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I. ALEMANIA EN VÍSPERAS DE LA REVOLUCIÓN [1]

 

El primer acto del drama revolucionario desplegado en el continente europeo ha terminado. Los «poderes que fueron» antes del huracán de 1848 han recuperado su estado de «poderes que son», y los gobernantes más o menos populares por un día, los gobernadores provisionales, los triunviros y los dictadores con toda la caterva de diputados, apoderados civiles, delegados militares, prefectos, jueces, generales, jefes, oficiales y soldados han sido arrojados a la otra orilla, «exilados allende el mar», a Inglaterra o América para formar allí nuevos gobiernos «in partibus infidelium»[2], comités europeos, comités centrales, comités nacionales y anunciar su advenimiento con edictos tan solemnes como las de cualesquiera potentados menos imaginarios. 

No es posible figurarse una derrota tan grande como la sufrida por el partido revolucionario, mejor dicho, por los partidos revolucionarios del continente en todos los puntos de la línea de batalla. ¿Y qué? ¿No duraron cuarenta y ocho años la lucha de las clases medias inglesas y cuarenta años las batallas sin par de las clases medias francesas por la supremacía social y política? ¿Y no tuvieron el triunfo más cerca que en ninguna otra ocasión en el preciso momento en que la monarquía restaurada se creía más sólida que nunca? Han pasado hace ya mucho los tiempos de la superstición que atribuía las revoluciones a la malevolencia de un puñado de agitadores. En nuestros días todo el mundo sabe que dondequiera que hay una conmoción revolucionaria, tiene que estar motivada por alguna demanda social que las instituciones caducas impiden satisfacer. Esta demanda puede no dejarse aún sentir con tanta fuerza ni ser tan general como para asegurar el éxito inmediato; pero cada conato de represión violenta no hace sino acrecentarla y robustecerla hasta que rompe sus cadenas. Por tanto, si hemos sido derrotados, no podemos hacer nada más que volver a empezar desde el comienzo. Y, por fortuna, la tregua, probablemente muy breve, que tenemos concedida entre el fin del primer acto y el principio del segundo acto del movimiento, nos brinda el tiempo preciso para realizar una labor de imperiosa necesidad: estudiar las causas que hicieron ineludibles tanto el reciente estallido revolucionario como la derrota de la revolución, causas que no deben buscarse ni en los móviles accidentales, ni en los méritos, ni en las faltas, ni en los errores o traiciones de algunos dirigentes, sino en todo el régimen social y en las condiciones de existencia de cada país afectado por la conmoción. Que los movimientos imprevistos de febrero y marzo de 1848 no fueron promovidos por individuos sueltos, sino manifestaciones espontáneas e incontenibles de las demandas y necesidades nacionales, entendidas con mayor o menor claridad, pero vivamente sentidas por numerosas clases en cada país, es un hecho reconocido en todas partes. Pero cuando se indagan las causas de los éxitos de la contrarrevolución, se ve por doquier la respuesta preparada de que fue por la «traición» del señor Fulano de Tal o del ciudadano Mengano de Cual al pueblo. Respuesta que, según las circunstancias, puede estar o no muy en lo cierto, pero en modo alguno explica nada, ni tan siquiera muestra cómo pudo ocurrir que el «pueblo» se dejara traicionar de esa manera. Por lo demás, es muy pobre el porvenir de un partido político pertrechado con el conocimiento del solo hecho de que el ciudadano Fulano de Tal no es merecedor de confianza. 

El análisis y la exposición de las causas tanto de la conmoción revolucionaria como de la derrota de la revolución revisten, además, una importancia excepcional desde el punto de vista de la historia. Todas esas pequeñas discordias y recriminaciones personales, todos esos asertos contradictorios de que fue Marrast, o Ledru-Rollin, o Luis Blanc, o cualquier otro miembro del Gobierno Provisional, o el gabinete entero quien llevó la revolución hacia los escollos que la hicieron naufragar ¿qué interés pueden tener ni qué luz pueden proyectar para los americanos o los ingleses que han observado todos esos movimientos desde una distancia demasiado grande para poder distinguir algún detalle de las operaciones? Nadie que esté en sus cabales creerá jamás que once personas[3], en su mayoría de capacidad más que mediocre tanto para hacer el bien como el mal, hayan podido hundir en tres meses a una nación de treinta y seis millones de habitantes, a menos que estos treinta y seis millones conocieran tan mal como estas once personas el rumbo que debían seguir. Pero de lo que precisamente se trata es de cómo podo ocurrir que estos treinta y seis millones fueran llamados de pronto a decidir qué rumbo tomar, pese a que, en parte, avanzaban a tientas en las tinieblas, y de cómo ellos se perdieron luego y permitieron a sus viejos líderes volver por algún tiempo a los puestos de dirección. 

Así pues, si bien intentamos explicar a los lectores de "The Tribune"[4] las causas que no sólo hicieron necesaria la revolución alemana de 1848, sino también inevitable su derrota temporal en 1849 y 1850, no se espere de nosotros una descripción completa de los sucesos tal y como sobrevinieron en el país. Los acontecimientos posteriores y el fallo de las generaciones venideras decidirán qué hechos de ese confuso cúmulo, aparentemente casuales, incoherentes e incongruentes, entrarán en la historia universal. Aún no ha llegado el momento de resolver este problema. Debemos constreñirnos a los límites de lo posible y sentirnos satisfechos si podemos encontrar las causas racionales basadas en hechos innegables que expliquen las vicisitudes principales de ese movimiento y nos den la clave de la dirección que el próximo y quizás no muy lejano estallido imprimirá al pueblo alemán. 

Pues bien, ante todo, ¿qué situación había en Alemania cuando estalló la revolución? 

La composición de las diferentes clases del pueblo que constituyen la base de toda organización política era en Alemania más complicada que en cualquier otro país. Mientras que en Inglaterra y en Francia el feudalismo había sido totalmente destruido o, al menos, reducido, como en Inglaterra, a unos pocos vestigios insignificantes, por la poderosa y rica clase media, concentrada en grandes ciudades, sobre todo en la capital, la nobleza feudal de Alemania conservaba gran parte de sus viejos privilegios. El sistema feudal de posesión de la tierra era el que prevalecía casi por doquier. Los terratenientes seguían conservando incluso la jurisdicción sobre sus arrendatarios. Privados de sus privilegios políticos, del derecho de exigir cuentas a los soberanos, conservaban casi íntegra su potestad medieval sobre los campesinos de sus tierras solariegas, así como su exención del pago de las contribuciones. El feudalismo prosperaba más en unos lugares que en otros, pero en ninguno fue destruido por entero excepto en la orilla izquierda del Rin. Esta nobleza feudal, numerosísima y, en parte, riquísima, estaba considerada oficialmente el primer «estamento» del país. Nutría de altos funcionarios el Gobierno y casi totalmente de jefes y oficiales el ejército. 

La burguesía de Alemania estaba muy lejos de ser tan rica y estar tan concentrada como la de Francia o Inglaterra. Las viejas manufacturas de Alemania fueron destruidas por el empleo del vapor y por la supremacía, en rápida expansión, de las manufacturas inglesas; las otras manufacturas, más modernas, fundadas bajo el sistema continental de Napoleón[5] en otras regiones del país, no compensaban la pérdida de las viejas ni eran suficientes para proporcionar a la industria una influencia tan poderosa que forzase a los gobiernos a satisfacer sus demandas, con tanto mayor motivo que estos gobiernos miraban con recelo todo aumento de la riqueza y el poder de los que no procedían de la nobleza.

Si bien es cierto que Francia había mantenido venturosamente sus manufacturas sederas a través de cincuenta años de revoluciones y guerras, no lo es menos que Alemania, en el mismo período, perdió todas sus viejas tejedurías de lino. Además, los distritos manufactureros eran pocos y estaban alejados unos de otros. Situados en el interior del país, utilizaban en la mayoría de los casos para su exportación e importación puertos extranjeros, holandeses o belgas, de manera que tenían pocos o ningunos intereses comunes con las grandes ciudades portuarias del mar del Norte o Báltico; eran sobre todo, incapaces de constituir grandes centros industriales y comerciales como París, Lyon, Londres y Manchester. Las causas de ese atraso de las manufacturas alemanas eran muchas, pero basta con mencionar dos para explicarlo: la desventajosa situación geográfica del país, alejado del Atlántico, que se había convertido en la gran ruta del comercio mundial, y las continuas guerras en que Alemania se veía envuelta y han tenido por teatro su territorio desde el siglo XVI hasta nuestros días. La escasez numérica y, particularmente, la falta de concentración alguna es lo que ha impedido a las clases medias alemanas alcanzar la supremacía política que la burguesía inglesa viene gozando desde 1688 y que la francesa conquistó en 1789. No obstante, la riqueza, y con ella la importancia política de la clase media de Alemania, ha venido aumentando constantemente a partir de 1815. Los gobiernos, si bien muy a pesar suyo, se han visto obligados a tener en cuenta los intereses materiales, al menos los más inmediatos, de la burguesía. Se puede incluso afirmar a ciencia cierta que cada partícula de influencia política otorgada a la burguesía por las constituciones de los pequeños Estados luego arrebatada durante los dos períodos de reacción política que mediaron entre 1815 y 1830 y entre 1832 y 1840 era compensada con la concesión de alguna ventaja más práctica. Cada derrota política de la clase media reportaba luego una victoria en el campo de la legislación comercial. Y, por cierto, la tarifa proteccionista prusiana de 1818[6] y la formación de la Zollverein dieron mucho más a los comerciantes y manufactureros de Alemania que el dudoso derecho de expresar en las cámaras de algún diminuto ducado su desconfianza de los ministros que se reían de sus votos. Así, pues, con el aumento de la riqueza y la extensión del comercio, la burguesía alcanzó pronto el nivel en que el desarrollo de sus intereses más importantes se veía frenado por el régimen político del país, por su división casual entre treinta y seis príncipes con apetencias y caprichos opuestos; por las trabas feudales que atenazaban la agricultura y el comercio relacionado con ella; y por la fastidiosa supervisión a que la burocracia, ignorante y presuntuosa, sometía todas las transacciones. Al propio tiempo, la extensión y consolidación de la Zollverein,[7] la introducción general del transporte a vapor y el aumento de la competencia en el comercio interior unieron más a las clases comerciantes de los distintos Estados y provincias, igualaron sus intereses y centralizaron su fuerza. La consecuencia natural fue el paso en masa de todos ellos al campo de la oposición liberal y la victoria en la primera batalla seria de la clase media alemana por el poder político. Este cambio puede datarse desde 1840, cuando la burguesía de Prusia asumió la dirección del movimiento de la clase media alemana. En adelante volveremos a tratar de este movimiento de la oposición liberal de 1840-1847. 

Las grandes masas de la nación, que no pertenecían ni a la nobleza ni a la burguesía, constaban, en las ciudades, de la clase de los pequeños artesanos y comerciantes, y de los obreros, y en el campo, de los campesinos. 

La clase de los pequeños artesanos y comerciantes es numerosísima en Alemania debido al escaso desarrollo que los grandes capitalistas e industriales han tenido como clase en este país. En las mayores ciudades constituye casi la mayoría de la población, y en las pequeñas predomina totalmente debido a la ausencia de competidores ricos que se disputen la influencia. Esta clase, una de las más importantes en todo organismo político moderno y en toda moderna revolución, es más importante aún en Alemania, donde ha desempeñado generalmente la parte decisiva en las recientes luchas. Su posición intermedia entre la clase de los capitalistas, comerciantes e industriales, más grandes, y el proletariado, u obreros fabriles, es la que determina su carácter. Aspira a alcanzar la posición de la primera, pero el mínimo cambio desfavorable de la fortuna hace descender a los de esta clase a las filas de la última. En los países monárquicos y feudales, la clase de los pequeños artesanos y comerciantes necesita para su existencia los pedidos de la corte y la aristocracia; la pérdida de estos pedidos puede arruinarlos en gran parte. En las ciudades pequeñas son la guarnición militar, la diputación provincial y la Audiencia con la caterva que arrastran los que forman muy a menudo la base de su prosperidad; si se retira todo esto, los tenderos, los sastres, los zapateros y los carpinteros vendrán a menos. Así pues, están siempre oscilando entre la esperanza de entrar en las filas de la clase más rica y el miedo de verse reducidos al estado de proletarios o incluso de mendigos; entre la esperanza de asegurar sus intereses, conquistando una participación en los asuntos públicos, y el temor de provocar con su inoportuna oposición la ira del gobierno, del que depende su propia existencia, ya que está en la mano de él quitarle sus mejores clientes; posee muy pocos medios, y la inseguridad de su posesión es inversamente proporcional a la magnitud de los mismos; por todo lo dicho, esta clase vacila mucho en sus opiniones. Humilde y lacayuna ante los poderosos señores feudales o el gobierno monárquico, se pasa al lado del liberalismo cuando la clase media está en ascenso; tiene accesos de virulenta democracia tan pronto como la clase media se ha asegurado su propia supremacía, pero cae en la más abyecta cobardía tan pronto como la clase que está por debajo de ésta, la de los proletarios, intenta un movimiento independiente. A lo largo de nuestra exposición veremos cómo en Alemania esta clase ha pasado alternativamente de uno de estos estados a otro. 

La clase obrera de Alemania ha quedado atrasada en su desarrollo social y político con respecto la clase obrera de Inglaterra y Francia en la misma medida en que la burguesía alemana se ha quedado rezagada de la burguesía de estos países. El criado es como el amo. La evolución en las condiciones de existencia de una clase proletaria numerosa, fuerte, concentrada e inteligente va de la mano del desarrollo de las condiciones de existencia de una clase media numerosa, rica, concentrada y poderosa. E1 movimiento obrero por sí mismo jamás es independiente, jamás lo es de un carácter exclusivamente proletario a menos que todas las fracciones diferentes de la clase media y, particularmente, su fracción más progresiva, la de los grandes fabricantes, haya conquistado el poder político y rehecho el Estado según sus demandas. Entonces se hace inevitable el conflicto entre el patrono y el obrero y ya no es posible aplazarlo más; entonces no se puede seguir entreteniendo a los obreros con esperanzas ilusorias y promesas que jamás se han de cumplir; el gran problema del siglo XIX, la abolición del proletariado, es al fin planteado con toda claridad. Ahora, en Alemania, la mayoría de la clase obrera tiene trabajo, pero no en las fábricas de los magnates de tipo contemporáneo, representados en Gran Bretaña por especies tan espléndidas, sino por pequeños artesanos que tienen por todo sistema de producción meros vestigios de la Edad Media. Y lo mismo que existe una gran diferencia entre el gran señor del algodón, por una parte, y el pequeño zapatero o sastre, por otra, hay la misma distancia entre el obrero fabril despierto e inteligente de las modernas Babilonias industriales y el corto oficial de sastre o ebanista de una pequeña ciudad provincial en la que las condiciones de vida y el carácter del trabajo han sufrido sólo un ligero cambio en comparación con lo que eran cinco siglos antes para la gente de esta categoría. Esta ausencia general de condiciones modernas de vida y de modernos tipos de producción industrial iba acompañada naturalmente por una ausencia casi tan general de ideas contemporáneas; por eso no tiene nada de extraño que, al comienzo de la revolución, gran parte de los obreros reclamara inmediatamente el restablecimiento de los gremios y de las privilegiadas industrias de oficios medievales. Y aun así, merced a la influencia de los distritos manufactureros, en los que predominaba el moderno sistema de producción y, en consecuencia, de las facilidades de intercomunicación y desarrollo mental brindadas por la vida errante de gran número de obreros, entre ellos se formó un gran núcleo cuyas ideas sobre la liberación de su clase se distinguían por una claridad incomparablemente mayor y más acorde con los hechos existentes y necesidades históricas; pero eran sólo una minoría. Si el movimiento activo de la clase media puede datarse desde 1840, el de la clase obrera comienza por las insurrecciones de los obreros fabriles de Silesia y Bohemia en 1844[8] y no tardaremos en tener ocasión de pasar revista a las diferentes fases por las que ha pasado este movimiento. 

 

[1] En el trabajo de Engels Revolución y contrarrevolución en Alemania se hace el resumen de la revolución de 1848 y 1849 en Alemania y, desde las posiciones del materialismo histórico, se ofrece un profundo análisis de sus premisas, etapas fundamentales de su desarrollo y posiciones de las diversas clases y partidos. En él se despliegan los principios tácticos de la lucha revolucionaria del proletariado y están echadas las bases de la doctrina marxista de la insurrección armada.

La serie de artículos Revolución y contrarrevolución en Alemania se imprimió en el New-York Daily Tribune de 1851 a 1852 y fue escrita por Engels a petición de Marx, ocupado por entonces en hacer investigaciones económicas. Se publicó en el Tribune con la firma de Marx, que era el correspondiente oficial del periódico; hasta 1913, y eso con motivo de la publicación de la correspondencia entre Marx y Engels, no se supo que este trabajo lo había escrito Engels.

[2] In partibus infidelium (literalmente: «en el país de los infieles»): adición al título de los obispos católicos destinados a cargos puramente nominales en países no cristianos. Esta expresión la empleaban a menudo Marx y Engels, aplicada a diversos gobiernos emigrados que se habían formado en el extranjero sin tener en cuenta alguna la situación real del país.

[3] Los miembros del Gobierno Provisional francés. (N. E.)


The Tribune: título abreviado del periódico progresista burgués The New York Daily Tribune (Tribuna Diaria de Nueva York), que apareció de 1841 a 1924. Marx y Engels colaboraron en él desde agosto de 1851 hasta marzo de 1862

[5] El sistema continental, o bloqueo continental: prohibición, declarada en 1806 por Napoleón I para los países del continente europeo de comerciar con Inglaterra. El bloqueo continental cayó después de la derrota de Napoleón en Rusia.

[6] La tarifa proteccionista de 1818: abolición de los aranceles internos en el territorio de Prusia.


[7] Zollverein. (La Liga aduanera), fundada en 1834 bajo los auspicios de Prusia, agrupaba a casi todos los Estados alemanes; una vez establecida una frontera aduanera común, contribuyó en lo sucesivo a la unión política de Alemania.

[8] La insurrección de los tejedores de Silesia; del 4 al 6 de junio de 1844, primera gran lucha de clase del proletariado y la burguesía de Alemania, y la insurrección de los obreros checos en la segunda mitad de junio de 1844 fueron aplastadas sin piedad por las tropas gubernamentales.

 

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