Prólogo

 

[1]La razón humana tiene, en una especie de sus conocimientos, el destino particular de verse acosada por cuestiones que no puede apartar, pues le son propuestas por la naturaleza de la razón misma, pero a las que tampoco puede contestar, porque superan las facultades de la razón humana.

En esta perplejidad cae la razón sin su culpa. Comienza con principios, cuyo uso en el curso de la experiencia es inevitable y que al mismo tiempo se halla suficientemente garantizado por ésta. Con ello elévase (como lo lleva consigo su naturaleza) siempre más arriba, a condiciones más remotas. Pero pronto advierte que de ese modo su tarea ha de permanecer siempre inacabada porque las cuestiones nunca cesan; se ve pues obligada a refugiarse en principios que exceden todo posible uso de la experiencia y que, sin embargo, parecen tan libres de toda sospecha, que incluso la razón humana ordinaria está de acuerdo con ellos. Pero así se precipita en obscuridades y contradicciones; de donde puede colegir que en alguna parte se ocultan recónditos errores, sin poder empero descubrirlos, porque los principios de que usa, como se salen de los límites de toda experiencia, no reconocen ya piedra de toque alguna en la experiencia. El teatro de estas disputas sin término llámase Metafísica.

Hubo un tiempo en que esta ciencia era llamada la reina de todas las ciencias y, si se toma el deseo por la realidad, ciertamente merecía tan honroso nombre, por la importancia preferente de su objeto. La moda es ahora mostrarle el mayor desprecio y la matrona gime, abandonada y maltrecha, como Hecuba: modo maxima rerum, tot generis natisque potens nunc trahor exul, inops. (Ovidio, Metamorfosis).

Su dominio empezó siendo despótico, bajo la administración de los dogmáticos. Pero como la legislación llevaba aún en sí la traza de la antigua barbarie, deshízose poco a poco, por guerra interior, en completa anarquía, y los escépticos, especie de nómadas que repugnan a toda construcción duradera, despedazaron cada vez más la ciudadana unión. Mas eran pocos, por fortuna, y no pudieron impedir que aquellos dogmáticos trataran de reconstruirla de nuevo, aunque sin concordar en plan alguno. En los tiempos modernos pareció como si todas esas disputas fueran a acabarse; creyóse que la legitimidad de aquellas pretensiones iba a ser decidida por medio de cierta Fisiología del entendimiento (del célebre Locke). El origen de aquella supuesta reina fue hallado en la plebe de la experiencia ordinaria; su arrogancia hubiera debido por lo tanto, ser sospechosa, con razón. Pero como resultó sin embargo que esa genealogía, en realidad, había sido imaginada falsamente, siguió la metafísica afirmando sus pretensiones, por lo que vino todo de nuevo a caer en el dogmatismo anticuado y carcomido y, por ende, en el desprestigio de donde se había querido sacar a la ciencia. Ahora, después de haber ensayado en vano todos los caminos (según se cree), reina el hastío y un completo indiferentísimo, madre del Caos y de la Noche en las ciencias, pero también al mismo tiempo origen, o por lo menos preludio de una próxima transformación e iluminación, si las ciencias se han tornado confusas e inútiles por un celo mal aplicado.

Es inútil en efecto querer fingir indiferencia ante semejantes investigaciones, cuyo objeto no puede ser indiferente a la naturaleza humana. Esos supuestos indiferentistas, en cuanto piensan algo, caen de nuevo inevitablemente en aquellas afirmaciones metafísicas, por las cuales ostentaban tanto desprecio, aun cuando piensen ocultarlas trocando el lenguaje de la escuela por el habla popular. Esa indiferencia empero, que se produce en medio de la prosperidad de todas las ciencias y que ataca precisamente aquella, a cuyos conocimientos —si pudiéramos adquirirlos— renunciaríamos menos fácilmente que a ningunos otros, es un fenómeno que merece atención y reflexión. Es evidentemente el efecto no de la ligereza, sino del Juicio[2] maduro de la época, que no se deja seducir por un saber aparente; es una intimación a la razón, para que emprenda de nuevo la más difícil de sus tareas, la del propio conocimiento, y establezca un tribunal que la asegure en sus pretensiones legitimas y que en cambio acabe con todas las arrogancias infundadas, y no por medio de afirmaciones arbitrarias, sino según sus eternas e inmutables leyes. Este tribunal no es otro que la Crítica de la razón pura misma.

Por tal no entiendo una crítica de los libros y de los sistemas, sino de la facultad de la razón en general, respecto de todos los conocimientos a que esta puede aspirar independientemente de toda experiencia; por lo tanto, la crítica resuelve la posibilidad o imposibilidad de una metafísica en general, y determina, no solo las fuentes, sino también la extensión y límites de la misma; todo ello, empero, por principios.

Ese camino, el único que quedaba libre, lo he emprendido yo hoy y me precio de haber conseguido así apartar todos los errores que hasta ahora habían dividido la razón, oponiéndola a sí misma, cuando actuaba sin basarse en la experiencia. Y no es que haya eludido sus cuestiones, disculpándome con la incapacidad de la razón humana, sino que las he especificado todas por principios y, después de haber descubierto el punto de desavenencia de la razón consigo misma, las he resuelto a su entera satisfacción. Cierto que la contestación a esas cuestiones no ha recaído como pudiera esperarlo el exaltado afán dogmático de saber; pues este afán no podría satisfacerse más que con artes de magia, de que yo no entiendo. Pero tampoco es ese el destino natural de nuestra razón; y el deber de la filosofía era disipar la ilusión nacida de una mala inteligencia, aunque por ello hubiera que aniquilar tan preciada y amada ilusión. En este trabajo, ha sido mi designio el hacer una exposición detalladísima y me atrevo a afirmar que no ha de haber un solo problema metafísico que no esté resuelto aquí o al menos de cuya solución no se dé aquí la clave. Y, en realidad, es la razón pura una unidad tan perfecta, que si su principio fuera insuficiente para solo una de las cuestiones que le son propuestas por su propia naturaleza, habría desde luego que desecharlo, porque entonces no sería adecuado para resolver, con completa seguridad, ninguna otra.

Al decir esto, creo percibir en el rostro del lector una indignación mezclada con desprecio, por pretensiones al parecer tan vanidosas e inmodestas; y sin embargo, son ellas sin comparación más moderadas que las de cualquier autor del programa más ordinario, que se jacta de demostrar en él quizá la naturaleza simple del alma o la necesidad de un primer comienzo del mundo. Tal autor se compromete en efecto a extender el conocimiento humano más allá de todos los límites de la experiencia posible, cosa que, lo confieso, supera totalmente a mi facultad. En vez de eso, he de ocuparme solo de la razón misma y de su pensar puro, y no he de buscar muy lejos su conocimiento detallado, pues lo encuentro en mí mismo, y ya la lógica ordinaria me da un ejemplo de que todas sus acciones simples pueden enumerarse completa y sistemáticamente; solo que aquí se plantea la cuestión de cuanto puedo esperar alcanzar con ella, si se me quita toda materia y ayuda de la experiencia.

Esto es lo que tenía que decir sobre la integridad en la consecución de cada uno de los fines y la exposición detalladaen la consecución de todos juntos; que no constituyen un propósito arbitrario, sino que la naturaleza del conocimiento mismo nos los propone como materia de nuestra investigación crítica.

Hay aún que considerar la certeza y la claridad, requisitos que se refieren a la forma, como exigencias esenciales que pueden, con razón, plantearse al autor que se atreve a acometer una empresa tan espinosa.

Por lo que toca a la certeza, he fallado sobre mí mismo el juicio siguiente: que en esta clase de consideraciones no es de ningún modo permitido opinar y que todo lo que se parezca a una hipótesis, es mercancía prohibida que a ningún precio debe estar a la venta, sino ser confiscada tan pronto como sea descubierta. Pues todo conocimiento que ha de subsistir a priori, se reconoce en que debe ser tenido por absolutamente necesario, y más aún una determinación de todos los conocimientos puros a priori, puesto que debe ser el modelo y por tanto el ejemplo mismo de toda certeza apodíctica (filosófica). Si esto a que me comprometo, lo he llevado a cabo en este punto, quede completamente abandonado al juicio del lector, porque al autor solo corresponde dar razones, mas no juzgar del efecto de las mismas sobre sus jueces. Pero para que nada pueda inocentemente ser causa de que se debiliten esas razones, séale permitido al autor advertir él mismo cuáles son los pasajes que pudieran ocasionar alguna desconfianza, aunque sólo se refieren al fin accesorio; de este modo quedará de antemano prevenido el influjo que la más mínima duda del lector en este punto pudiera tener sobre su juicio respecto al fin principal.

No conozco ningunas investigaciones que sean más importantes para desentrañar la facultad que llamamos entendimiento y, al mismo tiempo, para determinar las reglas y límites de su uso, que las que, en el segundo capítulo de la Analítica transcendental, he puesto bajo el título de Deducción de los conceptos puros del entendimiento; también me han costado más trabajo que ningunas otras, aunque no en balde, según creo. Ese estudio, dispuesto con alguna profundidad, tiene empero dos partes. Una se refiere a los objetos del entendimiento puro y debe exponer y hacer concebible la validez objetiva de sus conceptos a priori, por eso justamente es esencial para mis fines. La otra va enderezada a considerar el entendimiento puro mismo, según su posibilidad y las facultades cognoscitivas en que descansa, por lo tanto en sentido subjetivo; y aunque este desarrollo es de gran importancia para mi fin principal, no pertenece, sin embargo, esencialmente a él; porque la cuestión principal sigue siendo: ¿qué y cuánto pueden conocer el entendimiento y la razón, independientemente de toda experiencia? y no es: ¿cómo es posible la facultad de pensar misma? Como esto último es, por decirlo así, buscar la causa de un efecto dado y, en este sentido, tiene algo parecido a una hipótesis (aunque no es así en realidad, como lo demostraré en otra ocasión) parece como si este fuera el caso en que me tomo la libertad de opinar y en que el lector tiene que ser libre también de opinar de modo distinto. Considerando esto, debo prevenir al lector y recordarle que en el caso de que mi deducción subjetiva no llevase a su ánimo toda la convicción que espero, la objetiva sin embargo, que es la que aquí me importa principalmente, recibe todo su fuerza, para lo cual en todo caso puede ser bastante lo dicho en las páginas 235 a 241.

Finalmente, por lo que toca a la claridad, tiene el lector derecho a exigir primero la claridad discursiva (lógica) por conceptos, pero luego también una claridad intuitiva (estética) por intuiciones, esto es, por ejemplos u otras aclaraciones in concreto. De la primera me he cuidado suficientemente. Ello concernía a la esencia de mi propósito. Pero también ha sido la causa accidental de que no haya podido satisfacer a la segunda exigencia, que es justa aunque no tan estrecha como la primera. En el curso de mi trabajo he estado casi siempre indeciso sobre lo que en esto debía de hacer. Los ejemplos y aclaraciones parecíanme siempre necesarios y acudían por tanto realmente, en el primer bosquejo, colocándose en sus lugares adecuados. Vi empero bien pronto la magnitud de mi problema y la multitud de objetos que habrían de ocuparme, y como me apercibí de que estos solos, en discurso seco y meramente escolástico, iban ya a hacer la obra bastante extensa, parecióme improcedente engrosarla más aún con ejemplos y aclaraciones que sólo con una intención de popularidad son necesarios; tanto más cuanto que este trabajo no podía en modo alguno acomodarse al uso popular y los que propiamente son conocedores de las ciencias no necesitan tanto de ese aligeramiento, que aunque siempre agradable, podía resultar aquí incluso algo contrario al fin. El abate Terrasson dice, en verdad, que si se mide la magnitud de un libro no por el número de páginas, sino por el tiempo que se necesita para comprenderlo, podría decirse de más de un libro que sería mucho más corto si no fuera tan corto. Pero, por otra parte, cuando se endereza la intención de un autor a hacer comprensible un todo de conocimientos especulativos, extenso y sin embargo conexo según un principio, puede decirse con igual razón: más de un libro hubiera sido mucho más claro si no hubiera querido ser tan enteramente claro. Pues los auxilios para aclarar un punto, si bien son útiles en las partes, distraen empero a menudo del todo, no dejando al lector alcanzar pronto una visión de conjunto; con sus claros colores encubren, por decirlo así, y hacen invisible la articulación o armazón del sistema, que es lo más importante para poder juzgar de la unidad y solidez del mismo.

En mi opinión, puede servir al lector de no pequeño atractivo, unir su esfuerzo con el del autor, si tiene el propósito de llevar a cabo una obra grande e importante, completa y sin embargo duradera, según el bosquejo propuesto. Ahora bien, la metafísica, según los conceptos que de ella damos aquí, es la única de todas las ciencias que puede aspirar a una perfección semejante en poco tiempo y con poco trabajo, pero uniendo los esfuerzos de tal modo que no le quede a la posteridad más que arreglarlo todo por modo didáctico, según sus propósitos, sin poder por eso aumentar en lo más mínimo el contenido. Pues no es otra cosa que el inventario, sistemáticamente ordenado, de todo lo que poseemos por razón pura. Nada puede aquí pasarnos desapercibido, porque lo que la razón extrae enteramente por sí misma, no puede esconderse, sino que por la razón misma es traído a la luz, tan pronto como se ha descubierto el principio común de todo ello. La perfecta unidad de esa especie de conocimientos, obtenida por simples conceptos puros, sin que nada de experiencia, ni aún siquiera una intuición particular —que hubiera de conducir a experiencia determinada— pueda tener en ella influencia alguna para ampliarla y aumentarla, hace que esa incondicionada integridad no solo sea factible, sino también necesaria. Tecum habita et noris, quam sit tibi curta supellex (Persio).

Semejante sistema de la razón pura (especulativa) espero publicar yo mismo con el título de: Metafísica de la Naturaleza. La cual, aun cuando no tenga ni siquiera la mitad de la extensión, habrá de poseer sin embargo un contenido incomparablemente más rico que esta crítica, que ha tenido que exponer primero las fuentes y condiciones de su posibilidad y ha necesitado limpiar y aplanar un suelo mal preparado. Aquí espero de mi lector la paciencia e imparcialidad de un juez; allí en cambio la condescendencia y ayuda de un colaborador; pues por muy completamente que se expongan en la crítica todos los principios para el sistema, pertenece empero al pormenor del sistema mismo el que no falte ninguno de los conceptos deducidos; estos no se pueden traer a priori a comprobación, sino que han de ser buscados poco a poco. Además como allí (en la crítica) se agota toda la síntesis de los conceptos, se exigirá aquí (en el sistema) además que ocurra lo mismo en lo que se refiere al análisis, todo lo cual es fácil y más bien entretenimiento que trabajo.

Quédame aún que decir algo referente a la impresión. Como se retrasó un tanto el comienzo de ella, no pude recibir para revisarlos, más que la mitad de los pliegos, en donde encuentro algunas erratas, que no perturban el sentido, excepto la que se encuentra en la página 379, línea 4 por abajo[3], en donde debe leerse específico en lugar de escéptico. La Antinomia de la razón pura, de la página 425 a la 461[4] está distribuida a modo de tabla poniendo a la izquierda lo que pertenece a la tesis, y a la derecha lo que pertenece a la antítesis; lo arreglé así para que tesis y antítesis puedan compararse una con otra con mayor facilidad.[5]

 

Prólogo De la segunda edición, en el año de 1787

 

Si la elaboración de los conocimientos que pertenecen a la obra de la razón, lleva o no la marcha segura de una ciencia, es cosa que puede pronto juzgarse por el éxito. Cuando tras de numerosos preparativos y arreglos, la razón tropieza, en el momento mismo de llegar a su fin; o cuando para alcanzar éste, tiene que volver atrás una y otra vez y emprender un nuevo camino; así mismo, cuando no es posible poner de acuerdo a los diferentes colaboradores sobre la manera cómo se ha de perseguir el propósito común; entonces puede tenerse siempre la convicción de que un estudio semejante está muy lejos de haber emprendido la marcha segura de una ciencia y de que, por el contrario, es más bien un mero tanteo. Y es ya un mérito de la razón el descubrir, en lo posible, ese camino, aunque haya que renunciar, por vano, a mucho de lo que estaba contenido en el fin que se había tomado antes sin reflexión.

Que la lógica ha llevado ya esa marcha segura desde los tiempos más remotos, puede colegirse, por el hecho de que, desde Aristóteles, no ha tenido que dar un paso atrás, a no ser que se cuenten como correcciones la supresión de algunas sutilezas inútiles o la determinación más clara de lo expuesto, cosa empero que pertenece .........................

 

 

[1] De la primera edición, en el año 1781. (N. del T.)

[2] Óyense de vez en cuando quejas sobre la superficialidad del modo de pensar de nuestro tiempo y sobre la decadencia de la ciencia rigurosa. Pero yo no veo que las ciencias cuyo fundamento está bien asentado, como v. g. la matemática, la física, etcétera, merezcan en lo más mínimo este reproche, sino que más bien mantienen la vieja reputación de exactitud y hasta incluso, en la última, la superan. Y ese mismo espíritu se mostraría también eficaz en las demás especies de conocimiento, si se cuidase ante todo de rectificar sus principios. A falta de esa rectificación, la indiferencia, la duda y finalmente la severa crítica son más bien pruebas de un modo de pensar riguroso. Nuestra época es la época de la crítica, a la que todo tiene que someterse. La religión por su santidad y la legislaciónpor su majestad, quieren generalmente sustraerse a ella. Pero entonces suscitan contra sí sospechas justificadas y no pueden aspirar a un respeto sincero, que la razón sólo concede a quien ha podido sostener libre y público examen.

[3] Los números de la página y de la línea se refieren naturalmente a la primera edición alemana y no a la presente castellana. La errata se corrigió después en todas las ediciones posteriores. (N. del T.)

[4] Los números de las páginas se refieren a la primera edición alemana.

[5] Hemos conservado la misma disposición en la traducción castellana. (N. del T.)

 

 

 

 

 

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