PRIMERA PARTE

 

I. La década del treinta y la sublevación militar fascista

 

La década de los años treinta es la más importante en la historia contemporánea.

Los grandes acontecimientos se inician con la derrota de la monarquía borbónica y el nacimiento de la II República, y continúan con la insurrección de octubre de 1934 en Asturias; el ensayo filofascista desde posiciones legales en el período conocido por el «bienio negro»; el clamoroso triunfo del Frente Popular, y la imposición de la guerra al pueblo español por la sublevación militar que, a causa de la abierta e insolente participación de las potencias del eje fascista, se convierte en una gran guerra de carácter nacional-revolucionario.

En esta década, preñada de múltiples y ricas experiencias, enseñanza permanente para la lucha, sobresale el papel jugado por la clase obrera. Su participación en la insurrección de octubre fue decisiva. Por primera vez la clase obrera doblega a las clases explotadoras y se adueña del poder en Asturias, confirmando su papel como dirigente de la revolución democrática. Octubre es la batalla histórica más importante que el proletariado ha librado en España; política e ideológicamente; táctica y estratégicamente...

El papel dirigente de la clase obrera queda como cuestión permanente y vital para el desarrollo revolucionario en España.

Un partido, aún con pocos años de actuación, inspirado en la Gran Revolución Socialista de Octubre, en las inmortales enseñanzas de Lenin, hace acto de presencia en el escenario político español: el Partido Comunista. A él le corresponderá mantener y robustecer, ideológica y políticamente, el papel dirigente de la clase obrera, convirtiéndose en su destacamento de vanguardia. Así lo prueba en la sangrienta guerra que habían de desatar las fuerzas fascistas de dentro y fuera del país para imponer a España la dictadura terrorista del gran capital financiero, con la pérdida de su soberanía nacional.

Consciente de que la prueba a que se enfrentaba comprendía al gran conjunto de la clase obrera, de los campesinos y de todo el pueblo, el Partido dedicó lo mejor de sus fuerzas a forjar el arma de la unidad de acción con el Partido Socialista, con todas las organizaciones sindicales y obreras.

Y así llegamos al 18 de julio,[1]día en que comienza la gloriosa resistencia de nuestro pueblo que habría de asombrar al mundo.

No quisimos esa guerra. Siempre consideramos que podría ser evitada. Pero para ello era absolutamente necesario que el Gobierno, surgido de la victoria del Frente Popular, cumpliese los compromisos establecidos en el tímido programa del mismo (muy distinto, por cierto, al que propusiera inicialmente el PSOE y más aún del presentado por el PCE). Cumplir con esos compromisos significaba no sólo proclamar que la Ley Constitucional estaba de nuevo en vigor, sino la adopción de medidas que garantizasen la realidad de la vigencia constitucional. Y una de ellas era hacer respetar las leyes y el orden republicano por todos los medios: lo que exigía, en primerísimo lugar, la democratización del Ejército, dentro del cual los jefes más reaccionarios habían empezado a conspirar ya contra la República aún antes del triunfo del Frente Popular.

Lejos de obrar así, en defensa de la República, los gobiernos del Frente Popular practicaron una funesta política de equilibrio: querían ser el fiel de la balanza de la reacción y la democracia. En el fondo temían más a los «desmanes» de las masas populares que a la reacción misma. Un ejemplo: cuando estalla la sublevación militar los burgaleses se concentran frente al edificio del Gobierno civil exigiendo armas... Sale el gobernador al balcón y asustado contempla a la muchedumbre y grita: «¡Pero si esto es la revolución!» El pueblo dispuesto a defender la República había producido en él un estremecimiento mayor que la sublevación fascista... Y los fascistas lo fusilaron... Otro ejemplo: en Asturias tuvimos un buen gobernador, Rafael Bosque. Era un demócrata de cuerpo entero que se rebeló contra las posiciones subversivas de Calvo Sotelo, que desde el Parlamento llamaba a los militares a levantarse contra el Gobierno republicano. Esto le costó el cargo a Bosque, a pesar de que hubo protesta obrera y popular en Asturias. Una concesión más del Gobierno a la reacción tratando de amansarla; pero los resultados fueron tan funestos como la política de apaciguamiento del nazismo que siguieron los gobiernos de Inglaterra y Francia. Las concesiones estimulaban a la reacción en sus criminales maquinaciones contra la República.

Un ejemplo más: en tierras castellanas pude comprobar los descalabros producidos por esa política de contemporización con las derechas. Era el 1 de mayo de 1936. Anteriormente, el Comité Central del Partido acordó que yo hablara en su nombre en algunos mítines de la provincia de Palencia. En efecto, intervine en Baltanás, con los esposos Otero, maestros socialistas.[2]Y en Villaviudas. Y en la capital palentina. Me emocionaron los campesinos de Baltanás, dirigidos por un excelente alcalde comunista, Santiago Rodríguez. ¡Qué entusiasmo! ¡Qué desfile de las milicias! ¡Con qué avidez escuchaban a los oradores! ¡Qué felices nos sentíamos! cuando, en una hermosa manifestación de la fuerza real de la alianza obrera y campesina, nos ofrecían a los representantes de los dos partidos las frutas y el vino producto de su trabajo. Eso era lo bueno que empezaba a penetrar tierra adentro... Pero al día siguiente nos informaron de lo que había ocurrido en la provincia: terratenientes, caciques y la guardia civil —acabada estampa feudal en el primer tercio del siglo XX— habían campado por su respeto en casi todas partes: impidiendo la celebración del Día del Trabajo, apaleando y encarcelando a campesinos, asesinando a alguno de sus dirigentes... ¿Reacción de las autoridades? Eso no estaba programado en un Gobierno que perseguía el objetivo inalcanzable de «la paz social», la idílica colaboración de clases, la convivencia con el fascismo...

Esa misma política fue la que determinó que los altos mandos militares de Asturias, colocados allí por el «bienio negro» después de octubre del 34, quedaran en sus puestos. Ejemplo relevante: Aranda, comandante militar de la provincia. El coronel Pinilla, al mando del «Simancas», regimiento creado después del 34 y que conservó también el Gobierno republicano. El coronel Franco, en la fábrica de cañones de Trubia... Así se hundió a la República, desde el Gobierno mismo, en la más completa indefensión.

Casares Quiroga fue el abanderado de esa política de capitulación ante los conspiradores fascistas. Y con tanto celo la defendió que cuando éstos iniciaron el levantamiento le negó las armas al pueblo... Hasta que el pueblo mismo las tomó —Asturias entre otros ejemplos— y forjó la gran epopeya libertadora.

El levantamiento militar, aún con el apoyo del eje nazifascista, hubiera fracasado desde el primer momento si el Gobierno del Frente Popular, como acabamos de señalar, no hubiera incurrido en gravísimos errores, que a veces no parecían tales, sino una táctica bien calculada para impedir avance más profundo de las fuerzas populares: tal es el caso de la no depuración del ejército de los mandos reaccionarios, tan reiterada y tesoneramente reclamada por nuestro Partido.

Los altos mandos de los ejércitos obedecen, en general, a la clase de que proceden y a la que siempre están dispuestos a servir: a la clase dominante; a la oligarquía financiera y terrateniente en España. Y si hay honrosas excepciones, éstas no hacen más que probar la regla. Y si también, en determinados casos, cambian de opinión algunos mandos, ello obedece siempre a la presión incontenible de la lucha de las masas populares.

Perder de vista este concepto de clase, el más fuerte desde que las clases antagónicas existen, es no saber el abc del marxismo, es desconocer las grandes experiencias internacionales, particularmente a partir de la Gran Revolución de Octubre en Rusia. Y aunque esto sí lo sabíamos los comunistas, y de ahí nuestra actitud intransigente por la democratización del ejército, no es menos cierto que los Indalecio Prieto o no lo sabían o preferían fingir ignorancia. De todas formas eso es, desgraciada e inevitablemente, el oportunismo. ¿Cómo es posible justificar, si no, que en El Socialista (2 de mayo de 1936) Prieto afirme, refiriéndose a Franco: «Acepto íntegramente su declaración de apartamiento de la política»? Otro ejemplo sangrante: lo ocurrido en Oviedo el domingo día 19 de julio de 1936.

Allí, en el Gobierno civil, con el gobernador, Liarte Lausín, estábamos los representantes de los partidos del Frente Popular: Amador Fernández, máxima representación del prietismo en Asturias; Ramón González Peña, Graciano Antuña, Inocencio Burgos, del Partido Socialista Obrero Español; Juan José Manso, diputado por el Partido Comunista de España; Juan Ambóu, por el Comité Provincial del mismo; José Maldonado, por los republicanos (Izquierda republicana). También estaban Avelino González Mallada y Avelino Entrialgo, por la Confederación Nacional del Trabajo (CNT). Los conocidos médicos Carlos Martínez y Laredo. Y Lapresa, jefe de la guardia civil.

El deber ineludible y urgente de las fuerzas del Frente Popular era derrotar en Asturias, y principalmente en su capital y en Gijón, a los traidores que se levantaron en armas contra el Gobierno legítimo de la República.

Ni amigos ni enemigos dudaban de la enorme significación de Asturias en la lucha del conjunto de España contra los traidores. Asturias no era un mito, no. Desde la insurrección de octubre de 1934, era un símbolo, una espada, un baluarte moral y material que reunía todas las condiciones para ser inexpugnable. La victoria sobre los facciosos en Asturias podría adquirir un carácter determinante para el combate antifascista en España entera.

El enemigo lo sabía muy bien. Por eso, fríamente, se valió de todas las artimañas y de las más grandes mentiras, así como de la torpeza cómplice de ciertos dirigentes obreros y republicanos, para impedir nuestro triunfo. Aran se conformaba —y así lo indican las maniobras militares que dirigió antes del alzamiento traidor— con forjar y mantener una táctica defensiva. Defender Oviedo y, si posible fuera, Gijón para contener maniatadas en estos dos puntos a las fuerzas leales.

Y consiguió lo primero: no tomamos Oviedo. Y hay que decirlo con rabiosa sinceridad: si Aranda no fue más allá, en el comienzo, se debió a que no conocía nuestra dispersión; fue, psicológicamente, por el «miedo a los mineros», pues si bien se habían cerrado débilmente los accesos a la cuenca minera, a Gijón y a Trubia, no es menos cierto que sus defensores en esos críticos momentos eran muy escasos y estaban muy mal armados.

¿Cómo pudo llegarse a esta situación tan favorable a los que tenían pocas esperanzas de salvarse? Los que decidieron, los responsables, fueron: Indalecio Prieto, los más destacados dirigentes de su Partido en Asturias y el gobernador Liarte Lausín, tan parecido a Casares Quiroga y a otros «defensores» pusilánimes de la República.

Las instrucciones transmitidas por Prieto a Amador Fernández y Ramón González Peña, a las que dieron su aprobación Avelino G. Entrialgo y Avelino González Mallada, ambos de la CNT, y la complacencia cretina del gobernador determinaron la caída de Oviedo en manos de Aranda.

Prieto reclamaba mineros para defender Madrid. Aranda, para él, era un hombre de honor, casi masón —pues se dice que había pedido el ingreso en una logia—; todo, al parecer, caería como fruta madura en manos republicanas... Sin disparar ni un solo tiro...

¿Es que el coronel Aranda no participó en la represión contra los mineros asturianos en octubre de 1934? ¿Es que no fue el escogido por la reacción gilroblista para hacerse cargo militarmente de Asturias, al frente de la Comandancia Exenta de Asturias, que gozaba de todos los privilegios: más hombres, más cuarteles, mejores armas, todo, en fin, lo necesario para mantener a raya a la indomable Asturias? ¿Por qué entonces tanta confianza en Aranda? ¿O es que se desconfiaba más de un verdadero desbordamiento popular que acabara con las vacilaciones de los que eran incapaces de defender las libertades republicanas?

Sea lo que fuere, el caso es que Aranda, coincidencia objetiva, tuvo la confianza de Prieto y de Mola al mismo tiempo.

Como es natural, Aranda reiteradamente se negó a dar armas al pueblo. No había orden del Gobierno. Tampoco Prieto lo exigía. Aranda sí acudió, sin embargo, al Gobierno civil; a inspirar confianza, a infundir tranquilidad, a manifestar su lealtad a la República.

Lo recuerdo como si fuera hoy. Llegó acompañado por su capitán de Estado Mayor, Loperena, pálido como la cera, lo que significaba la delación de lo que estaba ocurriendo, es decir: mientras Aranda permanecía en el Gobierno civil, los falangistas entraban en el cuartel de Pelayo; la guardia civil, procedente de diferentes puntos de la provincia, se concentraba en la capital, a la que llegaba con el puño en alto y gritando: «¡Viva la República!» Yo los vi por Buenavista, por la Silla del Rey... El astuto plan de Aranda triunfaba: menos mineros, más guardias civiles. Los primeros, ¡a Madrid! Los segundos, ¡a Oviedo!

Nosotros, los comunistas —y concretamente el que esto escribe—, reclamábamos a gritos la retención y la detención de Aranda y sus acompañantes hasta que no se entregaran armas al pueblo y salieran a la calle desarmados los jefes y oficiales del Regimiento de Milán. Exigíamos que no saliera de Asturias ni un solo hombre, ni un solo fusil, hasta que Oviedo no estuviera sólidamente en manos leales.

Mientras tanto nos llegaban —al Gobierno civil— noticias de todas partes, por todos los conductos, especialmente por el telefónico: se denunciaba que ya salían las tropas del Cuartel de Pelayo, los falangistas, la guardia civil... «¡Ya salieron a la calle!» «¡Ya se sublevaron!», eran los gritos de todos los que se acercaban al Gobierno civil.

«¡Mentira!», otra vez «¡mentira!», gritaba descompuesto el gobernador. «¡Bulos, bulos!...» No se me olvidará nunca esa maldita palabra... «¡Qué saben esos jovenzuelos!», proseguía, dirigiéndose a nosotros... «Prieto y el Gobierno garantizan a Aranda...» Y en eso estábamos cuando Aranda y su capitán de Estado Mayor se fueron camino de su puesto de mando —en la calle del Conde de Toreno— para seguir ordenando el exterminio de los verdaderos defensores de la República y de la patria.

***

Poco antes había cruzado durísimas palabras con Graciano Antuña, a quien conocía mejor que al resto de los compañeros dirigentes socialistas de la provincia; como emigrados políticos habíamos estado juntos en Moscú durante un año, después de octubre del 34 y como consecuencia de la insurrección. Nuestras relaciones, tanto con él como con Dutor, eran muy cordiales.

Salía del despacho del gobernador. Di un salto hacia él y se produjo un intercambio relampagueante de palabras...

—Oye, Antuña, ¿qué pasa? ¿Insisten en enviar hacia Madrid a los diez mil mineros que pide Prieto?

—Creo que sí, respondió nervioso y un tanto demudado.

—Pues mi Partido ha ordenado que ninguno de sus miembros se incorpore, porque ¿quién y con qué se asegura que Oviedo quede en manos republicanas?

—Pero, ¡qué quieres! Prieto insiste en que el coronel es leal... El general Pozas acaba de hablar con Aranda y éste jura de nuevo fidelidad...

—Fidelidad ¡a quién!, interrumpo. Porque todo su pasado y lo que ocurre en estos precisos instantes dicen lo contrario. Los que llegan de las cercanías del Cuartel de Pelayo denuncian que hay en el mismo una actividad inusitada, que han visto entrar a falangistas... Y aquí repiquetea el teléfono... Y los que llaman lo confirman... ¿Qué crees, compañero Antuña?

—Yo no creo nada, contestó evasivo... Lo único que sé es que ya Burgos partió hacia la cuenca minera con la orden de que las columnas salgan... Y Aranda está de acuerdo...

—¡Tremenda responsabilidad la vuestra! ¡Estáis, creo que inconscientemente, entregando Oviedo!

—Lo que quieras...; pero todos piensan igual, menos vosotros... Además, el comandante Ros va a repartir armas en el Cuartel de Santa Clara...

 

[1]Realmente la traición se inicia el 17, en que el general Juan Yagüe, subleva al Ejército de Marruecos.

[2]Los esposos Otero fueron asesinados con refinado salvajismo por los falangistas. Las vejaciones a que fue sometida la maestra Otero van más allá de todo lo imaginable. Igual hicieron con los campesinos de Baltanás...; así fue en toda la provincia, así en toda la parte de España que ellos dominaron.

 

 

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