naturalmente que lo menos posible, aunque prometiera mucho. «Aniquila tú conmigo a los herejes, y yo aniquilaré contigo a los persas», invitaba el patriarca Nestorio al emperador, en su discurso de toma de posesión en 428 (sin imaginar que bien pronto él mismo sería condenado como «hereje»).

Eran débiles, se doblegaban como juncos azotados por el viento. Cuando el patriarca Poppo de Aquileya tomó posesión de Grado y de su sede patriarcal, habría sido posible el comienzo de la incorporación de Venecia al imperio germánico, y el papa Juan XIX enseguida estuvo de acuerdo. Mas cuando Poppo hubo de huir ese mismo año regresando el patriarca legítimo, dicho papa Juan también le dio su bendición. Tres años después —Conrado II se dirigió a Roma para la coronación imperial— de nuevo Juan condenó al patriarca veneciano accediendo a los deseos germánicos y devolvió Grado a la jurisdicción de Aquileya. Y tras el fracaso de las ambiciones alemanas, Benedicto IX, sucesor de Juan, de nuevo devolvió la .............................

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