En febrero de 1943, la batalla de Stalingrado abre el camino a la derrota de la Alemania nazi. En ese momento, tras haber asistido a los combates como corresponsal de Estrella Roja, Grossman emprende su fresco novelístico sobre la batalla de Stalingrado, Por una causa justa, cuya segunda entrega se convertirá en la mundialmente aclamada Vida y destino.

Cuando escribe Por una causa justa, Grossman es un hombre destruido por la guerra. Su hijo ha muerto en el frente y su madre ha sido asesinada en el gueto. Publicada finalmente en 1952, la novela transcurre durante el primer año de la entrada de las tropas nazis en el territorio soviético. Sus personajes principales componen un mosaico de lo que era la sociedad soviética del momento. El fanático Abarchuk, el comisario Krímov, el viejo marxista Mostovskói, el científico Shtrum, el coronel Nóvikov, y Aleksandra Sháposhnikova, cuya vitalidad triunfará sobre el mal y la muerte, se interrogan sobre la viabilidad del comunismo y el porqué del fascismo mientras luchan por sobrevivir a los horrores de la guerra.

Como en Vida y destino, también aquí, a pesar de la muerte, de los lamentos de los heridos, de las mentiras y las traiciones, Grossman llena su mundo de dicha y bondad, porque, como dice él mismo, «el mal permanece imperturbable desde que el mundo es mundo pero por doquier crece la bondad como se expande el grano de mostaza».

En palabras de Antonio Muñoz Molina, el milagro de Grossman es «resumir el mundo en un solo relato. Cuenta lo que vio durante sus años como corresponsal en el frente junto al Ejército Soviético pero también lo que no pudo ver nadie, porque está más allá de la experiencia de los vivos».

Por una causa justa conmueve al lector desde la primera a la última página. Y como Vida y destino, se convierte en una lectura inolvidable.

Vasilii Grossman

 

Por Una Causa Justa

PRIMERA PARTE

1

EL 29 de abril de 1942., el tren del dictador de la Italia fascista, Benito Mussolini, hizo su entrada en la estación de Salzburgo, engalanada para la ocasión con banderas italianas y alemanas.

Tras una ceremonia protocolaria, Mussolini y su séquito se desplazaron hasta el antiguo castillo de Klessheim, edificado bajo el auspicio de los obispos de Salzburgo. Allí, en sus amplias y frías salas recién decoradas con muebles traídos ex profeso de Francia, se celebraría una sesión de reuniones ordinaria entre Hitler y Mussolini. Ribbentrop, Keitel, Jodl y otros jerarcas alemanes mantendrían, por su parte, conversaciones con dos de los ministros italianos, Ciano y el general Cavallero, quienes, junto con Alfíeri, el embajador italiano en Berlín, integraban la comitiva del Duce.

Aquellos dos hombres, que se creían dueños de Europa, se reunían cada vez que Hitler conjugaba sus fuerzas para desatar otra catástrofe en Europa o África. Sus reuniones privadas en la frontera alpina entre Austria e Italia solían desembocar en invasiones militares, actos de sabotaje y ofensivas de ejércitos motorizados de millones de hombres por todo el continente. Los breves comunicados de prensa que informaban sobre las reuniones entre los dictadores mantenían en vilo los corazones, acongojados y expectantes.

La ofensiva del fascismo en Europa y África sumaba ya siete años de victorias y, con toda probabilidad, a ambos dictadores les habría costado enumerar la larga lista de grandes y pequeños triunfos que los habían conducido a imponer su dominio sobre inmensos territorios y cientos de millones de seres humanos. Después de ocupar sin derramamiento de sangre Renania, Austria y Checoslovaquia, Hitler invadió Polonia en agosto de 1939 tras derrotar a los ejércitos del mariscal Ridz-Smigly. Francia, una de las vencedoras de Alemania en la Primera Guerra Mundial, cayó bajo su embate en 1940. Luxemburgo, Bélgica, Holanda, Dinamarca y Noruega, aplastadas en la acometida, corrieron la misma suerte. Fue Hitler quien arrojó Inglaterra fuera del continente europeo al expulsar sus ejércitos de Noruega y Francia. Entre 1940 y 1941 fueron ocupadas Grecia y Yugoslavia. En comparación con la invasión paneuropea hitleriana, el bandidaje mussoliniano en Abisinia y Albania parecía obra de un provinciano. Los imperios fascistas extendieron su dominio sobre los territorios de África del Norte y ocuparon Abisinia, Argelia, Túnez, los puertos de la Costa Occidental e incluso llegaron a amenazar Alejandría y El Cairo. Japón, Hungría, Rumania y Finlandia eran aliados militares de Alemania; los círculos fascistas de Portugal, España, Turquía y Bulgaria, sus cofrades. A los diez meses del inicio de la invasión de la Unión Soviética, los ejércitos de Hitler ya habían ocupado Lituania, Estonia, Letonia, Ucrania, Bielorrusia y Moldavia, además de las regiones de Pskov, Sniolensk, Oriol, Kursk y parte de las regiones de Leningrado, Kalinin, Tula y Vorónezh. La maquinaria económico-militar creada por Hitler engulló enormes riquezas: las acererías y las fábricas de automóviles y de maquinaria francesas, las minas de hierro de la zona de la Lotaringia, las industrias siderúrgica y minera de carbón belgas, la mecánica de precisión y las fábricas de transistores holandesas, la metalurgia austríaca, las fábricas de armamento Skoda en Checoslovaquia, los pozos petrolíferos y las refinerías de Rumania, el mineral de hierro noruego, las minas de wolframio y de mercurio de España, las fábricas textiles de Lodz. La larga correa de transmisión del «nuevo régimen» hizo girar simultáneamente las ruedas y en consecuencia poner en funcionamiento las máquinas de cientos de miles de industrias menores en todas las ciudades de la Europa ocupada.

Los arados de veinte países surcaban las tierras de cultivo y las muelas de molino trituraban cebada y trigo para el consumo de los invasores. En tres océanos y cinco mares se echaban las redes para abastecer de pescado las metrópolis fascistas. Las prensas hidráulicas de las plantaciones africanas y europeas exprimían uva, olivas, lino y girasol para procurar mosto y aceites. Millones de manzanos, ciruelos, limoneros y naranjos maduraban abundantes frutos que, una vez en sazón, se almacenaban en cajas de madera estampadas con un águila impresa en tinta negra a modo de sello. Dedos de hierro ordeñaban vacas danesas, holandesas y polacas, esquilaban ovejas en los Balcanes y en Hungría.

Parecía que el dominio sobre los territorios ocupados en África y Europa hiciera crecer sin cesar el poder del fascismo. Los secuaces del nazismo —auténticos traidores a la libertad, el bien y la verdad—, guiados por un servilismo rastrero ante el triunfo de la violencia, proclamaban como auténticamente nuevo y superior el régimen hitleriano, augurando la devastación de todos aquellos que aún resistían. En el «nuevo orden» instituido por Hitler en la Europa conquistada se renovaron todos los tipos, formas y modos de violencia de cuantos habían existido a lo largo de la milenaria historia del dominio de unos pocos sobre una mayoría. La reunión de Salzburgo de finales de abril de 1942 se celebró en vísperas de una amplia ofensiva en el sur de Rusia.

 

2

NADA más comenzar la reunión, como ya era habitual en ellos, Hitler y Mussolini expresaron su satisfacción por el hecho de que las circunstancias hubieran propiciado aquel encuentro entre ambos, rubricando su conformidad con amplias y afables sonrisas que dejaron al descubierto todo el esmalte y el oro de sus dentaduras postizas. Mussolini conjeturó que el invierno y la cruel derrota sufrida en el asedio a Moscú habían hecho mella en Hitler al percatarse de su desmejorado aspecto: las bolsas debajo de los ojos habían aumentado, las abundantes canas se habían extendido más allá de las sienes, la lividez del cutis se había acentuado hasta rayar en lo enfermizo. Tan sólo la guerrera del Führer conservaba su impecabilidad habitual. Sin embargo, la expresión huraña y feroz característica del semblante de Hitler se había hecho aún más manifiesta.

Al echar un vistazo al Duce, Hitler barruntó que, al cabo de cinco o seis años, aquél ya habría entrado de lleno en la decrepitud: su prominente barriga de viejo abultaría más y acentuaría la cortedad de sus piernas, la mandíbula sería más pesada todavía. Aquella asimetría entre un cuerpo de enano y un mentón de gigante que presentaba el aspecto del Duce era espantosa, aunque su perspicaz mirada de ojos oscuros conservaba intacta su dureza. Sin dejar de sonreír, el Führer elogió el rejuvenecido físico del Duce. Este, a su vez, felicitó a su anfitrión a tenor de su buen aspecto, que atestiguaba una salud y un espíritu inquebrantables.

Se pusieron a conversar sobre el pasado invierno. Mussolini, frotándose las manos como si se le congelaran con sólo mencionar el frío moscovita, felicitó a Hitler por haber derrotado los hielos de Rusia, personificados en sus tres generales: diciembre, enero y febrero. La solemnidad de su voz delataba que tanto sus cumplidos como su amplia y estática sonrisa eran premeditados. Coincidieron en que, a pesar de la enorme cifra de bajas y los incontables daños materiales de aquel invierno, inusitadamente crudo y devastador incluso para los rusos, las divisiones alemanas en retirada no habían sufrido su Bereziná.[1]Aquel hecho, a su modo de ver, certificaba, tal vez, que el hombre que comandaba la guerra contra Rusia en 1941 era superior a aquel que lo había hecho en 1812. Después, debatieron las perspectivas comunes.

Como el invierno ya había terminado, nada podría salvar Rusia, el último enemigo del «nuevo orden» que aún quedaba en el continente. La próxima ofensiva haría hincar la rodilla a los soviets y dejaría sin combustible las fuerzas aéreas y terrestres del Ejército Rojo, las industrias de los Urales y la agricultura basada en el monocultivo, precipitando así la caída de Moscú. Una vez derrotada Rusia, Inglaterra capitularía. Las guerras aérea y submarina harían claudicar rápidamente a los ingleses: el frente oriental habría dejado de existir, y eso permitiría concentrar todas las fuerzas y maximizar su capacidad destructiva. La General Motors, la Steel Trust, la Standard Oil, todas aquellas empresas americanas encargadas de fabricar motores para carros de combate, aviones, acero, caucho sintético y magnesio, no tenían ningún interés en aumentar la producción, bien al contrario, la frenarían con el fin de incrementar sus beneficios, asegurados por el monopolio. En lo que se refería a Gran Bretaña, Churchill odiaba a su aliado ruso más que a su adversario alemán, de modo que en su cerebro senil reinaba una confusión tal que le impedía discernir de qué bando estaba. Los dictadores no se sentían con ánimo de hablar sobre el «ridículo paralitico» de Roosevelt. Ambos coincidían sobre la situación en Francia. A pesar de la reciente reorganización del gobierno de Vichy emprendida por Hitler, la animadversión hacia los alemanes cobraba fuerza y el Führer temía la traición. Sin embargo, para él todo aquello no tenía especial relevancia ni le causaba inquietud puesto que, una vez tuviera las manos libres en el Este, la paz y la tranquilidad se establecerían en toda Europa.

Esbozando una sonrisa, Hitler prometió trasladar a Heydrich desde Checoslovaquia para que pusiera orden en Francia; después pasó a los asuntos africanos. Al revisar la situación de las tropas de Rommel, enviadas a África en apoyo a los italianos, Hitler no dejó escapar un solo reproche, por lo que Mussolini comprendió que antes de abordar el asunto fundamental de aquella reunión el Führer había querido expresar deliberadamente su apoyo a la ofensiva de los italianos en África.

En efecto, pronto se empezó a hablar de Rusia. Hitler parecía no querer darse cuenta de que los encarnizados combates en el frente oriental y las bajas que el ejército alemán había sufrido durante el invierno lo habían imposibilitado para mantener la ofensiva simultánea en el sur, el norte y el centro. Hitler se obstinaba en creer que el plan de la próxima campaña de verano había sido fruto exclusivamente de su libre albedrío, y que sólo su voluntad y pensamiento determinaban el curso de la guerra.

Comunicó a Mussolini que las bajas soviéticas eran incalculables, debido a que el trigo ucraniano había quedado en poder de los alemanes. La artillería pesada bombardeaba Leningrado sin descanso. Los países bálticos habían sido arrebatados a Rusia por los siglos de los siglos. El Dniéper quedaba en la retaguardia profunda de los ejércitos alemanes. El carbón, la industria petroquímica, los minerales y la producción metalúrgica del Donbass estaban en manos de la Vaterland, la madre patria; los cazas alemanes hacían incursiones en la mismísima ciudad de Moscú; la Unión Soviética había perdido Bielorrusia, la mayor parte de Crimea y los territorios milenarios de la Rusia Central; los rusos habían sido expulsados de Smolensk, Pskov, Oriol, Viasma y Rzhev, pueblos históricos por excelencia. Sólo quedaba asestarles el golpe de gracia, aunque, para que la ofensiva en cuestión fuera efectivamente la definitiva, su potencia debería ser inconmensurable. Los generales de la sección de operaciones del Estado Mayor consideraban inviable la doble ofensiva en Stalingrado y en el Cáucaso, pero Hitler dudaba de las razones que éstos esgrimían. Si el año anterior él había sido capaz de operar en África, bombardear Inglaterra desde el aire, frustrar los empeños de los americanos gracias a su flota submarina y avanzar rápidamente hacia el interior de Rusia desplegando un frente de tres mil kilómetros de longitud, ¿por qué habían de dudar entonces, cuando la pasividad total de Estados Unidos e Inglaterra dejaba el camino expedito a los ejércitos alemanes y permitía concentrar toda la potencia del ataque única y exclusivamente en un solo sector del frente oriental? Esta nueva y mortífera ofensiva en Rusia debería ser de dimensiones colosales. Se preveía volver a desplazar grandes efectivos desde el oeste hasta el este; en Francia, Bélgica y Holanda únicamente permanecerían las divisiones a cargo de la vigilancia de las costas. Las tropas trasladadas al este serían reagrupadas, de modo que las tropas situadas en el norte, en el noroeste y en el oeste tendrían un papel meramente testimonial. Los efectivos que tomarían parte en la ofensiva se habrían concentrado en el sudeste.

Probablemente jamás se había concentrado tanta artillería, divisiones acorazadas, infantería, cazas y bombarderos en un solo sector del frente. Aquella particular ofensiva reunía todos los elementos propios de un ataque a escala mundial. Sería la última y definitiva etapa en el advenimiento del nacionalsocialismo, y determinaría los destinos de Europa y del mundo. El ejército italiano debería tomar parte en ella y estar a la altura de las circunstancias. La industria, la agricultura y la nación italianas también eran llamadas a participar. Mussolini conocía de antemano la prosaica realidad que derivaba de sus amistosas reuniones con Hitler. Las últimas palabras del Führer aludían a los centenares de miles de soldados italianos trasladados en convoyes militares rumbo al este, el brusco aumento en el suministro de víveres y productos agrícolas, la leva forzosa y extraordinaria de la mano de obra para las empresas alemanas.

Una vez finalizada la reunión, Hitler salió del despacho detrás de Mussolini y lo acompañó a través de la sala de recepción. El Duce escudriñaba con una mirada rápida y celosa a los centinelas alemanes cuyos hombros y uniformes parecían de acero; sólo sus ojos irradiaban una frenética tensión cuando el Führer pasaba por su lado. Aquel color gris y uniforme que tenían en común la casaca de un soldado raso y la guerrera de Hitler, similar al de un buque de guerra y el del armamento terrestre, poseía algo que lo hacía superior respecto a los suntuosos colores del uniforme militar italiano, algo que ponía de manifiesto todo el poderío del ejército alemán.

¿Era posible que aquel arrogante comandante en jefe fuera el mismo que, ocho años atrás, durante el primer encuentro entre ambos, ataviado con un chubasquero de color blanco, un sombrero arrugado y unas botas amarillas que le daban el aire de un actor o un pintor de provincias, caminaba a trompicones provocando risas y sonrisas de la multitud veneciana mientras pasaba revista a los carabineros y guardias junto con el Duce, que vestía un capote de general, un casco de alto plumaje y una guerrera de general romano bordada en plata?

El Duce no dejaba de sorprenderse ante los triunfos y el poder de Hitler. El éxito de aquel psicópata de Bohemia tenía algo de irracional; en su fuero interno, Mussolini consideraba que se debía a una broma o a un malentendido de la Historia universal.

Por la noche Mussolini conversó un rato con Ciano, su yerno. Hablaron durante un breve paseo por el esplendoroso jardín primaveral. Habían salido por miedo a que su amigo y aliado hubiera podido instalar micrófonos ocultos de la marca Siemens en los aposentos del castillo. Mussolini estaba de un humor de perros: había tenido que transigir de nuevo, de modo que la cuestión de la creación del «Gran Imperio Italiano» no se iba a resolver en el Mediterráneo y en África sino en algún maldito lugar de las estepas del Don y Kalmukia. Ciano se interesó por la salud del Führer. Mussolini respondió que lo había visto animoso, aunque algo cansado y tan charlatán como siempre. Ciano comentó que Ribbentrop había sido amable con él hasta tal punto que, incluso, le había parecido inseguro. Mussolini replicó que el próximo verano decidiría el destino de todos y supondría el balance final de cuanto se había emprendido hasta entonces.

— Creo que cualquier fracaso del Führer seria también el nuestro; sin embargo, últimamente no estoy tan seguro de que también supusiera el nuestro su triunfo final —confesó Ciano. Al constatar que su escepticismo no era respaldado, el yerno se fue a dormir.

El 30 de abril, tras el desayuno, se celebró la segunda reunión entre Hitler y Mussolini, en la que también estuvieron presentes los respectivos ministros de exteriores, mariscales y generales. Aquella mañana Hitler estaba muy inquieto. Sin consultar los papeles dispuestos sobre la mesa, el Führer barajaba datos y cifras referentes a las tropas y a la capacidad productiva de las fábricas. Habló sin descanso durante una hora y cuarenta minutos mientras se relamía los labios con su gruesa lengua, como si, al hablar, notara un sabor dulce en la boca. En su discurso hizo referencia a cuestiones de lo más variopintas: Krieg, Friede, Weltgescbichte, Religión, Politik, Philosophie, Deutsche Seele... Hablaba rápido, con convicción y tranquilidad, sin elevar apenas el tono de voz. Sólo rió en una ocasión, con la cara crispada: «Muy pronto la risa judía cesará para siempre», dijo. Alzó un puño, pero enseguida abrió la mano y bajó el brazo con suavidad. Su homólogo italiano torció el gesto, pues el temperamento del Führer lo asustaba. Hitler saltó varias veces de las cuestiones puramente bélicas al tema de la organización en la época de posguerra. Era indudable que su pensamiento, adelantándose al triunfo de la próxima ofensiva estival en Rusia que supondría el final de la contienda en el continente europeo, a menudo estaba ocupado en cuestiones propias de los tiempos de paz que estaban por llegar: las relaciones con la religión, las leyes sociales, las ciencias nacionalsocialistas y el arte que podrían desarrollarse, por fin, en la nueva Europa de posguerra, libre de comunistas, demócratas y judíos. En efecto, no era conveniente posponer la solución de todos aquellos asuntos más allá de septiembre u octubre, cuando la derrota militar de la Rusia soviética habría dado lugar al comienzo de la época de paz, y centenares de cuestiones habrían cobrado toda su relevancia una vez sofocados los incendios y asentado el polvo de la última batalla que el pueblo ruso habría de librar en la Historia. La normalización de la vida nacional en Alemania, el estatus económico-político y la ordenación territorial de los países vencidos, las leyes para poner coto a los derechos y a la educación de los pueblos inferiores, la selección y la regularización de la procreación, el desplazamiento de grandes contingentes humanos desde la Unión Soviética a Alemania para los trabajos de reconstrucción, la construcción de campos de concentración donde serian alojados permanentemente, la liquidación y el desmantelamiento de núcleos industriales en Moscú, Leningrado, los Urales, e incluso un asunto tan irrelevante a la vez que inevitable como la rebautización de las ciudades rusas y francesas: muy pronto urgiría resolver todas aquellas cuestiones.

En la manera de hablar de Hitler había un rasgo peculiar: parecía no conceder excesiva importancia al hecho de que lo escucharan. Su hablar era carnívoro, los grandes labios se movían a placer. Mientras departía dirigía su mirada por encima de las cabezas de los presentes, hacia algún punto entre el techo y el lugar donde comenzaba el blanco cortinaje de raso que bordeaba las oscuras y pesadas puertas de roble de la sala de reuniones. De cuando en cuando Hitler soltaba frases altisonantes del tipo: «El ario es el Prometeo de la humanidad...», «He restituido a la violencia su valor como fuente de toda grandeza y madre de todo orden...», «Hemos hecho realidad el dominio eterno del Prometeo ario sobre los seres humanos y demás moradores de la Tierra». Al pronunciar aquellas palabras Hitler sonreía y, en un arrebato de emoción, tragaba aire a bocanadas.

Mussolini frunció el entrecejo. En un movimiento brusco, giró la cabeza y volvió los ojos como si hubiera querido mirar su propia oreja; luego consultó un par de veces su reloj de pulsera: también a él le encantaba hablar. Durante aquellas reuniones, en las que su homólogo, menor en edad y en cierto sentido discípulo suyo, siempre resultaba ser el primero, el Duce sólo.....................

 

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