PREFACIO

 

Cuando por primera vez concebí la idea de escribir una trilogía biográfica sobre los dirigentes de la Revolución Rusa, pensé incluir un estudio de Trotsky en el exilio, no una biografía completa. Los últimos años de Trotsky y el trágico fin de su vida estimulaban mi imaginación más profundamente que la primera parte, más mundana, de su historia. Al reflexionar sobre el asunto, sin embargo, empecé a dudar de que Trotsky en el exilio pudiera ser comprensible si no se narraba la primera parte de la historia. Después, examinando los materiales históricos y las fuentes biográficas, llegue a darme cuenta, más claramente que antes, de cuán profundamente enraizado estaba el drama de los últimos años de Trotsky en las fases anteriores, e incluso en las más tempranas, de su carrera. Decidí, por lo tanto, dedicarle a Trotsky dos volúmenes separados, aunque relacionados entre sí: El profeta armado y El profeta desarmado, el primero de los cuales presentaría lo que podría describirse como el "ascenso" de Trotsky, y el segundo su "caída". Me he abstenido de usar estos términos convencionales porque no creo que el ascenso de un hombre al poder sea necesariamente la culminación de su vida, ni que la pérdida de su posición equivalga a su caída.


Los títulos de estos volúmenes me han sido sugeridos por el pasaje de Maquiavelo que aparece en la página 13. El presente estudio ilustra la verdad de lo que allí se dice, pero también ofrece un comentario un tanto irónico sobre dicho pasaje. La observación de Maquiavelo en el sentido de que "todos los profetas armados han vencido y los desarmados han sido destruidos", es en verdad una observación realista. Lo que puede ponerse en duda es que la distinción entre el profeta armado y el desarmado, y la diferencia entre vencer y ser destruido, sean siempre tan claras como le parecían al autor de El Príncipe. En las páginas que siguen, vemos primero a Trotsky venciendo sin armas en la revolución más grande de nuestra era. Después lo vemos armado, victorioso, y agobiado bajo el peso de su armadura: el capítulo que lo presenta en la cúspide misma del poder lleva el título de "Derrota en la Víctoria". Y cuando a continuación contemplemos al Profeta Desarmado, se nos planteará la interrogante de sí no hubo un poderoso elemento de victoria oculto en su derrota.

Mi descripción del papel de Trotsky en la Revolución Rusa sorprenderá a muchos lectores. Durante casi treinta años la poderosa maquinaria propagandística del stalinismo trabajó en forma frenética para borrar el nombre de Trotsky de los anales de la revolución, o para dejarlo allí sólo como sinónimo de architraidor. Para la generación soviética actual, y no sólo para ella, la historia de la vida de Trotsky es ya como un antiguo sepulcro egipcio del que se sabe que contuvo el cuerpo de un gran hombre y el registro, grabado en letras de oro, de sus hechos; pero al que los ladrones de tumbas y los vampiros han saqueado hasta el punto de dejarlo tan vacío y desolado que ya no se encuentran rastros del registro de los hechos que una vez contuvo. La labor de los ladrones de tumbas ha sido tan persistente en el presente caso, que incluso ha afectado notablemente las concepciones de los historiadores y estudiosos occidentales independientes.

Pese a todo ello, el registro de los hechos de la vida de Trotsky permanece intacto, conservado en sus propios voluminosos (pero en su mayor parte olvidados) escritos y en sus Archivos; en numerosas memorias de contemporáneos suyos, benévolos u hostiles; en las colecciones de periódicos rusos publicados antes, durante y después de la Revolución; en las minutas del Comité Central y en las actas taquigráficas de los Congresos del Partido y de los Soviets. Casi todas estas fuentes documentales son accesibles en bibliotecas públicas en el Occidente, aunque unas cuantas de ellas sólo se encuentran en bibliotecas privadas, Yo he utilizado todas estas fuentes. En unión de mi esposa, que participo en igual medida que yo en la investigación y en muchos otros aspectos contribuyó grandemente a la preparación de esta obra, hice un estudio especial de la rica colección de periódicos rusos prerrevolucionarios que se encuentra en la Biblioteca Hoover de Stanford, California, donde hallé fuentes escasamente utilizadas con anterioridad por los historiadores de los movimientos revolucionarios rusos. Junto con mi esposa estudié también los Archivos de Trotsky en la Biblioteca Houghton de la Universidad de Harvard, que es con mucho la colección más importante de documentos originales sobre historia soviética que existe fuera de la URSS. (Una breve descripción de los Archivos aparece en la bibliografía que acompaña a este volumen.


No tengo razones, pues, para quejarme aquí, como me queje en el Prefacio de mi Stalin*, de falta de material biográfico. Esto se debe principalmente al contraste entre más dos protagonistas. Trotsky era tan comunicativo acerca de su vida y sus actividades como reservado era Stalin. Permitía que personas totalmente desconocidas investigaran libremente casi todos los aspectos de su vida; él mismo escribió una autobiografía; y, lo que es más importante, una marcada e inconsciente veta autobiográfica corre a lo largo de sus veintenas de volúmenes publicados, de sus innumerables artículos y ensayos que no han sido reproducidos en forma de libro y de algunos de sus escritos inéditos. Dondequiera que fué dejó huellas tan firmes, que nadie posteriormente pudo borrarlas o disimularlas, ni siquiera él mismo cuando en raras ocasiones se vio tentado a hacerlo.

* Publicado por Ediciones ERA en esta misma colección.

 

Generalmente no se espera de un biógrafo que se disculpe por narrar la vida de un dirigente político que ha escrito su propia autobiografía. Pienso que el presente caso puede ser una excepción a la regla, pues al cabo de un examen minucioso y crítico sigo viendo en Mi vida de Trotsky una obra tan escrupulosamente veraz como puede serlo cualquier obra de su género. Ello, no obstante, sigue siendo una apología producida en medio de la batalla desigual que su autor libro contra Stalin. En sus páginas, el Trotsky viviente luchó con los ladrones de tumbas. A la denigración stalinista en escala gigantesca él respondió con un peculiar acto de defensa propia que suena a glorificación de sí mismo. No explicó ni podía explicar satisfactoriamente el cambio en el clima de la revolución que hizo tan posible como inevitable su derrota; y su versión de las intrigas mediante las cuales una burocracia de mentalidad estrecha, "usurpadora" y malévola lo expulsó del poder, es obviamente inadecuada. La pregunta que tiene un interés subyugante para el biógrafo es: ¿en qué medida contribuyó el mismo Trotsky a su propia derrota? ¿En qué medida se vio él mismo obligado, por circunstancias críticas y por su propio carácter, a abrirle el camino a Stalin? La respuesta a estas preguntas revela la tragedia verdaderamente clásica de la vida de Trotsky, o más bien una reproducción de la tragedia clásica en los términos seculares de la política moderna; y Trotsky habría sido sobrehumano si hubiese podido revelarla. El biógrafo, en cambio, ve a Trotsky en el clímax de su triunfo como un ser tan culpable y tan inocente, y tan maduro para la expiación, como un protagonista de los dramas griegos. Yo abrigo la confianza de que este enfoque, que presupone la simpatía y la comprensión, esté tan exento de denigración como de alabanza.

En Mi vida, Trotsky se propuso vindicarse en los términos que le impusieron Stalin y toda la situación ideológica del bolchevismo en los años veinte, es decir, en términos del culto a Lenin. Stalin lo había denunciado como el inveterado enemigo de Lenin, y Trotsky en consecuencia se esforzó por demostrar su completa devoción a Lenin y su avenencia con éste. Su devoción a Lenin después de 1917 fue indudablemente genuina; y los puntos de acuerdo entre ellos fueron númerosos e importantes. Trotsky, sin embargo, hizo borrosos los claros contornos y la importancia de sus controversias con Lenin entre 1903 y 1917, y también de sus diferencias posteriores. Pero otra consecuencia, mucho más extraña, del hecho de que Trotsky hiciera su apología en términos del culto leninista fue que, en ciertos aspectos capitales, rebajó su propio papel en comparación con el de Lenin, lo cual es una hazaña sumamente rara en la literatura autobiográfica. Tal es el caso especialmente en lo que concierne a la descripción del papel que el desempeñó en la insurrección de octubre y en la creación del Ejército Rojo, donde Trotsky rebaja sus propios méritos para no dar la impresión de que rebaja a Lenin. Libre de lealtades a cualquier culto, yo he intentado la restauración del balance histórico

Por último, he prestado especial atención a Trotsky el hombre de letras, el panfletista, el escritor militar y el periodista. La mayor parte de la obra literaria de Trotsky se encuentra ahora sumida en el olvido y es inaccesible a un público amplio. Y, sin embargo, este es el escritor de quien Bernard Shaw, que sólo podía juzgar las cualidades literarias de Trotsky a base de traducciones deficientes, dijo que "superaba a Junius y a Burke". "Al igual que Lessing", escribió Shaw sobre Trotsky, "cuando le corta la cabeza a su adversario, la levanta para demostrar que no hay un cerebro en ella; pero no se permite tocar el carácter privado de su víctima... La despoja de todo prestigio político, pero le deja su honor intacto".[1] Yo sólo puedo lamentar que las consideraciones de espacio y composición no me hayan permitido mostrar este aspecto de la personalidad de Trotsky con mayor detenimiento. Pero espero volver a considerarlo en El profeta desarmado.

Octubre de 1952

 

"... no hay otra cosa más difícil de manejar, ni cuyo acierto sea más dudoso, ni se haga con más peligro, que el obrar como jefe para introducir nuevos estatutos. Tiene el introductor por enemigos activísimos a cuantos sacaron provecho de los antiguos estatutos, mientras que los que pudieran sacar el suyo de los nuevos no los defienden más que con tibieza.

"Cuando uno quiere discurrir adecuadamente sobre este particular, tiene precisión de examinar si estos innovadores tienen por sí mismos la necesaria consistencia, o si dependen de los otros; es decir, si, para dirigir su operación, tienen necesidad de rogar, o si pueden precisar. En el primer caso, no salen acertadamente nunca, ni conducen cosa ninguna a lo bueno; pero cuando no dependen sino de sí mismos, y que pueden forzar, dejan rara vez de conseguir su fin. Por esto, todos los profetas armados tuvieron acierto, y se desgraciaron cuantos estaban desarmados.

"Además de las cosas que hemos dicho conviene notar que el natural de los pueblos es variable. Se podrá hacerles creer fácilmente una cosa; pero habrá dificultad para hacerlos persistir en esta creencia. En consecuencia de lo cual es menester componerse de modo que, cuando hayan cesado de creer, sea posible precisarlos a creer todavía. Moisés, Ciro, Teseo y Rómulo, no hubieran podido hacer observar por mucho tiempo sus constituciones, si hubieran estado desarmados, como le sucedió al fraile Jerónimo Savonarola, que se desgració en sus nuevas instituciones. Cuando la multitud comenzó a no creerle ya inspirado, no tenía el medio alguno para mantener forzadamente en su creencia a los que la perdían, ni para precisar a creer a los que ya no creían."

Maquiavelo, El Príncipe, capítulo VI.

 

 

CAPITULO I. EL HOGAR Y LA ESCUELA

 

EI reinado del zar Alejandro II (1855-1881) se acercaba a su término sombrio. El gobernante cuyo acceso al trono y cuyas primeras reformas habían despertado las esperanzas más optimistas en la sociedad rusa e incluso entre los revolucionarios emigrados, el gobernante que, en efecto, había liberado al campesino ruso de la servidumbre y se había ganado el título de El Emancipador, pasaba sus últimos años en una cueva de desesperación, acosado como un animal por los revolucionarios y ocultándose en sus palacios imperiales de las bombas y pistolas de aquellos

El zar purgaba la penitencia por la frustración de las esperanzas que había despertado: había desilusionado a casi todas las clases sociales. A los ojos de muchos terratenientes, él seguía siendo la subversión misma, coronada y envuelta en la túnica imperial. Nunca le perdonaron la reforma de 1861, que los había privado de su dominación feudal sobre los campesinos. A los campesinos los había liberado del peso de la servidumbre sólo para dejar que fueran aplastados por la pobreza y las deudas: los antiguos siervos, al ser emancipados, tuvieron que cederle a la aristocracia terrateniente una gran parte de las tierras que habían cultivado, y por las que conservaron tuvieron que seguir pagando un alto precio durante muchos años. Todavía veían al zar como su benefactor y amigo, y creían que era contradiciendo las intenciones del soberano como los terratenientes los despojaban de los beneficios de la emancipación. Pero ya por entonces se había despertado entre los campesinos el hambre de tierra, aquella gran hambre que durante más de medio siglo habría de sacudir a Rusia, poniendo su cuerpo y su alma en estado de excitación febril.

La aristocracia terrateniente y el campesinado eran todavía las clases principales de la sociedad rusa. La clase media urbana iba creciendo con gran lentitud. A diferencia de la burguesía europea, carecía de un pasado social, de tradición, de actitud propia, de confianza en sí misma y de influencia. Una pequeña fracción del campesinado empezaba a abandonar el campo y formar una clase obrera industrial. Pero, aunque durante la última década del reinado de Alejandro tuvieron lugar las primeras huelgas industriales de importancia, la clase obrera urbana aún era considerada como una simple fracción desplazada del campesinado.

De ninguna de estas clases podía provenir una amenaza inmediata para el trono. Cada una esperaba que sus demandas fueran satisfechas y sus agravios remediados por el propio monarca. En todo caso, ninguna clase estaba en posición de ventilar sus quejas y de dar a conocer ampliamente sus demandas. Ninguna podía movilizar a sus miembros y hacer sentir su fuerza en alguna institución representativa o en algún partido político. Estos no existían. El Estado y la Iglesia eran los únicos cuerpos que poseían una organización nacional: pero la función de ambos, función que había determinado su estructura y su constitución, había consistido en suprimir y no en expresar el descontento social.

Sólo un grupo, la intelectualidad, osaba desafiar a la dinastía. La gente culta en todas las esferas de la vida, especialmente la que no había sido absorbida por la burocracia oficial, no tenía menos razones que el campesinado para sentirse desilusionada con el zar Emancipador. Este había despertado y luego frustrado sus anhelos de libertad, del mismo modo que había despertado y luego defraudado el hambre de tierra de los muzhiks. Alejandro no había castigado a la intelectualidad con escorpiones, como su predecesor Nicolás I; pero todavía la castigaba con azotes. Sus reformas del sistema educativo y de la prensa habían sido hechas a regañadientes y con mezquindad: la vida espiritual de la nación seguía sujeta a la tutela de la policía, la censura y el Santo Sínodo. Al ofrecer a los grupos cultos una apariencia de libertad, había hecho más dolorosa y humillante todavía la negación de una verdadera libertad. La intelectualidad se empeñó en vengar sus esperanzas traicionadas; el zar se empeñó en dominar el espíritu inquieto de aquélla; y, de esta suerte, las reformas semiliberales dieron paso a la represión y la represión engendró la rebelión.

Numéricamente, la intelectualidad era muy débil. Los revolucionarios activos entre sus miembros eran sólo un punado. Si su lucha contra el soberano de noventa millones de súbditos se describiera como un duelo entre David y Goliat, todavía se estaría exagerando su fuerza. Durante la década de los setentas, que fue la década clásica de la rebelión de la intelectualidad, unos cuantos millares de personas a lo sumo participaron en la fase pacifica, "educativa y propagandística", del movimiento narodnik (populista); y en su fase final, terrorista, menos de dos veintenas de hombres y mujeres actuaron directamente. Estas dos veintenas hicieron del zar un fugitivo en su propio reino y mantuvieron a raya todo el poderío de su Imperio. Sólo teniendo como trasfondo una nación descontenta pero muda, pudo un grupo tan reducido alcanzar una estatura tan gigantesca. A diferencia de las clases básicas de la sociedad, la intelectualidad era un sector bien articulado; tenía el adiestramiento indispensable para hacer un análisis de los males que plagaban a la nación, y formuló los programas que se suponía habrían de remediar esos males. Los intelectuales difícilmente se habrían decidido a desafiar al Poder si hubiesen pensado que sólo hablaban por sí mismos. En un principio los inspiró la ilusión de que ellos eran los portavoces de la nación, especialmente del campesinado. En sus pensamientos, su propio anhelo de libertad se fundía con el hambre de tierra de los campesinos, y dieron a su organización revolucionaria el nombre de Zemlya i Volia: Tierra y Libertad. Absorbieron ávidamente las ideas del socialismo europeo y se esforzaron por adaptarlas a la situación rusa. El campesino, no el obrero industrial, habría de ser el pilar de la nueva sociedad de sus sueños. La comuna rural de propiedad colectiva, el mir secular que había sobrevivido en Rusia, y no la fábrica industrial de propiedad pública, habría de ser la célula básica de esa sociedad.

Los "hombres de los setentas" estaban condenados de antemano al fracaso como precursores de una revolución. No había, en realidad, ninguna clase social preparada para apoyarlos. En el transcurso de la década descubrieron gradualmente su propio aislamiento, se despojaron de un conjunto de ilusiones sólo para adoptar otro y trataron de resolver disyuntivas, algunas de las cuales eran peculiares de su país y su generación v otras eran inherentes a todo movimiento revolucionario. En un principio intentaron mover al campesinado a la acción, ya fuera esclareciendo a los muzhiks en cuanto a los males de la autocracia, como lo hicieron los seguidores de Lavrov, ya incitándolos contra el zar, como había propugnado Bakunin. Dos veces durante esa década, hombres y mujeres de la intelectualidad abandonaron sus hogares y profesiones para tratar de establecerse como campesinos entre los campesinos a fin de ganar acceso y la mentalidad de estos. "Toda una legión de socialistas", escribió un general de la gendarmería cuya tarea consistía en vigilar este éxodo, "se ha empeñado en esto con una energía y un espíritu de abnegación que no tiene antecedentes en la historia de ninguna sociedad secreta en Europa". La abnegación fue infructuosa, pues el campesinado y la intelectualidad perseguían fines encontrados. El muzhik todavía creía en el zar Emancipador. y recibía con suspicaz indiferencia o abierta hostilidad las palabras de "esclarecimiento" o de "incitación" populista. La gendarmería y la policía hicieron redadas de los idealistas que habían "ido al pueblo", y los tribunales los sentenciaron a largas condenas de prisión, a trabajos forzados o a la deportación.

La idea de la revolución a través del pueblo fue reemplazada gradualmente por la de una conspiración que sería planeada y ejecutada por una pequeña y resuelta minoría intelectual. Las formas del movimiento cambiaron por consiguiente. El éxodo de la intelectualidad al campo había sido espontaneo; no había sido dirigido desde ningún centro. La nueva conspiración exigía una organización estrictamente clandestina, compacta, con una dirección vigorosa y una disciplina rígida. Sus dirigentes —Zheliábov, Kibálchich, Sofía Peróvskaya, Vera Figner y otros— no se inclinaban en un principio a la acción terrorista, pero la lógica de su posición y los acontecimientos los empujaron por ese camino. En enero de 1878 una muchacha, Vera Zasúlich —que más adelante habría de influir en el protagonista de este libro— disparo sobre el general Trépov, jefe de la gendarmería de Petrogrado, en protesta contra los malos tratos y las vejaciones que este le había infligido a un preso político. En el proceso de la Zasúlich se revelaron horribles abusos cometidos por la policía. EI jurado se sintió tan conmovido por las revelaciones y por el sincero idealismo de la acusada, que la absolvió. Cuando la policía intentó aprehenderla fuera del tribunal, una multitud de simpatizantes la rescató y le permitió escapar. El zar ordenó que de entonces en adelante los delincuentes políticos fueran juzgados por tribunales militares y no por jurados.

La acción impremeditada de la Zasúlich y la reacción favorable que suscito les señalaron el camino a los conspiradores. En 1879, el año en que comienza esta narración, el partido de Tierra y Libertad se escindió. Un grupo de miembros, decididos a llevar a cabo atentados terrorista hasta derrocar a la autocracia, se constituyó en un nuevo organismo, la Naródnaya Volia Libertad del Pueblo.[2] Su nuevo programa hacía mucho más hincapié en las libertades ciudadanas que en la reforma agraria. Otro grupo, menos influyente y que no creía en la conspiración terrorista, se separó para propugnar la Partición Negra (Chornyi Peredel), o sea una distribución igualitaria de la tierra. (De este grupo, encabezado por Plejánov, que posteriormente emigre a Suiza, saldría el primer mensaje marxista y socialdemócrata a los revolucionarios en el interior de Rusia.)

El año de 1879, trajo consigo una rápida sucesión de espectaculares atentados terroristas. En febrero fue muerto a tiros el príncipe Kropotkin, gobernador de Járkov. En marzo tuvo lugar un atentado contra el general Drenteln, jefe de la policía política. En el transcurso del año el propio zar salió ileso de dos atentados que fracasaron por escaso margen: en marzo un revolucionario le hizo cinco disparos, y en el verano, mientras el zar regresaba de su residencia de Crimea, varias minas estallaron bajo su tren. A los atentados siguieron detenciones en masa, ejecuciones en la horca y deportaciones. Pero el 1º de marzo de 1881, los conspiradores lograron asesinar al zar.

Ante el mundo, el zarismo presentaba una esplendorosa fachada de grandeza y poder. Sin embargo, en abril de 1879, Karl Marx, en una carta escrita desde Londres a un amigo ruso, señalaba la desintegración de la sociedad rusa que se ocultaba tras esa fachada, y comparaba la situación de Rusia al término del reinado de Alejandro con la de Francia bajo Luis XV.[3] Y, en efecto, fue durante la última década del reinado de y Alejandro cuando nació la mayoría de los hombres que habrían de encabezar la Revolución Rusa.

Muy lejos del escenario de esta lucha enconada, en la apacible y soleada estepa del sur de Ucrania, en la provincia de Jersón, cerca de la pequeña población de Bobrinetz, David Leóntievich Bronstein se establecía —en el año de 1879— en una granja que acababa de comprarle a cierto coronel Yanovsky, de cuyo apellido se derivaba el nombre de la granja:

Yanovka. La propiedad, que abarcaba unas 400 hectáreas, se la había concedido el zar al coronel como recompensa por sus servicios. Yanovsky no había tenido éxito como agricultor y se alegró de poder venderle 100 hectáreas y arrendarle otras 160 a Bronstein. La transacción se efectuó a principios del año. En el verano, el nuevo propietario y su familia se mudaron de una aldea vecina a la cabaña techada de paja que habían adquirido junto con la granja.

Los Bronstein eran judíos. Era cosa rara que un judío se dedicara a la agricultura. Con todo, unas cuarenta colonias agrícolas judías —especie de desbordamiento de los abigarrados ghettos del "palio"— existían disperses por la estepa de Jersón. A los judíos de Rusia no se les permitía vivir fuera del palio, es decir, fuera de las ciudades que se encontraban principalmente en las provincias occidentales arrebatadas a Polonia. Pero sí se les permitía establecerse libremente en las estepas meridionales cercanas al Mar Negro. Rusia había tornado posesión de ese territorio, escasamente poblado, pero fértil, a fines del siglo XVIII, y los zares fomentaron activamente su colonización. Allí, como sucede tan a menudo en la historia de las colonizaciones, el inmigrante extranjero y el proscrito fueron los pioneros. Servios, búlgaros, griegos y judíos recibieron estímulos para conquistar las nuevas tierras. Los pobladores judíos, hasta cierto punto, mejoraron su suerte. Echaron raíces en el país, disfrutaron de ciertos privilegios y se libraron de la amenaza de expulsión y violencia que siempre pesaba sobre el palio judío. Nunca había sido perfectamente claro hasta dónde alcanzaba la extensión del palio. Alejandro I lo había dejado ampliarse un poco. Nicolás I, apenas ascendió al trono, ordeno su reducción. A mediados de siglo expulsó nuevamente a los judíos de Nikoláiev, Sebastopol, Poltava y las ciudades alrededor de Kiev. La mayoría de los expulsados volvieron a establecerse dentro del reducido y congesciónado palio, pero unos pocos emigraron a la estepa.[4]

Fue probablemente durante una de esas expulsiones, a principios de la década de los cincuenta, cuando León Bronstein, el padre del nuevo propietario de Yanovka, abandono en unión de su familia una pequeña población judía cerca de Poltava, al este del Dnieper, y se estableció en la provincia de Jersón. Sus hijos permanecieron en el lugar cuando se hicieron adultos, pero sólo uno de ellos, David, prospero lo suficiente para separarse de la colonia judía y establecerse como agricultor independiente en Yanovka.

Por regla general, los colonizadores procedían de las capas más bajas de la población judía. Los judíos habían sido habitantes de ciudades durante siglos, y la agricultura era tan ajena a su modo de vida que muy pocos de quienes eran capaces de ganarse el sustento en la ciudad estaban dispuestos a dedicarse al cultivo de la tierra.

El comerciante, el artesano, el prestamista, el intermediario, el devoto estudioso del Talmud preferían vivir dentro del palio, en una comunidad judía establecida, aunque miserable. Despreciaban a tal punto la vida rural que, en su lenguaje, Am Haaretz, "el hombre de la tierra", significaba también el rústico y el ignorante que ni siquiera conocía superficialmente las Escrituras. Quienes emigraban a la estepa no tenían nada que perder; no temían al trabajo duro y desacostumbrado; y estaban poco ligados a la sinagoga, sino totalmente desvinculados de ella.

 

El nuevo propietario de Yanovka indudablemente habría sido descrito por sus correligionarios como un Am Haaretz: era analfabeto, indiferente a la religión e incluso un tanto desdeñoso de la sinagoga. Aunque sólo pertenecía a una segunda generación de agricultores, había en el tanto del campesino y del hijo de la naturaleza que parecía casi completamente desjudaizado. En su casa no se hablaba el yiddish, esa amalgama de antiguo alemán, hebreo y eslavo, sino una mezcla de ruso y ucraniano. A diferencia de la mayoría de los muzhiks, sin embargo, los Bronstein no tenían recuerdos de la servidumbre: allí, en la estepa abierta, la servidumbre nunca había arraigado firmemente. David Bronstein era un agricultor libre y ambicioso, rudo y trabajador, un espécimen de colonizador de fronteras. Estaba resuelto a convertir su granja en un fundo floreciente, trabajaba y hacía trabajar duramente a sus empleados. Sus oportunidades pertenecían aún al futuro: cuando se estableció en Yanovka apenas tenía unos treinta años.

Su esposa Ana procedía de un linaje diferente. Se había criado en Odesa o en alguna otra ciudad del sur, no en el campo. Era lo bastante educada como para hacerse suscriptora de una biblioteca circulante y para leer ocasionalmente una novela rusa: pocas mujeres judías rusas de su tiempo podían hacer tal cosa. En su hogar paterno había absorbido algo de la tradición judía ortodoxa; observaba los ritos con más atención que su marido y no viajaba ni cosía los sábados. Su origen de clase media se manifestaba en un convencionalismo instintivo, teñido de cierta hipocresía religiosa. En caso de necesidad, se ponía a coser un sábado, pero cuidándose de que ningún extraño la viera. No son claras las razones que la llevaron a casarse con el agricultor Bronstein; su hijo dice que se enamoró de su futuro marido cuando éste era joven y bien parecido. Su familia, desdeñosa del rústico, no vio el enlace con buenos ojos. El matrimonio, sin embargo, no fue desdichado. En un principio la joven señora Bronstein no se avino a la vida del campo, pero con el tiempo se esforzó por deshacerse de sus hábitos citadinos y convertirse en una campesina. Antes de trasladarse a Yanovka, había tenido cuatro hijos. Unos pocos meses después que la familia se estableció en Yanovka, el 26 de octubre de 1879, nació un quinto niño, al que le dieron el nombre de su abuelo, Lev o León, el hombre que había abandonado la población judía cerca de Poltava para radicarse en la estepa.[5]

 

 

[1]  The Nación, Londres, 7 de enero de 1922

 

[2] Naróónaya Volia se traduce a menudo como la Voluntad del Pueblo. Volia significa, en realidad, tanto 'Voluntad" como "libertad", y puede traducirse en una u otra forma.

[3] Perepiska K. Marxa i F. Engelsa s Rússkimi Politlcheskimi Diyateiami, p. 84.

[4] S. M. Dubnov, History of the Jews in Russia and Poland, vol. II, pp. 30-34 el passim.

 

[5]  L. Trotsky, Mi vida, tomo I, capítulo I. (Todas las citas de esta obra están tomadas de la traducción española publicada por la Editorial Colón, México, 1946. Nota del T.)

 

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