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DEICIDIO Y DISIDENCIA

 

La figura de Mijail Bakunin se distingue inmediatamente contra el fondo de acontecimientos y héroes revolucionarios del siglo pasado: personaje monumentalmente excéntrico, intoxicado por los ambientes románticos que frecuentó en su juventud, movido por apetitos vitales desmesurados, seducido por la sensualidad que es propia a la acción, arrebatado por la ebriedad que se experimenta en las conjuras y revueltas, su historia es también la de las persecuciones, expulsiones y encarcelamientos sufridos por los fundadores de la I Internacional. La personalidad “magnética” de Bakunin atrajo a sus filas a revolucionarios de los cuatro puntos cardinales de Europa, a los que arrastró al borde del vértigo, hacia el umbral en que una sociedad se rearticula tomando como modelo a sus antípodas. Era un hombre que sabía ganarse el corazón de su gente. También era infatigable: polemizaba con monarcas y reformistas de una punta a otra del continente, organizaba conspiraciones, fundaba grupos de afinidad, y aún le quedaba tiempo para mantener una correspondencia múltiple y para redactar panfletos y proclamas tan virulentos como certeros. El revolucionario ruso sólo se hallaba a gusto entre energías desatadas y entre gente decidida. Max Nettlau lo abarcó en una frase acertada: Bakunin se había transformado en una Internacional él mismo. Fernando Savater diría más tarde que fue el mayor espectáculo del siglo XIX. En efecto, su biografía fue legendaria mucho antes de su muerte.

Sobre su vida, quizás importe mencionar que emigró de la Rusia absolutista en 1840, que llegó a Alemania contagiado del “mal de la filosofía”, en especial de Rousseau y Hegel, que se transformó en el “espíritu” de las revoluciones de 1848, que aunque por doce años sufrió en Rusia el largo vía crucis del encarcelamiento sobrevivió a esa experiencia intacto (“el hielo siberiano preservó la carne del mamut ruso”, diría George Woodcock), que regresó al continente europeo con el ánimo de darlo vuelta como a un guante, que su nihilismo romántico se troca en los años de madurez en la filosofía política del anarquismo, que a él adeuda no sólo sus intuiciones teóricas fundamentales y una teoría de la organización sino también una pasión obsesiva: la pasión por la libertad absoluta.

Bakunin llevó una vida desordenada. Su vida fue una incesante aventura, plena de golpes de suerte, sinsabores varios, conspiraciones resonantes y reveses tragicómicos, todo ello consecuencia de una disposición inmediata para la vida libre y sin ataduras. En verdad, casi todas las biografías revolucionarias del siglo pasado estaban sujetas a los complejos avatares políticos del momento tanto como a las intermitentes intrusiones policiales. De cualquier modo, Bakunin carecía por completo de la paciencia necesaria como para perseverar en una actividad de cabo a rabo. En palabras de Alexander Herzen, Bakunin “había nacido bajo la influencia de un cometa”. Así como iniciaba tareas que otros debían continuar pues él mismo ya se encontraba en otros dominios de la acción, también solía planificar y comenzar libros kilométricos que jamás finalizaba, o bien redactaba prólogos y consideraciones filosóficas que se bifurcaban hacia otros temas y asuntos políticos acuciantes. Dios y el Estado es uno de sus frutos intermitentes.

El desorden activo que dio contorno a su vida también determinó las características de su obra, signada por una correspondencia monumental, por parrafadas inconclusas, sugerencias larguísimas a congresos revolucionarios y libros a medio escribir recuperados postmortem del desorden de su escritorio. Toda su obra es asistemática, y casi se podría decir que su escritorio era una encrucijada postal revolucionaria. El saldo hubiera quedado indeciso de no ser porque Bakunin “descubrió” un hecho fundamental, tanto como se puede decir que Marx develó el secreto de la plusvalía o Freud el enigma del inconsciente: toda su obra –y sus energías vitales– centraron su atención en la cuestión del poder, en la cual cifró la clave de la desdicha humana.

Bakunin desarrolló una teoría política que se adecuaba dúctilmente a las energías populares que eran desencadenadas en las revoluciones. 1789 era para él una cifra tan renombrada como subvalorada: el emblema del “pecado original” de la política moderna, el inicio del moderno linaje de la autoorganización, correspondencia material para las capacidades autocreativas del ser humano. En este sentido, Bakunin nunca dejó de ser un ilustrado radical convencido de que los hombres y sus sociedades debían inventarse a sí mismos, y que para ello sólo era necesaria una dosis máxima de libertad. Aun más: a Bakunin no le era ajeno un intenso aprecio histórico por las rebeliones campesinas –las Jacqueries, la Pugatchevina rusa– e incluso por las ansias criminales del lumpenproletariado urbano, en las que percibía un contrapeso a la opresión estatal, de la cual eran –a su vez– consecuencia. El hecho de que Bakunin proviniera de Rusia, región gobernada autocráticamente, le facilitó el odio por toda autoridad. Pues aunque los estados despóticos no sean equivalentes a los democráticos, no por ello dejaban de ser isomórficos. Los desplazamientos erráticos de los habitantes, sus pasiones insondables y sus decisiones caprichosas son para la mentalidad estatalista insoportables, o cuanto menos, sospechosos. De faraones a presidentes, una misma voz advierte a la población que la disidencia y la protesta pública han de orientarse por un cauce establecido y que la desobediencia radical es un lujo que la autoridad no tolera. Bakunin sostenía que el Estado no sólo es inaceptable porque regula y garantiza la desigualdad económica y política; además, como sucedáneo moderno del principio jerárquico divino, humilla y empequeñece al hombre. Del orden estatal únicamente emergen criaturas tortuosas o torturadas, contrahechas a imagen y semejanza de su regulador. Por eso mismo, Bakunin enfatizó la importancia de los lazos sociales espontáneos y recíprocos, posibles articuladores de una suerte de hermandad no forzada cuya horma de posibilidad residía en la asunción de que la libertad –y no sólo la opresión– era germen de relación social.

Si bien fue un hombre a la vanguardia de su época, Bakunin también fue medianamente positivista en cuestiones del conocimiento. No obstante, se hallan en Dios y el Estado una desconfianza pionera ante la figura del científico y de sus castas gremiales, de las cuales recelaba sus ambiciones tecnocráticas. Instintivamente, Bakunin se negó a tratar a las personas vivas como abstracciones estadísticas o conejos de laboratorios sociales, prefiriendo el crisol de la vida activa y sus antinomias. Para él, era la unidad entre ciencia y vida colectiva lo que podía eludir la autonomización de las prácticas institucionales de los científicos. En una carta de Bakunin a la condesa Salias de Tournemir leemos: “Que mis amigos construyan, yo no tengo más sed que la destrucción, porque estoy convencido de que construir con unos materiales podridos sobre una carroña es trabajo perdido y de que tan sólo a partir de una gran destrucción pueden aparecer de nuevo elementos vivientes, y junto con ellos, elementos nuevos”. En la metáfora biológica que subyace a estas palabras podemos diferenciar la destrucción renovadora de la mera depredación aniquiladora: el arte de reinventar una sociedad o bien a uno mismo adeuda su potencia y posibilidad a la amalgama espontánea de artes sociales vitales y al desmontaje de las antiguas y perimidas formas de sociabilidad. Lo nuevo emerge de los materiales de desecho y deshechos.

La cuestión religiosa obsesionó a los anarquistas. Por un lado, la ontología anarquista centrada en la autocreación del ser no podía aceptar la hipótesis divina; por otra parte, sociológica e históricamente, el rol de la Iglesia cristiana en la ignorantización de la humanidad y el control de la autoridad eclesiástica sobre la conciencia eran datos políticos de peso. Los anarcoindividualistas –creadores morales de sí mismos– eran los máximos recusadores. Ya Stirner les daba toda una cobertura teórica al respecto, a lo que se sumaron a principios de siglo las provocaciones en materia de libertad sexual y moral por parte de Émile Armand. Antes de ellos, Bakunin había advertido las consecuencias políticas derivadas de la continuidad entre el principio de jerarquía divina y el estatal. Tanta fue la fobia antieclesiástica que llegó a ser habitual el “bautismo anarquista”, a saber, el cambio de nombre a fin de rechazar el santoral o bien la elección de un apodo o nombre de guerra para fundar huellas de una nueva sociedad. Sin embargo, no han faltado intentos de vincular el cristianismo con el anarquismo. Así, Tolstoi percibía en la fe sencilla y en la organización comunitarista de los primeros cristianos un modelo de anarquía deseable; Dorothy Day, una suerte de “santa” anarquista de origen católico-irlandés difundió en los Estados Unidos una versión obrerista y libertaria del cristianismo a través del periódico The Catholic Worker; y ya en nuestra época Jacques Ellul, pensador de la técnica y cristiano asumido, creía encontrar en las comunidades religiosas posteriores a la Reforma el eslabón perdido entre la fe y la anarquía.

Tampoco el combate de Bakunin contra la “superchería ontológica” supone a Dios un mero dato cuya sustancia es “fantasmática”. En tanto la hipótesis divina se difunde con eficacia simbólica, existe y justifica la jerarquía terrestre. La emancipación de toda tutela exige impugnar a los homónimos modernos de la jerarquía celestial, pues la figura de Dios emblematiza a la autoridad en estado puro. Quizá lo que se agitaba en el alma eslavófila de Bakunin era un antiteísmo visceral más que un cientificismo ateo, un humanismo radical ante una imagen terrible y vengativa de Dios antes que una ateología. Así se comprenden mejor las continuas reivindicaciones de Satanás y de Eva, las añoranzas del paganismo o del tolerante politeísmo griego. Bakunin renegaba de las teologías religiosa y estatal que suponen al hombre esencialmente malo y peligroso. En última instancia, creía que esa “locura colectiva” llamada religión había sido consecuencia de “una gran sed del corazón y una insuficiente confianza en la humanidad”.

Durante las dos décadas que siguen a 1848, se encarnó en el nombre de Mijail Bakunin el fantasma del comunismo que atemorizó al mundo burgués. A las autoridades, Bakunin les parecía una suerte de Danton que preconizaba un firmamento inconcebible a la vez que promovía agitaciones sociales destinadas a apurar la llegada del nuevo mundo. Cuando murió, hacía poco tiempo que la Comuna de París había sido literalmente aplastada y todo el horizonte estaba impregnado de republicanismo burgués. Quizá Bakunin no alcanzó a darse cuenta del todo de la bola de nieve que había impulsado y que alcanzaría una magnitud amenazante para la cultura burguesa una década más tarde y culminaría su rodada en 1936, durante la Revolución Española. Alexandrina Bauler, quien conoció a Bakunin en sus últimos años, recuerda haberse impresionado por la devoción afectuosa de sus compañeros, “semejante a la que en el pasado debió existir entre los grandes maestros de la pintura y sus alumnos”. Sólo un Blanqui o un Garibaldi generaron esa especie de seguimiento por un hombre al que se admiraba por su devoción a la causa de la libertad absoluta. Habría que esperar a la relación entre Breton y los surrealistas para presenciar algo semejante. De hecho, en Bakunin se pueden encontrar antecedentes de la idea de amor loco surrealista. Poco antes de morir, Bakunin describía a Eliseo Reclus el papel que él mismo y sus compañeros habían jugado en la gran obra del siglo XIX: “Nuestro trabajo no se perderá –nada se pierde en este mundo–: las gotas de agua, aun siendo invisibles, logran formar el océano”. A Bakunin debemos la acuñación política de una de las últimas imágenes deslumbrantes de la libertad humana, oceánica e inabarcable.

Christian Ferrer

 

EL PRINCIPIO DE AUTORIDAD

 

¿Quiénes tienen razón, los idealistas o los materialistas? Una vez planteada así la cuestión, vacilar se hace imposible. Sin duda alguna los idealistas se engañan y sólo los materialistas tienen razón. Sí, los hechos están antes que las ideas; el ideal, como dijo Proudhon, no es más que una flor de la cual son raíces las condiciones materiales de existencia. Toda la historia intelectual y moral, política y social de la humanidad es un reflejo de su historia económica.

Todas las ramas de la ciencia moderna, concienzuda y seria, convergen a la proclamación de esa grande, de esa fundamental y decisiva verdad: el mundo social, el mundo puramente humano, la humanidad, en una palabra, no es otra cosa que el desenvolvimiento último y supremo –para nosotros al menos y relativamente a nuestro planeta–, la manifestación más alta de la animalidad. Pero como todo desenvolvimiento implica necesariamente una negación, la de la base o del punto de partida, la humanidad es al mismo tiempo y esencialmente una negación, la negación reflexiva y progresiva de la animalidad en los hombres; y es precisamente esa negación tan racional como natural, y que no es racional más que porque es natural, a la vez histórica y lógica, fatal como lo son los desenvolvimientos y las realizaciones de todas las leyes naturales en el mundo, la que constituye y crea el ideal, el mundo de las convicciones intelectuales y morales, las ideas.

Nuestros primeros antepasados, nuestros Adanes y nuestras Evas, fueron, si no gorilas, al menos primos muy próximos al gorila, omnívoros, animales inteligentes y feroces, dotados, en un grado infinitamente más grande que los animales de todas las otras especies, de dos facultades preciosas; la facultad de pensar y la facultad, la necesidad de rebelarse.

Estas dos facultades, combinando su acción progresiva en la historia, representan propiamente el “factor”, el aspecto, la potencia negativa en el desenvolvimiento positivo de la animalidad humana, y crean por consiguiente todo lo que constituye la humanidad en los hombres.

La Biblia, que es un libro muy interesante y a veces muy profundo cuando se lo considera como una de las más antiguas manifestaciones de la sabiduría y de la fantasía humanas que han llegado hasta nosotros, expresa esta verdad de una manera muy ingenua en su mito del pecado original. Jehová, que de todos los buenos dioses que han sido adorados por los hombres es ciertamente el más envidioso, el más vanidoso, el más feroz, el más injusto, el más sanguinario, el más déspota y el más enemigo de la dignidad y de la libertad humanas, que creó a Adán y a Eva por no sé qué capricho (sin duda para engañar su hastío, que debía de ser terrible en su eternamente egoísta soledad, o para procurarse nuevos esclavos), había puesto generosamente a su disposición toda la Tierra, con todos sus frutos y todos los animales, y no había puesto a ese goce completo más que un límite. Les había prohibido expresamente que tocaran los frutos del árbol de la ciencia. Quería que el hombre, privado de toda conciencia de sí mismo, permaneciese un eterno animal, siempre de cuatro patas ante el dios eterno, su creador y su amo. Pero he aquí que llega Satanás, el eterno rebelde, el primer librepensador y el emancipador de los mundos. Avergüenza al hombre de su ignorancia y de su obediencia animales; lo emancipa e imprime sobre su frente el sello de la libertad y de la humanidad, impulsándolo a desobedecer y a comer del fruto de la ciencia.

Se sabe lo demás. El buen dios, cuya ciencia innata constituye una de las facultades divinas, habría debido advertir lo que sucedería; sin embargo, se enfureció terrible y ridículamente: maldijo a Satanás, al hombre y al mundo creados por él, hiriéndose, por decirlo así, en su propia creación, como hacen los niños cuando se encolerizan; y no contento con alcanzar a nuestros antepasados en el presente, los maldijo en todas las generaciones del porvenir, inocentes del crimen cometido por aquéllos. Nuestros teólogos católicos y protestantes hallan que eso es muy profundo y muy justo, precisamente porque es monstruosamente inicuo y absurdo. Luego, recordándose que no era sólo un dios de venganza y de cólera, sino un dios de amor, después de haber atormentado la existencia de algunos millares de pobres seres humanos y de haberlos condenado a un infierno eterno, tuvo piedad del resto y para salvarlo, para reconciliar su amor eterno y divino con su cólera eterna y divina siempre ávida de víctimas y de sangre, envió al mundo, como una víctima expiatoria, a su hijo único a fin de que fuese muerto por los hombres. Eso se llama el misterio de la redención, base de todas las religiones cristianas. ¡Y si el divino salvador hubiese salvado siquiera al mundo humano! Pero no; en el paraíso prometido por Cristo, se sabe, puesto que es anunciado formalmente, no habrá más que muy pocos elegidos. El resto, la inmensa mayoría de las generaciones presentes y del porvenir, arderá eternamente en el infierno. En tanto, para consolarnos, dios, siempre justo, siempre bueno, entrega la Tierra al gobierno de los Napoleón III, de los Guillermo I, de los Fernando de Austria y de los Alejandro de todas las Rusias.

Tales son los cuentos absurdos que se divulgan y tales son las doctrinas monstruosas que se enseñan en pleno siglo XIX, en todas las escuelas populares de Europa, por orden expresa de los gobiernos. ¡A eso se llama civilizar a los pueblos! ¿No es evidente que todos esos gobiernos son los envenenadores sistemáticos, los embrutecedores interesados de las masas populares?

Me he dejado arrastrar lejos de mi asunto, por la cólera que se apodera de mí siempre que pienso en los innobles y criminales medios que se emplean para conservar las naciones en una esclavitud eterna, a fin de poder esquilmarlas mejor, sin duda alguna. ¿Qué significan los crímenes de todos los Tropmann del mundo, en presencia de ese crimen de lesa humanidad que se comete diariamente, en pleno día, en toda la superficie del mundo civilizado, por aquellos mismos que se atreven a llamarse tutores y padres de pueblos? Vuelvo al mito del pecado original.

Dios dio razón a Satanás y reconoció que el diablo no había engañado a Adán y a Eva prometiéndolos la ciencia y la libertad, como recompensa del acto de desobediencia que les había inducido a cometer; porque tan pronto como hubieron comido del fruto prohibido, dios se dijo a sí mismo (véase la Biblia): “He aquí que el hombre se ha convertido en uno de nosotros, sabe del bien y del mal; impidámosle, pues, comer del fruto de la vida eterna, a fin de que no se haga inmortal como nosotros”.

 

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