INDICE

Desde la querella de Oriente hasta el final del periodo justiniano

TOMO III – HISTORIA CRIMINAL DEL CRISTIANISMO           

     Karlheinz Deschner
     Desde la querella de Oriente hasta el final del periodo justiniano

CAPÍTULO 1 — LA LUCHA POR LAS SEDES OBISPALES DEL ESTE DURANTE EL SIGLO V Y HASTA EL CONCILIO DE CALCEDONIA
     El alboroto de los monjes y el cambio de bando de Teófilo
     El Doctor de la Iglesia Jerónimo y sus socios hacen de «oficiales de verdugo» al servicio de Teófilo y contra el Doctor de la Iglesia Juan
     Sobre la humildad de un príncipe eclesiástico
     El Padre de la Iglesia Epifanio, el Sínodo «ad Quercum»: Asesinato y homicidio en el palacio del patriarca
     Hagia Sophia arrasada a fuego: El final de Juan y de los johannitas
     El patriarca Cirilo hace frente al patriarca Nestorio
     Las escuelas teológicas de Antioquia y Alejandría
     Comienza la lucha por la «Madre de Dios»
     El Concilio de Éfeso del año 431: El dogma obtenido mediante el soborno
     La «Unión» o el increíble chanchullo de la fe: La bribonada entre Cirilo y el monje Víctor
     San Cirilo como perseguidor de «herejes» e iniciador de la primera «solución final»
     Shenute de Atripe (hacia 348-466), abad de monasterio
     El santo Shenute como adalid antipagano: Robos, arrasamientos y asesinatos
     La controversia eutiquiana
     El «Latrocinio de Éfeso» del año 449
     El Concilio de Calcedonia, o sea: «Gritamos en aras de la piedad»
     El canon 28

 CAPÍTULO 2 — EL PAPA LEÓN I (440-461)   
     León predica su propia preeminencia y la humildad a los legos
     El verdadero rostro de León
     San León contra San Hilario
     El papa León atribuye al emperador la infalibilidad en cuestiones de fe, imponiéndose a sí mismo el deber de proclamar la fe profesada por el emperador
     Contrapartida: «Servicio militar en el nombre de Cristo...»
     Colaboración para el exterminio de los «herejes» al amparo de la «exaltación de la dignidad del hombre»
     León I persigue a pelagianos, maniqueos y priscilianistas, pero predica el amor a los enemigos
     León Magno da al diablo a los judíos
     La hora «estelar de la humanidad»

 CAPÍTULO 3 — LA GUERRA EN LAS IGLESIAS Y POR LAS IGLESIAS HASTA LA ÉPOCA DEL EMPERADOR JUSTINO (518)
     Oriente arde en llamas, o bien: «[...] El diablo, tú y León»
     El papa León azuza los ánimos contra los «demonios» cristianos de Oriente 
     Tampoco bajo el emperador León I deja el papa León de exigir la violencia contra «los criminales» y de rechazar cualquier negociación
     Los cristianos batallan entre sí por la fe
     El papa Hilario, el emperador Antemio y algunas farsas grotescas entre cristianos asaltantes del trono
     El papa Simplicio corteja al usurpador Basilisco y al emperador Zenón
     «Henotikon», un intento de unificación religiosa combatido por Roma, crea divisiones aún más profundas en el Imperio y la cristiandad
     Se inicia el cisma acaciano. Alta traición eclesiástica
     Teodorico conquista Italia: «¿Dónde está Dios?»
     La colaboración con la potencia «herética» de ocupación
     El emperador Anastasio y el papa Gelasio bajan a la palestra
     La teoría de los dos poderes, o el Estado como esbirro de la Iglesia
     El papa Gelasio en lucha contra la «pestilencia» de los cismáticos, «heréticos» y paganos
     Un papa pacifista no puede gozar de un largo pontificado
     El cisma laurentino con su acompañamiento de luchas callejeras y de batallas en las iglesias
     Las falsificaciones de Símaco
     Alineamiento de las fuerzas en combate: El reino godo y Roma contra Bizancio

CAPÍTULO 4 — JUSTINIANO (527-565): UN TEÓLOGO EN EL TRONO IMPERIAL
     Justino y la subversión total: De porquero a emperador católico (518-527)
     La persecución de los monofisitas bajo Justino I
     El «Libellus Hormisdae»
     Roma abandona a Ravena y se pasa al bando bizantino
     Las cruzadas tempranas y toda índole de historias sacras arábigo-etíopes
     El emperador Justiniano, dominador de la Iglesia
     Justiniano emula la humildad de Cristo y «pone en orden las guerras y los asuntos religiosos»
     Exprimir a los seglares para privilegiar a los obispos
     Teodora, amante de criados y patriarcas (?)... y esposa del emperador
     La revuelta Nika
     El emperador Justiniano persigue a los cristianos disidentes «para que perezcan míseramente»
     «Una especie de procedimiento inquisitorial» para los paganos
     Para los judíos, «un destino de ignominia»
     Justiniano extermina a los samaritanos
     Los vándalos, o «contra aquellos que son objeto de la ira de Dios»
     El amano Genserico persigue a los católicos
     Hunerico y el clero amano dedicados a la expropiación, las proscripciones y las masacres
     El clero católico a favor de «una especie de cruzada» contra los vándalos
     «¡Os traemos la paz y la libertad!»
     Parabienes papales por la «expansión del Reino de Dios», o «Todos ellos sumidos en la indigencia»
      Sobre la «gran batida contra los godos» y otras cuestiones marginales
     La gran beneficiaría de todo aquel infierno: La Iglesia romana
     Algunas comedias de enredo entre este y oeste, o el papa asesino Vigilio 

 

CAPÍTULO 1 — LA LUCHA POR LAS SEDES OBISPALES DEL ESTE DURANTE EL SIGLO V

Y HASTA EL CONCILIO DE CALCEDONIA

 

«Las luchas y la escisión no perdonaron tampoco a la Iglesia romana [...], pero no alcanzaron nunca el grado de apasionamiento ni sangrienta ferocidad que estaba a la orden del día en Oriente.»

J. HALLER[1]

«La lucha en torno a Orígenes desembocó en una guerra formal entre las dos capitales de Oriente y sus poderosos obispos: Teófilo de Alejandría y Juan de Constantinopla.»

J. STEINMANN[2]

«Aliados a los coptos y, en cuanto ello era posible, a Roma, Teófilo, Cirilo y Dióscoro traicionaron al componente helénico en el cristianismo para cimentar y aumentar el poder del patriarca de Alejandría. Pero fue una victoria pírrica [...]. El ocaso del cristianismo griego se hizo ya patente en el momento mismo en el que Teófilo, forzado por los coptos, ordenó el maltrato del origenista Ammonio con las palabras "Maldice a Orígenes, hereje". Aquello constituyó, simultáneamente, la sentencia de muerte definitiva sobre los griegos de Egipto.»

C. SCHNEIDER, TEÓLOGO[3]

 

Así como Alejandría poseía, por lo pronto, el rango más elevado entre las ciudades del Imperio de Oriente, también el metropolitano alejandrino desempeñó por mucho tiempo el papel principal en la Iglesia oriental.

Su patriarcado era desde sus inicios el más compacto de Oriente. Tenía gigantescas posesiones en bienes raíces y hasta el Concilio de Constantinopla (381) mantuvo allí un primado indiscutible. Lo mantuvo, al menos de facto, hasta 449, año del «Latrocinio de Éfeso», contando ocasionalmente con el apoyo de Roma. Paulatinamente, sin embargo, se vio desplazado en la jerarquía de los patriarcados orientales por el de Constantinopla, con larga trayectoria ascendente. Los patriarcas de Alejandría deseaban ver colegas débiles e ineptos en la capital, pues ellos mismos aspiraban a un papado oriental. Fueron, tal vez, los primeros obispos de rango superior en adoptar el título de «arzobispos» (archiepiskopos) y como mínimo desde el siglo III, y de forma preferente, también la denominación de «papa» (papas) que mantuvieron de forma continua. El uso de la denominación de patriarca se fue imponiendo muy lentamente a lo largo del siglo IV. Incluso de parte católica se concede que, desde la fundación de Constantino «la sede alejandrina padeció de celos casi ininterrumpidos respecto a la de Constantinopla» (Wetzer/WeIte). Para derribar a sus rivales de la capital, los alejandrinos se valieron, sin embargo, de la controversia teológica en aquella época de «luchas a muerte por la formulación de los dogmas».[4]

Ello lo puso de manifiesto con toda virulencia la lucha por el poder entre los patriarcas Teófilo de Alejandría y Juan Crisóstomo de Constantinopla. Hacía ya un siglo que la sede obispal alejandrina venía siendo ocupada por personas incursas en la mejor tradición del santo Doctor de la Iglesia, Atanasio. O sea, que en su lucha contra el Estado «se servían brillantemente de las bien probadas técnicas: soborno, manipulación de la opinión pública, intervención de la propia guardia personal, o bien de bandas de marineros y monjes armados» (F. G. Maier). Los obispos de Alejandría mantenían una tropa de choque militar, compuesta por centenares de porteadores de enfermos con la que asaltaban templos y sinagogas, expoliaban y expulsaban a los judíos y combatían, en general, por el terror todo cuanto les causaba estorbo, incluidas las autoridades imperiales.

Con todo, el patriarca de Constantinopla, la «segunda Roma», seguía acrecentando paulatinamente su prestigio e influencia. Finalmente, en el segundo concilio ecuménico el de Constantinopla (año 381) le concedió la preeminencia honorífica entre todos los obispos orientales (Canon 3). Es más, el cuarto concilio ecuménico de Calcedonia le equiparó el año 451 al papa, a despecho de la áspera protesta de este último. Es natural que, en consonancia con ello, aumentasen también las posesiones y los ingresos del patriarcado cuyos inmuebles y empresas (dominios, viñas, molinos) estaban diseminados por todo su territorio y experimentaron continuos incrementos gracias a donaciones y legados.[5]

Los jerarcas alejandrinos no estaban, sin embargo, dispuestos a aceptar voluntariamente su postergación, sino que se aprestaron a la lucha usando todos los medios. Su intento de entronizar en Constantinopla a un alejandrino, ya durante el concilio del año 381, fracasó. Tras la muerte del obispo Nectario (397) —que contó con el favor del emperador Teodosio I, pero con la hostilidad del papa Dámaso— se frustró asimismo el propósito del alejandrino Teófilo de imponer a su candidato en la capital. Era éste el presbítero alejandrino Isidoro, con quien ya nos topamos anteriormente (véase Vol. 2) a raíz de su fatal misión política y cuya función no era ahora otra que la de mantener ocupado el puesto para el sobrino del patriarca, Cirilo, demasiado joven aún. Veinte años más tarde, sin embargo, la suerte sonrió a Teófilo (385-412). Este sacerdote tan culto como carente de escrúpulos, auténtico faraón de los territorios nilotas, que aspiraba a convertirse en una especie de primado de todo Oriente, consiguió a la sazón y con la ayuda de la corte derribar a Juan Crisóstomo, soberano de la iglesia constantinopolitana, y enviarlo al desierto y a la muerte.[6]

Apenas dos decenios antes de que Juan tomase posesión en Constantinopla (398-404) aún perduraba allí la furia de las feroces pugnas con los amaños. Ahora tan sólo halló allí a un obispo adjunto, Sisinio, pastor supremo de los novacianos, única secta que Teodosio toleró junto a los católicos. Sisinio apenas causó disgustos al patriarca; gozaba también del aprecio de los «ortodoxos», particularmente de los de la corte. Era hombre de verbo fácil e ingenioso. Sólo el hecho de que cada día acudiese dos veces a las termas resultaba algo chocante, tanto más cuanto que los novacianos se caracterizaban por un estricto ascetismo. La réplica de Sisinio acerca de su doble baño termal cotidiano fue, desde luego, chispeante: ¡Una tercera vez no me sienta bien![7]

El Doctor de la Iglesia Crisóstomo, nacido en Antioquia como hijo de un alto oficial del ejército, que murió tempranamente, era, según el menologion, libro litúrgico de la iglesia bizantina, chocantemente pequeño, extremadamente flaco, de cabeza, orejas y nariz grandes y barba rala. Después de unos años de monacato en el desierto, una dolencia estomacal (causada por la ascesis) le llevó el año 386 a ser presbítero en Antioquia, llamado, presumiblemente, por el obispo Melecio. El posterior y fatal traslado a la sede patriarcal de Constantinopla se lo debía al anciano Eutropio. Pues cuando el emperador Arcadio, tras la muerte de Nectario se hallaba indeciso acerca del nombre del sucesor, el supremo eunuco de la corte y todopoderoso ministro hizo llamar por medio de correos extraordinarios al ya famoso predicador (antijudío), Juan. Teófilo quiso impedirlo, pero enmudeció apenas se le hizo una indicación referente al material reunido contra él, ya más que suficiente para un proceso criminal. Y no fue otro sino el reluctante alejandrino quien tuvo que consagrarlo como obispo en enero de 398 ! [8] Con todo. Teófilo no cejó en sus planes, sino que usó la batida casi universal dirigida contra el origenismo, aquel conflicto entre «origenistas» y «antropomorfistas» que desgarraba especialmente al monacato oriental, para fomentar su propia política eclesiástica, aprovechándola por tanto como arma de batalla contra el patriarcado de Constantinopla.

 

 1. 1 EL ALBOROTO DE LOS MONJES Y EL CAMBIO DE BANDO DE TEÓFILO

 

A finales del siglo IV había ya decenas de miles de monjes en Oriente y particularmente en Egipto, tierra de ascetas por antonomasia. Su avance triunfal arrancaba de sus innumerables monasterios y eremiterios a través del Sinaí, Palestina, Siria, Asia Menor y las provincias occidentales del imperio. En Oriente, desde luego, ejercían ya una considerable influencia en la sociedad, tanto sobre el pueblo como sobre los estratos dominantes. Había colonias de eremitas que atraían a personas venidas desde muy lejos para «edificarse» en ellas. Los aspectos excéntricos, las mortificaciones, las vigilias de los «atletas de Cristo», causaban asombro y se les veneraba de modo rayano en la superstición, casi como a seres supraterrenales. [9]

Por una parte esta gente se ornaba con los méritos de una caridad de la que daban fe su hospitalidad, la concesión de albergue apropiado a los forasteros en sus asilos y el cuidado prestado a pobres y enfermos así como la asistencia a prisioneros y esclavos. Añádase cierta actividad «cultural» más o menos asidua: la confección de libros, por ejemplo, y la creación de bibliotecas, sin que, como ya mostró Hamack, estuviesen especialmente pertrechados en el plano teológico. Por otra parte, ya el emperador Valente hubo de intervenir legalmente el año 370 contra los «amantes de la holgazanería» en las comunidades monacales (monazontes) ordenando que «se les sacase de sus escondrijos por disposición oficial y se les ordenase regresar a su ciudad originaria para reasumir allí sus tareas». Pues los monjes, esos «cristianos perfectos» tenían una profesión «cuyo desempeño era, como ningún otro, compatible con cualquier grado de estolidez, holgazanería e ignorancia» (E. Stein). Y pese a la prohibición del emperador Teodosio I, pronto se les vio vagabundeando por doquier, agolpándose especialmente en las ciudades, de modo que en algunos distritos como el de Ennatón, en Alejandría, llegaron a existir unos seiscientos monasterios de monjes y monjas «poblados como colmenas» (Severo de Aschmunein). Tanto el «ortodoxo» Crisóstomo, como el «herético» Nestorio criticaban aquel vagabundeo por las ciudades y el último llegó a excomulgarlos por ello. Pero si bien un obispo podía contar firmemente con el apoyo de aquéllos, su violencia, llegado el caso, no conocía límites. Pues a lo largo de todas las épocas, hasta el mismo siglo XX —el ejemplo más craso es el Estado ustascha croata en el que desempeñaron la función de dirigentes de auténticas bandas asesinas y de comandantes de campos de concentración—, los poderosos del clero y del Estado instrumentalizaron abusivamente a los monjes, echándose de ver que ellos aceptaban gustosos aquella manipulación. Desempeñaron un papel descollante en la aniquilación del paganismo, en el saqueo y arrasamiento de sus templos, pero con cierta frecuencia, también en las luchas intestinas de la Iglesia. Su existencia «marcada por el espíritu» se tomaba «vida de desenfreno» (Camelot, O. P). Se desplazan hacia las ciudades, originan tumultos, se entrometen en disputas teológicas, en asuntos internos de la Iglesia, se insolentan contra los abades, como en la Gran Laura, contra Sabas o contra Georgios. Con tanta más frecuencia atacan a los obispos. En Constantinopla, por ejemplo, a los dignatarios eclesiásticos Pablo, Gregorio de Nacianzo y a Juan Crisóstomo, cuyo deseo le hace hablar así a menudo: «Bastaría que no hubiese monasterios y en las ciudades imperaría tal armonía legal (eunomia) que nadie tendría ya que huir nunca a los monasterios». Pero también vemos a bandas de monjes luchar, dirigidos por el siniestro abad Shenute, santo de la iglesia copta, por el santo Doctor de la Iglesia Cirilo, o por su tío Teófilo. «No en vano se dirigían los papas y patriarcas, una y otra vez, a los círculos monacales. Bien sabían ellos cuan fácil les resultaría ejercer una eficaz presión sobre las decisiones del gobierno valiéndose de la multitud.» En su mayoría eran de un «primitivismo chocante», que sólo hallaba «sosiego» usando el argumento de la «violencia física». Pues tenían tantas menos contemplaciones en su lucha cuanto que, siendo «pneumáticos», se creían «especialmente inspirados por el Espíritu Santo» (Bacht, S. J.). [10]

En Oriente se produjo —algo significativo y fatal al mismo tiempo— un cambio de bando por parte del obispo alejandrino, quien necesitaba de aquellos camorristas religiosos para lograr sus objetivos. Entre los monjes de Nitria, una depresión del desierto libio donde, según Paladio, vivían5.000 de ellos, menudeaban los origenistas. Los del desierto de Escitia eran, muy probablemente, antropomorfistas en su mayoría. Tendían gustosos a entender de forma literal el antropomorfismo bíblico. Teófilo, afecto a la fracción origenista por su relación de estrecha confianza con el presbítero Isidoro, origenista acérrimo, se alió en un principio con los monjes de Nitria. Promocionó a sus dirigentes, los cuatro «hermanos largos», exceptuando al mayor, Ammón, un asceta fanático que, según se decía, se quemaba alternativamente ya éste, ya aquel miembro, con un hierro candente, y que rehuía hoscamente todo contacto con el patriarca. A Dióscoro, sin embargo, que también se le resistía, lo hizo obispo de Hermópolis Parva. A Eutimio y a Eusebio los convirtió en sacerdotes y administradores del patrimonio eclesiástico de Alejandría hasta que la crasa codicia del patriarca los empujó nuevamente al desierto.............................

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