ORIGINAL

 

PRÓLOGO

  

Por fin logro dar a publicidad este tercer tomo de la obra principal de Marx, conclusión de la parte teórica. Al editar el segundo tomo, en 1885, pensé que el tercero sólo ofrecería dificultades técnicas, por cierto que con excepción de algunas secciones de suma importancia. Y en efecto, así fue; pero entonces no tenía yo idea de las dificultades que me depararían precisamente estas secciones, las más importantes de la obra en su conjunto, así como tampoco la tenía acerca de los restantes obstáculos que tanto demorarían la terminación de este tomo.

En primer lugar, y en forma principal, me perturbó una persistente debilidad visual que durante años restringió a un mínimo mi tiempo de trabajo para las tareas escritas, y que incluso ahora, sólo en casos de excepción permite que tome la pluma para trabajar con luz artificial. A ello se sumaron otras tareas a las que no cabía renunciar: nuevas ediciones y traducciones de trabajos anteriores de Marx y míos, y por ende revisiones, prefacios, notas complementarias, a menudo imposibles de ejecutar sin la realización de nuevos estudios, etc. Sobre todo, la edición inglesa del primer tomo, de cuyo texto soy responsable en última instancia, y que por ello me ha restado mucho tiempo. Quien haya seguido de alguna manera el crecimiento colosal de la literatura socialista internacional durante los últimos diez años, y en especial el número de traducciones de trabajos anteriores de Marx y míos, me dará la razón cuando me felicito del hecho de que sea muy limitado el número de las lenguas en las cuales he podido serle útil al traductor, teniendo por consiguiente la obligación de no rechazar una revisión de su trabajo. Pero el incremento de la literatura sólo fue un síntoma del correspondiente incremento del propio movimiento obrero internacional. Y eso me impuso nuevas obligaciones. Desde los primeros días de nuestra actividad pública, había recaído en Marx y en mí buena parte del trabajo de intermediación entre los movimientos nacionales de los socialistas y obreros en los diversos países; esa tarea creció en proporción al fortalecimiento del movimiento global. Pero mientras que, también en este aspecto, Marx había asumido el peso principal de la tarea hasta su muerte, a partir de ese momento el trabajo, en continua expansión, recayó sólo sobre mí. Entretanto, la relación mutua y directa entre los diversos partidos obreros nacionales se ha convertido en una regla, y afortunadamente se acrecienta día a día; sin embargo, se requiere mi ayuda con mucha mayor frecuencia aun de lo que me es grato en interés de mis trabajos teóricos. Pero para quien, como yo, ha estado activo por más de cincuenta años en este movimiento, los trabajos emergentes de ello constituyen un deber ineludible, que debe ser cumplido de inmediato. Al igual que en el siglo xvi, en nuestros agitados tiempos y en el terreno de los intereses públicos los teóricos puros ya sólo existen del lado de la reacción, y precisamente por ello esos señores ni siquiera son verdaderos teóricos, sino simples apologistas de esa reacción.

La circunstancia de que vivo en Londres trae aparejado el hecho de que esas relaciones partidarias se lleven a cabo mayormente en forma epistolar durante el invierno, pero en forma personal, en su mayor parte, durante el verano. Y de ello, así como de la necesidad de seguir el curso del movimiento en un número constantemente creciente de países y en un número en mayor crecimiento aun de órganos de la prensa, se ha generado para mí la imposibilidad de concluir trabajos que no toleran interrupción alguna en otra época que no sea la del invierno, en especial durante los tres primeros meses del año. Cuando se cargan setenta años a las espaldas, las fibras asociativas cerebrales de Meynert[1] trabajan con cierta lentitud fatal; ya no se superan con tanta facilidad y rapidez como antes las interrupciones en una difícil labor teórica. Por ello que debía rehacer en su mayor parte la tarea de un invierno, en la medida en que no la había concluido por completo, cosa que ocurrió, en especial, con la dificilísima sección quinta.

Como deducirá el lector a partir de los datos que siguen, la labor de redacción difirió esencialmente de la efectuada en el segundo tomo. En el caso del tercero sólo se disponía de un primer borrador, enormemente colmado de lagunas, por añadidura.[2] Por regla general, los comienzos de cada sección en particular estaban elaborados en forma bastante cuidadosa, y en su mayor parte también se hallaban estilísticamente redondeados. Pero a medida que se avanzaba, tanto mayor carácter de esbozo y tantas mayores lagunas ofrecía la elaboración, tanto mayor número de digresiones contenía acerca de puntos secundarios que surgían en el curso de la investigación, y cuyo lugar definitivo quedaba librado a un ordenamiento ulterior, tanto más largos e intrincados se tornaban los períodos en los que se expresaban las ideas anotadas in statu nascendi [en estado naciente]. En numerosos pasajes, tanto la escritura como la exposición delatan, con excesiva claridad, la irrupción y los paulatinos progresos de alguna de las enfermedades debidas al exceso de trabajo, y que primeramente dificultaron cada vez más la labor independiente del autor, para terminar imposibilitándola por completo, periódicamente. Y no es de sorprenderse. Entre 1863 y 1867, Marx no sólo escribió en borrador los últimos dos tomos de El capital y terminó el primer tomo, en manuscrito listo para ser enviado a la imprenta, sino que desarrolló también una labor gigantesca vinculada con la fundación y difusión de la Asociación Internacional de Trabajadores. Pero por ello, ya en 1864 y 1865 se presentaron los primeros síntomas de los trastornos de salad culpables de que Marx mismo no haya dado la mano definitiva al segundo y tercer tomos.

Mi trabajo comenzó dictando, para efectuar una copia legible, todo el manuscrito a partir del original, que a menudo resultó difícil de descifrar hasta para mí mismo, y esta tarea me quitó bastante tiempo. Sólo entonces pudo comenzar la redacción propiamente dicha. La he limitado a lo más imprescindible, conservé en la máxima medida de lo posible el carácter del primer borrador toda vez que la claridad lo permitía, y tampoco eliminé repeticiones aisladas cuando las mismas — como ocurre habitualmente en Marx— en cada oportunidad enfocan el tema desde otro ángulo o bien lo presentan expresándolo de manera diferente. Cada vez que mis alteraciones o agregados no son meras correcciones estilísticas o cuando he debido elaborar el material fáctico ofrecido por Marx, para extraer de él conclusiones propias, aunque en lo posible dentro del espíritu marxiano, todo el pasaje ha sido colocado entre corchetes y señalado con mis iniciales. En mis notas al pie los corchetes se hallan ocasionalmente ausentes, pero cuando las mismas llevan mis iniciales, soy responsable de la nota íntegra.[3]

Como no podía ser de otro modo en un primer bosquejo, se hallan en el manuscrito numerosas referencias a puntos que deben desarrollarse más adelante, sin que tales promesas se hayan cumplido en todos los casos. Las he dejado en pie, ya que exponen las intenciones del autor concernientes a una futura elaboración.

Y vayamos ahora a los detalles.

En el caso de la sección primera, sólo fue posible utilizar el manuscrito principal con grandes limitaciones. Ya al propio comienzo se incorpora todo el cálculo matemático de la relación entre tasa de plusvalor y tasa de ganancia (lo que constituye nuestro capítulo III), mientras que el tema desarrollado en nuestro capítulo I sólo se trata más adelante y en forma ocasional. Aquí acudieron en nuestra ayuda dos comienzos de reelaboración, cada uno de ellos de 8 páginas en folio; pero tampoco éstos habían sido elaborados siempre con la trabazón necesaria. A partir de ellos se ha compuesto el capítulo I actual. El capítulo n procede del manuscrito principal. Para el capítulo III se halló toda una serie de desarrollos matemáticos incompletos, pero asimismo todo un cuaderno, casi completo, de la década de 1870, que exponía en ecuaciones la relación entre la tasa de plusvalor y la tasa de ganancia. Mi amigo Samuel Moore, quien también efectuó la mayor parte de la traducción inglesa del primer tomo, se hizo cargo de la tarea de elaborar para mí ese cuaderno, para lo cual lo capacitaba harto mejor su condición de antiguo matemático de Cambridge. A partir de su resumen compuse luego, con empleo ocasional del manuscrito principal, el capítulo III.[4] Del capítulo IV sólo se encontraba el título. Pero puesto que el punto que trata el mismo — el influjo de la rotación sobre la tasa de ganancia— es de importancia decisiva, lo he compuesto personalmente, por lo cual en el texto todo el capítulo se halla entre corchetes. Al hacerlo resultó que, en los hechos, la fórmula del capítulo III para la tasa de ganancia requería una modificación a fin de tener validez general. A partir del capítulo V, el manuscrito principal constituye la única fuente para el resto de esta sección, a pesar de que también en este caso se requirieron muchísimas trasposiciones y complementos.

Para las tres secciones siguientes pude atenerme casi por entero —salvo en lo que atañe al estilo de la exposición— al manuscrito original. Algunos pasajes aislados, en su mayoría relativos a la influencia de la rotación, debieron elaborarse en concordancia con el capítulo IV, interpolado por mí; también ellos han sido puestos entre corchetes y distinguidos con mis iniciales.

La dificultad principal fue la que deparó la sección v, que trata asimismo el tema más intrincado de todo el tomo. Y precisamente durante su elaboración Marx fue sorprendido por uno de los graves accesos ya mencionados de su enfermedad. Por consiguiente no tenemos aquí un esbozo terminado, y ni siquiera un esquema cuyos contornos habría que llenar, sino sólo un comienzo de desarrollo que en más de una oportunidad desemboca en una aglomeración desordenada de notas, observaciones y materiales en forma de extractos. En un comienzo traté de completar esta sección —tal como había logrado hacerlo de alguna manera con las primeras— colmando las lagunas y elaborando los fragmentos solamente insinuados, de modo que ofreciera, cuando menos en forma aproximada, todo cuanto había intentado brindar el autor. Lo intenté cuando menos tres veces, pero fracasé en todas las ocasiones, y en el tiempo perdido de esa manera reside una de las principales causas de mi demora. Finalmente comprendí que no podría hacerlo de esa manera. Hubiese debido recorrer toda la frondosa literatura existente en este terreno, y al final habría producido algo que no sería el libro de Marx. No me quedó otro recurso, en cierto sentido, que cortar por lo sano. limitarme a poner en el mayor orden posible lo ya existente, y agregar sólo los complementos más imprescindibles. Y así concluí en la primavera de 1893 la tarea principal consagrada a esta sección.

De los distintos capítulos, los que van del xxi al xxiv estaban elaborados en su mayor parte. Los capítulos XXV y XXVI requerían una compulsa de las citas documentales y la intercalación de material hallado en otros sitios. Los capítulos XXVII y XXIX podían reproducirse casi por completo según el manuscrito, mientras que el capítulo XXVII, en cambio, debió ser reordenado en algunos pasajes. Pero con el capítulo XXX comenzaron las verdaderas dificultades. A partir de allí había que poner en el orden correcto no sólo el material de las citas, sino también la secuencia de las ideas, interrumpida a cada instante por oraciones secundarias, digresiones, etc., y proseguida a menudo de manera totalmente incidental, en otro lugar. Así se redactó el capítulo XXX, trasponiendo pasajes y separando otros, que se utilizaron en otro sitio. El capítulo XXXI se reelaboró de manera más trabada y coherente. Pero a partir de allí sigue en el manuscrito una extensa sección intitulada “La confusión”, que consta solamente de extractos de los informes parlamentarios acerca de las crisis de 1848 y 1857, en los cuales se reúnen los testimonios de veintitrés hombres de negocios y tratadistas de economía, especialmente sobre dinero y capital, drenaje de oro, superespeculación, etc., y que por momentos se glosan brevemente y en forma humorística. En ellos se hallan representados, ora por quienes preguntan, ora por quienes responden, casi todos los puntos de vista corrientes por aquel entonces acerca de la relación entre dinero y capital, y Marx quería tratar crítica y satíricamente la “confusión” que se manifiesta en este caso acerca de lo que es dinero y capital en el mercado dinerario. Después de muchas tentativas me he convencido de la imposibilidad de confeccionar este capítulo; he empleado el material, en especial el que fuera glosado por Marx, toda vez que hallé un contexto adecuado para hacerlo.

A ello sigue, en forma bastante ordenada, lo que ubiqué en el capítulo XXXII, pero inmediatamente después un nuevo cúmulo de extractos de los informes parlamentarios acerca de todos los temas posibles tratados en esta sección, mezclados con observaciones más extensas o más breves del autor. Hacia el final, los extractos y las glosas se van centrando cada vez más sobre el movimiento de los metales dinerarios y del curso cambiario, concluyendo nuevamente con toda clase de observaciones complementarias. En cambio, las “Condiciones precapitalistas” (capítulo XXXVI) habían sido desarrolladas en forma completa.

A partir de todo este material, comenzando por la “Confusión” y en la medida en que no hubiese ubicado ya en sitios precedentes, compuse los capítulos XXXIII- XXXV. Naturalmente que no pude hacerlo sin efectuar por mi parte, extensas interpolaciones, a fin de establecer la conexión. En la medida en que estas interpolaciones no son de índole meramente formal, se hallan señaladas de manera expresa como mías. De este modo logré, por fin, incluir en el texto todas las manifestaciones del autor conectadas de alguna manera con la cuestión; no he suprimido más que una exigua parte de las citas, la cual o bien sólo repetía elementos ofrecidos en alguna otra oportunidad, o bien tocaba puntos en cuya consideración pormenorizada no se ha entrado en el manuscrito.

La sección sobre la renta de la tierra estaba desarrollada de manera mucho más completa, aun cuando no estuviese ordenada en modo alguno, cosa que surge ya del propio hecho de que Marx, en el capítulo XLIII (en el manuscrito la última parte de la sección destinada a tratar la renta) considera necesario recapitular brevemente el plan de toda la sección. Y esto era de desear para la edición, tanto más por cuanto el manuscrito comienza con el capítulo XXXVII, al cual suceden los capítulos XLV-XLVII, y sólo después de ellos vienen los capítulos XXXVIII-XLIV . El mayor trabajo lo ocasionaron los cuadros sobre la renta diferencial II, y el descubrimiento de que en el capítulo XLIII no se había examinado en absoluto el tercer caso de esta clase de renta, cuyo tratamiento correspondía dentro de su marco.

En el decenio de 1870, Marx efectuó estudios especiales enteramente nuevos para esta sección dedicada a la renta de la tierra. Había estudiado y extractado, durante años, en su idioma original, los registros estadísticos y otras publicaciones sobre la propiedad de la tierra que se tornaron inevitables luego de la “reforma” practicada en Rusia en 1861,[5] que amigos rusos pusieron a su disposición en forma tan completa como pudiera desearse, y tenía la intención de utilizarlos para reelaborar esta sección. Dada la variedad de formas tanto de la propiedad de la tierra como de la explotación de los productores agrícolas en Rusia, en la sección acerca de la renta de la tierra Rusia estaba destinada a desempeñar el mismo papel que había desempeñado Inglaterra, en el primer tomo, al tratarse el trabajo asalariado industrial. Lamentablemente a Marx le estuvo vedada la ejecución de este plan.

Por último, la sección séptima estaba escrita en forma completa, pero sólo como primer borrador, cuyos períodos interminables e intrincados había que desembrollar antes de que quedaran en condiciones de ir a la imprenta. Del último capítulo sólo existe el comienzo. En él iban a presentarse las tres grandes clases de la sociedad capitalista desarrollada — terratenientes, capitalistas, asalariados— correspondientes a las tres grandes formas del rédito — la renta de la tierra, la ganancia, el salario— y la lucha de clases necesariamente dada con la existencia de aquéllas, en cuanto resultado real y evidente del período capitalista. Marx solía reservarse esta clase de resúmenes finales para la redacción definitiva, poco antes de la impresión, cuando los acontecimientos históricos más recientes le brindaban, con regularidad jamás desmentida, las pruebas de sus desarrollos teóricos con la mayor actualidad que pudiera desearse.

Como ya ocurriera en el tomo segundo, las citas y documentos escasean mucho más que en el primero. Las citas del primer tomo Indican los números de página de la segunda y tercera ediciones. Cuando se remite en el manuscrito a manifestaciones teóricas de economistas anteriores, las más de las veces sólo se indica el nombre, mientras que el propio pasaje debía ser incorporado en la redacción final. Por supuesto que he debido dejarlo así. De los informes parlamentarios sólo se han utilizado cuatro, pero, eso sí, en forma bastante abundante. Se trata de los siguientes:

1) Reports from Committees (de la Cámara Baja), vol. VIII, Commercial Distress, vol. II, parte I, 1847-48, Minutes of Evidence. Citado como Commercial Distress, 1847-48.

2) Secret Committee of the House of Lords on Commercial Distress 1847, Report printed 1848, Evidence printed 1857 [informe impreso en 1848, declaraciones testimoniales impresas en 1857] (por habérselas considerado demasiado comprometedoras en 1848). Citado como C.D., 1848-1857.

3) Report: Bank Acts, 1857. Ídem, 1858. Informes de la comisión de la Cámara de los Comunes acerca de
los efectos de las leyes bancarias de 1844 y 1845, con declaraciones testimoniales. Citado como B.A. (a veces también B.C.), 1857 o en su caso 1858.

En lo que respecta al cuarto tomo —la historia de la teoría del plusvalor—, encararé esa tarea apenas me sea posible de alguna manera.[6]

En el prólogo al tomo segundo de El capital debí entendérmelas con ciertos señores que en aquella ocasión lanzaron gran clamor porque creían haber encontrado “en Rodbertus la fuente secreta de Marx y un predecesor que lo supera”. Les ofrecí la ocasión de mostrar “cuál puede ser la contribución de la economía de Rodbertus”; les insté a demostrar “cómo, no sólo sin infringir la ley del valor, sino, por el contrario, sobre la base de la misma, puede y debe formarse una tasa media igual de la ganancia”. Esos mismos señores, que en aquella ocasión, por motivos subjetivos u objetivos, pero por regla general de cualquier otra índole que científicos, proclamaban al buen Rodbertus como un astro económico de primerísima magnitud, han quedado debiéndome la respuesta, sin excepciones. En cambio hay otra gente que ha considerado que valía la pena ocuparse de este problema.

En su crítica del segundo tomo (Conrads Jahrbiicher, xi, 5, 1885, pp. 452-465), el profesor Wilhelm Lexis encara el problema, aun cuando no quiere darle una solución directa. Dice lo siguiente: “La solución de esa contradicción” (entre la ley del valor de Ricardo-Marx y la tasa media uniforme de la ganancia) “resulta imposible si se consideran aisladamente las diversas variedades de mercancías, y si su valor ha de ser igual a su valor de cambio, y éste a su vez igual o proporcional a su precio”. Según él, tal solución sólo es posible si “se abandona la medición del valor según el trabajo para los diversos tipos de mercancías, y sólo se tiene en cuenta la producción de mercancías en forma global y la distribución de las mismas entre las clases globales de los capitalistas y de los obreros . . . La clase obrera sólo obtiene una parte determinada del producto global . . . La otra parte, correspondiente a los capitalistas, constituye si plusproducto en el sentido que le asigna Marx al término, y en consecuencia también. . . el plusvalor. Los miembros de la clase capitalista se distribuyen entonces ese plusvalor global, no con arreglo al número de obreros que emplean, sino en proporción a la magnitud de capital aportada por cada cual, en el cálculo de la cual entra también, como valor de capital, la tierra.” Los valores ideales de Marx, determinados por las unidades de trabajo encarnadas en las mercancías, no corresponden a los precios, pero “pueden ser considerados como punto de partida de un desplazamiento que conduce hacia los precios reales. Estos últimos están condicionados por la circunstancia de que capitales de igual magnitud reclaman ganancias de igual monto”. De esa manera, algunos capitalistas obtendrán por sus mercancías precios más elevados que sus valores ideales, y otros obtendrán por ellas precios más bajos. “Pero puesto que las pérdidas y los incrementos en materia de plusvalor se anulan recíprocamente dentro de la clase capitalista, la magnitud global del plusvalor es la misma que si todos los precios de los valores ideales' de las mercancías fuesen proporcionales.”

Como se ve, aquí el problema no se resuelve ni remotamente, pero en general se halla planteado con corrección, aunque de una manera laxa y superficializante. Y, de hecho, esto es más de lo que debemos esperar de alguien que, como el autor, se presenta con cierto orgullo como “economista vulgar”; es totalmente sorprendente cuando se lo compara con las contribuciones de otros economistas vulgares, que trataremos más adelante. A no dudarlo, la economía vulgar del autor es de cuño propio. Sostiene que desde luego, se puede deducir la ganancia del capital a la manera de Marx, pero que nada obliga a adoptar esta concepción. Por el contrario. Según él, la economía vulgar tendría una explicación más plausible, cuando menos: “Los vendedores capitalistas — el productor de materias primas, el fabricante, el comerciante mayorista y el comerciante minorista— obtienen ganancias en sus negocios al vender cada cual más caro de lo que compra, es decir elevando en cierto porcentaje el precio de costo de su mercancía. Sólo el obrero no está en condiciones de aplicar un adicional de valor semejante, ya que en virtud de su situación desfavorable frente al capitalista se ve en la necesidad de vender su trabajo por el precio que le cuesta a él mismo, es decir per los medios imprescindibles para su subsistencia . . . De esta manera, estos recargos de precios conservan plena significación frente a los asalariados que compran, y provocan la transferencia de una parte del valor del producto global a la clase de los capitalistas.”

Ahora bien, no se requiere un gran esfuerzo intelectual para comprender que esta explicación “económico-vulgar” de la ganancia del capital desemboca, prácticamente, en los mismos resultados que la teoría marxiana del plusvalor; que los obreros, conforme a la concepción de Lexis, se encuentran exactamente en la misma “situación desfavorable” que en Marx; que son, exactamente de la misma manera, los estafados, ya que cualquier no-trabajador puede vender por encima del precio, mientras que el obrero no puede hacerlo; y que, basándose en esta teoría, es posible estructurar un socialismo vulgar cuando menos tan plausible como el que se ha estructurado aquí, en Inglaterra, sobre la base de la teoría del valor de uso y de la utilidad límite[7] de Jevons y Menger. Es más, inclusive sospecho que si el señor George Bernard Shaw llegase a conocer esta teoría de la ganancia, sería capaz de aferrarse a ella con ambas manos, despedir a Jevons y Karl Menger y edificar de nuevo sobre esta piedra la Iglesia Fabiana del porvenir.[8]

Pero, en realidad, esta teoría no es sino una perífrasis de la de Marx. ¿De dónde se obtienen, si no, los recursos necesarios para cubrir todos los recargos de precios? Del “producto global” de los obreros. Más exactamente, por el hecho de que la mercancía “trabajo” o, como dice Marx, fuerza de trabajo, debe venderse por debajo de su precio. Pues si es propiedad común a todas las mercancías la de ser vendidas a mayor precio que su costo de producción, pero exceptuándose de ello únicamente el trabajo, el cual siempre se vende sólo a los costos de producción, entonces se lo vende por debajo del precio que constituye la regla en este mundo de la economía vulgar. La ganancia extraordinaria que como consecuencia le corresponde al capitalista, o en su caso a la clase de los capitalistas, consiste precisamente en eso, y en última instancia sólo puede producirse por el hecho de que el obrero, luego de reproducir lo que repone el precio de su trabajo, debe producir aún otro producto por el que no se le paga: el plusproducto, el producto del trabajo impago, el plusvalor. Lexis es un hombre extremadamente prudente en la elección de sus términos. En ningún momento dice lisa y llanamente que la concepción anterior es la suya; pero si lo es, está claro como la luz del día que no tenemos que habérnoslas aquí con uno de aquellos economistas vulgares de uso corriente, de quienes él mismo dice que cada uno de ellos, a los ojos de Marx “sólo es un imbécil sin remisión, en el mejor de los casos”, sino con un marxista disfrazado de economista vulgar. El que ese disfraz se haya producido de una manera consciente o inconsciente, es un problema sicológico que no nos interesa aquí. Quien pretenda averiguarlo, acaso también investigue cómo ha sido posible que, en un momento dado, un hombre tan inteligente como lo es indudablemente Lexis, haya podido defender siquiera una estupidez tal como el bimetalismo.[9]

El primero que intentó responder realmente a la cuestión fue el doctor Conrad Schmidt, en Die Durchschnittsprofitrate auf Grundlage des Marx’schen Werthgesetz.es, Dietz, Stuttgart, 1889. Schmidt intenta armonizar los detalles de la formación del precio de mercado tanto con la ley del valor como con la tasa media de ganancia. El capitalista industrial recibe en su producto, en primer lugar, la reposición de su capital adelantado, y en segundo término un plusproducto, por el que nada ha pagado. Pero para obtener este plusproducto, debe adelantar su capital en la producción; es decir, debe emplear determinada cantidad de trabajo objetivado para poder apropiarse de ese plusproducto. Por lo tanto, para el capitalista este su capital adelantado es la cantidad de trabajo objetivado socialmente necesario para procurarle ese plusproducto. Otro tanto vale para cualquier otro capitalista industrial. Dado que los productos se intercambian recíprocamente conforme a la ley del valor, en proporción al trabajo socialmente necesario para su producción, y puesto que para el capitalista el trabajo necesario para la elaboración de su plusproducto no es sino el trabajo pretérito acumulado en su capital, se deduce que los plusproductos se intercambian con arreglo a la relación entre los capitales requeridos para su producción, pero no con arreglo al trabajo efectivamente encarnado en ellos. La parte que recae en cada unidad de capital es, por lo tanto, igual a la suma de todos los plusvalores producidos, dividida por la suma de los capitales empleados para ello. Conforme a esto, capitales iguales arrojan, en lapsos iguales, ganancias iguales, y ello se logra adicionando el precio de costo del plusproducto así calculado, es decir la ganancia media, al precio de costo del producto pagado, y vendiendo a este precio incrementado ambas cosas: el producto pagado y el impago. La tasa media de la ganancia está establecida pese a que, como piensa Schmidt, los precios medios de las distintas mercancías individuales se determinan según la ley del valor.

La construcción es ingeniosísima, efectuada en forma total con arreglo al modelo hegueliano, pero comparte con la mayor parte de las construcciones heguelianas el no ser correcta. No hay diferencia alguna entre plusproducto y producto pagado: si la ley del valor también ha de valer directamente para los precios medios, ambos deberán venderse en proporción al trabajo socialmente necesario para su elaboración y consumido en la misma. La ley del valor se orienta de antemano contra el punto de vista, heredado del modo de pensar capitalista, que considera que el trabajo pretérito acumulado, en el cual consiste el capital, no es sólo una suma determinada de valor ya acabado, sino que, por ser un factor de la producción y de la formación de ganancia, también es creador de valor, es decir que es fuente de más valor del que él mismo posee; la ley establece que sólo el trabajo vivo goza de ese atributo. Se sabe que los capitalistas esperan ganancias iguales en proporción a la magnitud de sus capitales, es decir que consideran a su adelanto de capital como una especie de precio de costo de su ganancia. Pero cuando Schmidt emplea esta idea para, por su intermedio, compatibilizar los precios calculados con arreglo a la tasa media de ganancia con la ley del valor, deroga la propia ley del valor al incorporar a dicha ley una idea que la contradice en forma total, en carácter de factor codeterminante.

Una de dos: o el trabajo acumulado crea valor conjuntamente con el trabajo vivo. En tal caso no tiene vigencia la ley del valor.

O, por el contrario, no crea valor. En este otro caso, la argumentación de Schmidt resulta incompatible con la ley del valor.

 

 

 

 

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