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Es las página de este libro, Jesús Hernández nos relata con estilo vigoroso de escritor los episodios de intenso dramatismo del frente interno de la República española en el período de la guerra civil de 1936-1939.

Es una aportación a la historia de España contemporánea en que la avidez de conocimientos queda saciada y las deducciones aleccionadoras para el futuro pueden fácilmente espigarse.

A mi madre y a mi hermana, rehenes de Stalin en cualquier lugar —hace ocho años que no sé de ellas— del inmenso campo de concentración que es la Unión Soviética.

 

  

INTRODUCCIÓN

 

EL campo literario se ha llenado en los últimos años de autobiografías, novelas y reportajes antisoviéticos. La menos profusa es la novela, que requiere dotes creadoras que no todos cuantos escriben poseen. Abundan más, mucho más, el reportaje y las memorias; en éstas, el autor deplora por lo general el no haberse producido de esta o de la otra manera, o bien estampa en las cuartillas la amarga decepción ante una realidad embustera que atenta contra su ideal; y todavía hay algunos —¡no podían faltar!— que escriben sin otro propósito que el de anunciar su «barata» ideología como las verduleras los rábanos en el mercado: son los mercaderes de la fe.

Cuanto yo he escrito en estas cuartillas no pretende ser, no es ni novela, ni autobiografía, ni reportaje, géneros literarios que rebasan mis conocimientos en la materia. Es este, lisa y llanamente, un relato episódico en el que debo protagonizarme, porque me ha tocado actuar en función de agente activo, tanto en la génesis como en el desarrollo de los más dramáticos acontecimientos de la historia de España de nuestros días. A través de ellos pretendo evidenciar los móviles secretos de la política del Kremlin en la guerra civil de España.

No es empresa fácil la de desentrañar, descubrir y demostrar la ingente mentira que encerraba la tan aireada solidaridad soviética al pueblo español durante la guerra de 1936-1939. No puede ser esta la empresa de un solo hombre. Y diré por qué:

Los agentes de Moscú son funcionarios perfectamente instruidos en la práctica de la conspiración más estricta. Aun en el caso de que no tengan necesidad de ocultar su función, jamás dejan tras sí la huella de una prueba escrita o de un indicio tangible que la revele. Quien incurriera en el más leve desliz sobre la regla no podría esperar suerte mejor que la del pistoletazo en la nuca o la del confinamiento perpetuo en las gélidas estepas de Siberia. Es por tanto prácticamente imposible, cuando de ellos se trata, el intento de ilustrar gráficamente una prueba. Hay que seguirles el rastro hurgando en el frágil archivo de la memoria y escarbando en la barabúnda de recuerdos personales, casi siempre diluidos o desdibujados por la lejanía. Es obvio, pues, que la obra no puede ser coronada plenamente por la contribución de un solo hombre, sino que se precisa la de cuantos han tenido relación directa o indirecta con Moscú y sus agentes en el exterior para poder restablecer una verdad que yace sepultada bajo epitafio de amistad y de solidaridad y cubierta por la losa impresionante de la ayuda en armas a nuestra República… Por ello mi trabajo no puede ser otra cosa que una contribución más que provea de elementos de juicio al historiador de mañana.

Incurriría en error quien dedujera de la actuación del Kremlin y de sus agentes en España el deliberado propósito de empujar hacia la derrota a nuestra República. Semejante deducción conduciría de lleno a eregir una mentira para combatir otra mentira. No. En la guerra de España, Moscú jugó a que ganara Moscú. Nada más y nada menos. La causa de nuestro pueblo era para ellos como un simple peón en el tablero de sus cálculos. Si hubiera podido ganar la partida haciéndonos triunfar a nosotros a la vez, no hubiera titubeado en darnos el triunfo. Mas como viera que los tahúres rivales amenazaban con hacer saltar la banca, decidió utilizarnos como moneda de cambio en su partida internacional, a fin de poner a salvo su propia bolsa en peligro. Ni odio ni cariño hacia el pueblo español, ni sentimentalismo, ni principios, ni escrúpulos. Para Stalin todo eso no son más que palabras sin significado ni contenido de ninguna clase. En nuestra guerra juegan sólo las apetencias expansionistas, la conveniencia nacional, chauvinista, de quienes ya en aquella época comenzaban a desempolvar las apolilladas casacas de Iván el Terrible y de Pedro el Grande. Eso fue todo. La tragedia fue para cuantos cegados por la fe, o corroídos por las dudas, pero siempre disciplinados y obedientes, fuimos instrumentos dóciles de la política de Moscú, a la que en nuestra ceguera llegamos a sacrificar sagrados deberes que como españoles nos incumbían.

¿Se hubiera podido ganar nuestra guerra de haber sido distinta la conducta de los comunistas españoles? Más de una vez se nos ha formulado la pregunta. El planteamiento de la cuestión está un poco fuera de lugar. Los comunistas en aquella época, para ser tales, no podíamos ser de otra manera que como éramos, y nos condujimos como lógicamente teníamos que conducirnos: como un regimiento prusianizado a las órdenes de Moscú, sin más jefe ni más dios que Stalin. Asentado este hecho, es obligado afirmar de inmediato que los factores de nuestra derrota están inexorablemente determinados por las condiciones nacionales e internacionales en que tuvo lugar nuestra contienda. Bloqueada la República por la «No intervención», cerrados para ella los mercados mundiales de armas, y perdidas por tal causa las ventajas iniciales que nos proporcionaran los primeros éxitos sobre los sublevados, sólo un milagro podía haber determinado que media población de España hubiera podido vencer a la otra mitad. La republicana, con escasísimo armamento, la franquista, con superabundancia de toda clase de buen material y con la cooperación activa y decidida de Alemania, Italia y Portugal, amén de la ayuda que le deparaba la indiferencia o la defección de las potencias democráticas frente a la causa republicana.

Culpar, pues, a los comunistas de la pérdida de la guerra sería, además de injusto, insigne torpeza política. A los comunistas españoles hay que juzgarlos en su actuación dramáticamente contradictoria. Los comunistas se batieron en las primeras líneas de todos los frentes con tesonera voluntad y abnegado sacrificio; hicieron prodigios de organización y contribuyeron con entusiasmo insuperable a desarrollar el sentimiento heroico de las multitudes españolas. Pero, a la vez que luchaban y morían por la vida y la libertad de su pueblo, se daba el contrasentido de que todo el contenido de su política estaba inspirado desde el extranjero y tenía por base las ajenas conveniencias que a la larga resultaron trágicamente contradictorias con los auténticos intereses de España.

Como ahora los inconformistas de todos los países, los comunistas españoles no constituíamos entonces una fuerza nacional, sino una organización de fuerzas indígenas dependientes y al servicio del Comisariado de Negocios Extranjeros de la Unión Soviética. ¿Por qué no hemos sido capaces de comprender antes una multitud de cosas? ¿Por qué no hemos podido ver tantas otras de un modo tan simple? ¿Por qué hemos tardado tanto tiempo en reconocerlas y proclamarlas? Tiene ello una explicación. Durante muchos años hemos formado parte de una organización de masas forjadas en la disciplina ciega, en la obediencia sumisa, en la intransigencia apasionada, en la intolerancia fanática que, impermeables a todo otro razonamiento, tienen como único norte el de la defensa de la URSS Romper con lo que se ha amado entrañablemente, hacer añicos con nuestras propias manos los ídolos por ella creados, ídolos que llenaban por completo nuestra alma, no es un proceso fácil; es, por el contrario, un proceso lento, penoso, cruel. Dejar de creer en lo que se ha creído presupone un periodo de crisis donde las mentiras aceptadas como verdades luchan contra verdades que se nos figuraban mentiras. Es un forcejeo entre el ideal que se desploma y la conciencia que se resiste a la catástrofe espiritual. El hombre necesita creer por ese horror instintivo a la nada espiritual que le deshumaniza. Por temor a ese vacío opta por seguir aferrado a la ilusión muerta. O prefiere una fe endeble a no tener ninguna. Quien de la noche a la mañana se declara ateo es que nunca ha creído en Dios.

Aquellos de nuestros lectores que dedujeran de esta implacable crítica a la actuación de los comunistas un intento de exculpación de nuestros propios pecados, o la justificación de los errores de los demás actores en el curso de la contienda española, comprenderían mal nuestras miras. La unilateralidad de este estudio puede prestarse a ese equívoco. Pero me apresuro a declarar que no ha sido ese mi propósito.

Y comienzo por mí mismo. Al restablecer la verdad histórica sobre algunos acontecimientos no lo hago buscando dispensa o personal justificación. En política, los hombres se definen no por sus intenciones subjetivas, sino por sus actos concretos. Y la vileza de la política del Kremlin en España nos salpicó a todos sus servidores.

 

EL AUTOR

 

CAPITULO I

 

Nubes de sangre sobre España. Triunfo del Frente Popular. La táctica de la Internacional Comunista. Los comunistas, al servicio de Moscú. Diálogo de pistolas. Sublevación militar. La guerra ha comenzado.

  

EL 16 de febrero de 1936 amaneció fajado de pasquines. En las paredes de Madrid la batalla electoral gritaba sus consignas roncas y distintas. El conglomerado de derechas —monárquicos, agrarios, cedistas— aullaba en azul, en verde y en blanco: «¡Votad contra el marxismo!» Los carteles del Frente Popular agitaban las cifras tremendas de octubre: «Por la libertad de los 30 000 presos, la readmisión de los 70 000 represaliados, la exigencia de responsabilidades por la represión asturiana; por el pan, por la tierra…»

Exteriormente las elecciones transcurrían en medio de la mayor tranquilidad. Era un día gris, con barro en las calles y gentes madrugadoras que formaban las primeras colas en los Colegios electorales.

Los voceadores de Acción Popular ofrecían, sin demasiado escándalo, sus candidaturas. Las muchachas de las juventudes socialistas y comunistas gritaban con voz fresca y la mirada alta:

«¡Votad al Frente Popular!»

 

* * *

 

La noche anterior había cerrado el ciclo de mi campaña electoral con un gran mitin en Córdoba: «Sólo la victoria del Frente Popular puede asegurarnos una posibilidad de paz social, de colaboración y convivencia ciudadanas. Nuestra victoria será la victoria del pan y de la libertad…»

La voz cálida de otros mil oradores en mil lugares distintos había enardecido el entusiasmo de un pueblo con voluntad de triunfo.

Y allí, en Vallecas y en Tetuán, en Atocha y en Cuatro Caminos, en Rosales y en la Puerta del Sol, en cada calle y en cada esquina de los pueblos, ciudades y aldeas de España se reñía en aquellas horas la batalla contra las fuerzas de la miseria y la opresión.

A las seis de la tarde comenzó el escrutinio. En los Colegios, para abreviar la lectura de toda la papeleta, el presidente de la Mesa repetía:

—Frente Popular…

—Frente Popular…

—Frente Popular…

A las ocho de la noche, en toda España, desde las minas de Asturias hasta las marismas de San Fernando, se gritaban estas dos palabras: Frente Popular.

El jefe del Gobierno, Pórtela Valladares, declaraba:

—La jornada electoral ha transcurrido con absoluta tranquilidad en toda España.

La voz de la nueva España exigía en pancartas, en manifestaciones, en mítines relámpagos, en los editoriales de la Prensa, el poder para el Frente Popular.

El señor Pórtela Valladares, sin ilusión ya en los postreros cubileteos electorales, hacía público:

—Hay que esperar los últimos resultados.

Los «últimos resultados» esperaban de uniforme, con espuelas y entorchados, una conversación con el presidente del Consejo de Ministros. El pueblo estaba en la calle. El presidente del Consejo procedió con buen criterio. Aquel mismo día el país se enteraba por la prensa que una intentona militar había sido abortada y que se hallaban detenidos algunos altos jefes militares.

Pórtela Valladares no había querido aceptar la responsabilidad de presidir el cuartelazo. Y dimitió.

El señor Azaña, frío, constitucional, ocupaba la Presidencia del Consejo de Ministros.

El mismo día el general Franco se presentó en el Ministerio de la Gobernación. Los periodistas acogieron con un rumor de sorpresa la visita sensacional. En el Ministerio facilitaron la siguiente nota:

«En el Ministerio de la Gobernación se ha personado el general Franco para decir que habían llegado a sus oídos rumores absurdos sobre determinada actitud suya en relación con un supuesto suceso. Afirmó que él vive completamente ajeno a la política y atento únicamente a sus deberes militares».

¡Lástima que no existiera la costumbre de anunciar las sublevaciones al Ministerio de la Gobernación!

 

* * *

 

Aquel día estaba citado a comer con el secretario general del Partido Comunista, José Díaz. Era una comida privada. Díaz tenía interés en cambiar conmigo algunas impresiones acerca de un tema político que había suscitado la noche anterior una agria disputa mía con los consejeros de Moscú. Las cosas habían sucedido así:

En la casa del Partido había encontrado a José Díaz y a sus dos inseparables consejeros soviéticos, Stepanov y Codovila.

—¿Cuántos diputados tenemos seguros? —pregunté.

—Hasta ahora dieciséis —respondió Díaz sin ocultar su satisfacción.

—No son muchos, pero son casi todos los que logramos que nos aceptasen nuestros aliados —comenté.

—Estos marrulleros socialistas han cargado con el santo y la peana. Nos han tratado como a parientes pobres —dijo Codovila, muy afanado en limpiar la nicotina de su pequeña pipa.

—Pero ahora van a saber lo que es la tribuna parlamentaria utilizada revolucionariamente por los comunistas. ¡Se acabaron las apacibles digestiones de nuestros «compañeros de ruta»! —apostilló Stepanov, riendo y mostrando sus dientes amarillos del tabaco.

—¡Hombre! No creo que nuestras tareas en el Parlamento tengan por finalidad aguar la fiesta a los socialistas. Para mí será más agradable pelear con los cedistas que con nuestros amigos del Frente Popular —dije.

—¡Cuidado, Hernández!… ¡Cuidado con las ilusiones! —replicó Stepanov—. Los socialistas querrán volver a la euforia del 14 de abril de 1931 y tendremos que apalearlos para que empujen la revolución hacia sus finales consecuencias.

Y después de una breve pausa:

—Sí, amigos, sí. No cabe duda que en España estamos viviendo un proceso histórico semejante al de Rusia en febrero de 1917. Y el Partido debe saber aplicar la misma táctica de los bolcheviques… Una breve etapa parlamentaria y después… ¡los soviets!

—No creo en la similitud de la revolución de febrero en Rusia con nuestra situación actual en España. Allí existía un pueblo hambriento y fatigado de la guerra; unos millones de soldados andrajosos y desmoralizados por las derrotas, que sólo querían acabar con sus penalidades en los frentes y con una guerra que no sentían ni querían. En Rusia existía un poder autocrático, despótico, odiado por el pueblo. La consigna de paz y pan era la consigna de todo el pueblo. No fue tarea difícil: a los bolcheviques conquistarse la mayoría en algunos soviets decisivos y acabar con Kerensky, pues Kerensky no acertó a satisfacer esas aspiraciones… ni los bolcheviques quisieron ayudarle.

—Hubiera sido estúpido ayudarle. Nuestra tarea fue la de impedir la consolidación del régimen democrático-burgués, profundizar la crisis revolucionaria, y por esa vía conquistar el poder —replicó Stepanov.

—Ese fue el modo ruso. Nosotros deberemos emplear el modo español —insistí.

—¡Qué modo español ni qué ocho cuartos! —exclamó enojado Stepanov—. Para los comunistas no hay más que un solo modo, el modo leninista, el modo soviético.

—Y ese modo —recalcó— será el modo de ustedes en España.

Miré a José Díaz, que silencioso escuchaba la polémica, y con los ojos me animó a que siguiera.

—Nuestra revolución es una revolución democrática. Todas las fuerzas de esta significación nos hemos unido en un Frente Popular, y entre todos deberemos dotar a España de un régimen de libertad asentado sobre una reforma agraria que acabe con la miseria en nuestros campos, que aumente el bienestar de las clases laboriosas, que liquide las fuertes reminiscencias feudales en nuestra economía, que ponga fin al ejército de casta, termine con los privilegios del alto clero y dé satisfacción a las aspiraciones autónomas de Cataluña y Euzkadi. Estas son nuestras metas actuales en España. Después… después veremos qué caminos se nos abren para un régimen socialista.

—Esa fue la vieja polémica de Martov con Lenin —terció Codovila. Y agregó—: Es una concepción oportunista, socialdemócrata, antileninista, que me asombra mucho escuchar en boca de Hernández. Eso demuestra que no ha comprendido el papel del Partido en el proceso de la revolución democrático-burguesa.

—Sin duda ustedes saben más que yo —concedí—; pero si en Rusia la tarea de los bolcheviques fue la de golpear a sus «compañeros de ruta», en España esa táctica nos conducirá al suicidio político.

—Esa es tu opinión.

—Esa es mi experiencia.

—¿Dónde la has adquirido? —preguntó con tono de mofa Stepanov.

—Aquí, aquí mismo, en mi tierra y en mi cabeza —repliqué colérico—. Codovila es testigo. Al proclamarse la República nos disteis la consigna de «¡Abajo la República burguesa! ¡Vivan los soviets!», y el pueblo español nos apaleaba en las calles. Nuestras consignas eran las consignas que hacían el juego a la reacción monárquica.

—Esa fue la política del grupo oportunista de Bullejos —dijo con tono despectivo Codovila.

—No es verdad —repliqué—. La Comisión Política de la I. C., aceptando el criterio de Manuilski y Piatniski, dio esas directivas para España en 1931. Bullejos, como yo, y como todo el Buró Político, si algún pecado cometimos fue de seguirlas y pretender aplicarlas.[1]

—Sin duda que por eso nos obligaron desde Moscú a llamar social-fascistas y anarco-fascistas a los hombres del movimiento obrero en nuestro país que no se avinieron a aceptar la consigna de los soviets y del Gobierno Obrero y Campesino. ¿También ese aspecto entraba dentro de la popularización del «sentido social» de nuestra revolución? ....................

 

 

 

 

[1]José Bullejos, a la sazón Secretario General del Partido Comunista de España, en su libro «Europa entre dos guerras», describe este hecho con las siguientes palabras:

Sin deponer el tono irónico, Stepanov repuso:

—Hay una pequeña diferencia entre lo que dice Hernández y la verdad histórica. Y la verdad fue que no supisteis interpretar el sentido de aquellas directivas. Se trataba de popularizar el sentido social que debería tener en su desarrollo la revolución social española. Y tomasteis el rábano por las hojas.

«La proclamación de la República Española atrajo en el acto la atención de la Internacional Comunista. A partir de este acontecimiento, España y su pequeño Partido Comunista pasaron a plano preferente en las preocupaciones y actividades del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista.

»Desde los primeros momentos la actitud de los comunistas fue la franca oposición al Gobierno provisional de la República. En su primer manifiesto, redactado en completo acuerdo con la Delegación Internacional que componían Humbert Drotz (antiguo Secretario de la Internacional para los países latinos) y Rabaté —destacado militante del Partido Comunista francés—, se invitaba al pueblo español a derrocar la República burguesa, como había derrocado la Monarquía, y a instaurar el Gobierno Obrero y Campesino.

»Pocos días después recibíanse de Moscú las nuevas directivas políticas y tácticas, todas las cuales tenían como meta la creación del Soviet en España».

Poco después todo el Secretariado del Partido Comunista de España, encabezado por José Bullejos, era expulsado del Partido por la Internacional Comunista, por haber dado, en circunstancias gravísimas para nuestro pueblo, cuando la reacción se sublevaba en agosto de 1932, la consigna de Defensa de la República.

Bullejos dice a este respecto: «La imputación más grave que se nos hizo en el orden táctico fue nuestra consigna de “Defensa de la República”. En este punto el Ejecutivo de la Internacional Comunista compartía el criterio de su delegación, de que en España había que orientarse no contra la reacción, sino contra Azaña y los socialistas. Nuestras posiciones eran irreductibles y, por tanto, nuestra expulsión, inevitable»

 

 

 

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