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I. Cambio de escena

 

La escena ha cambiado fundamentalmente. La marcha de seis semanas sobre París ha degenerado en un drama mundial;[1]la carnicería se ha convertido en fatigosa y monótona operación cotidiana, sin que se haga avanzar o retrasar la solución. La política burguesa está en un callejón sin salida, atrapada en su propio cepo; los fantasmas invocados ya no pueden ser conjurados.

Ha pasado el delirio. Ha pasado el bullicio patriótico de las calles, la caza a los automóviles de lujo, la continua sucesión de falsos telegramas, las fuentes envenenadas con bacilos de cólera, los estudiantes rusos que arrojaban bombas desde todos los puentes del ferrocarril de Berlín, los franceses que venían sobre Nuremberg, los excesos callejeros de la muchedumbre husmeando espías, las oleadas humanas en los cafés, en donde una música ensordecedora y las canciones patrióticas alcanzaban los tonos más elevados; poblaciones urbanas enteras se convertían en chusma, dispuestas a denunciar, a violar a las mujeres, a gritar ¡hurra! y a llegar al delirio propagando absurdos rumores; una atmósfera de crimen ritual, un ambiente de Kichinev, en donde el guardia en la esquina era el único representante de la dignidad humana.

La dirección escénica ha desaparecido. Los sabios alemanes, esos “lémures vacilantes”, hace tiempo que se retiraron a su madriguera. Los trenes de reservistas ya no son acompañados del júbilo bullicioso de las jóvenes que se lanzaban en pos de ellos, ni tampoco saludan al pueblo con alegres sonrisas desde las ventanillas; andan despaciosamente, con su macuto en la mano, por las calles donde los transeúntes se dirigen con abatidos rostros a sus quehaceres cotidianos.

En la severa atmósfera de estas tristes jornadas se escucha un coro muy distinto: el grito ronco de los buitres y de las hienas sobre el campo de batalla. ¡Garantizadas 10.000 tiendas de campaña de reglamento! ¡Se pueden entregar inmediatamente 100.000 kilos de tocino, de cacao en polvo, de sustitutos de café, pagando al contado! ¡Granadas, tornos, cartucheras, arreglos matrimoniales para las viudas de los soldados caídos, cinturones de cuero, intermediarios para los abastecimientos del ejército... sólo se aceptan ofertas serias!

La carne de cañón cargada de patriotismo en agosto y septiembre, se descompone ahora en Bélgica, en los Vosgos y en Masuria, en campos de exterminio, donde las ganancias de la guerra rezuman en los hierbajos. Se trata de llevar rápidamente la cosecha al granero. Sobre el océano se extienden miles de manos codiciosas para participar en el reparto.

Los negocios prosperan sobre las ruinas. Las ciudades se convierten en montones de escombros; las aldeas, en cementerios; las iglesias, en caballerizas; el derecho internacional, los tratados estatales, las alianzas, las palabras más sagradas, las mayores autoridades se desintegran; todo soberano por la gracia de Dios considera a su igual del campo contrario como infeliz y perjuro; todo titulado ve al colega del otro bando como canalla consumado; todo gobierno considera a los demás como una maldición de su propio pueblo y los entrega al desprecio general; y los tumultos causados por el hambre en Venecia, en Lisboa, en Moscú y en Singapur; y la peste se extiende en Rusia, y la miseria y la desesperación reinan por doquier.

Cubierta de vergüenza, deshonrada, chapoteando en sangre, nadando en cieno: así se encuentra la sociedad burguesa, así es ella. No como cuando, delicada y recatada, simula cultura, filosofía, y ética, orden, paz y estado de derecho, sino como bestia predadora, como cazadora de brujas de la anarquía, como peste para la cultura y para la humanidad: así se muestra en su verdadera figura al desnudo.

Y en medio de esa caza de brujas se produce una catástrofe histórico-mundial: la capitulación de la socialdemocracia internacional. Engañarse al respecto, encubrirlo, sería lo más insensato, lo más funesto que podría sucederle al proletariado. “El demócrata (es decir, el pequeñoburgués revolucionario) —decía Marx— sale de la más vergonzosa derrota tan puro e inocente como cuando entró en ella, con el convencimiento recién adquirido de que debe triunfar, no de que él mismo y su partido deben superar sus antiguos puntos de vista, sino todo lo contrario, que las circunstancias han de evolucionar a su favor”.

El proletariado moderno saca otras conclusiones de las pruebas históricas. Sus errores son tan gigantescos como sus tareas. No tiene un esquema predeterminado y válido para siempre, ni un jefe infalible que le muestre la senda por la que ha de marchar. La experiencia histórica es su único maestro, el camino de espinas hacia su propia liberación no sólo está empedrado de padecimientos ingentes, sino también de innumerables errores. La meta de su viaje, su liberación, depende de que el proletariado sepa aprender de sus propios errores. La autocrítica más despiadada, cruel y que llegue al fondo de las cosas, es el aire y la luz vital del movimiento proletario. El caso del proletariado socialista en la actual guerra mundial es inaudito, es una desgracia para la humanidad. El socialismo estaría perdido si el proletariado internacional no valorara en su justa medida la profundidad de esta caída, y no quisiera extraer sus enseñanzas.

Lo que ahora está en cuestión es toda la etapa que abarca los últimos 45 años de desarrollo del moderno movimiento obrero. Asistimos a la crítica, al balance de nuestro trabajo desde hace ya casi medio siglo. La tumba de la Comuna de París cerró la primera fase del movimiento obrero europeo y de la Primera Internacional. Comenzó entonces un nuevo período. En lugar de revoluciones espontáneas, de insurrecciones, de luchas de barricadas, tras las cuales el proletariado recaía en estado de pasividad, comenzó la lucha diana sistemática, la utilización del parlamentarismo burgués, la organización de masas, el enlace de la lucha económica con la lucha política, y del ideal socialista con la defensa tenaz de los intereses cotidianos más inmediatos. Por vez primera la causa del proletariado y de su emancipación se vio iluminada por el norte de una doctrina rigurosamente científica. En lugar de sectas, escuelas, utopías y experimentos llevados a cabo en cada país por cuenta propia surgía una base teórica uniforme e internacional que entrelazaba los países como se entrelazan las páginas de un libro. La teoría marxista dio a la clase obrera de todo el mundo una brújula para que se orientara por el torbellino de los acontecimientos cotidianos, para que dirigiera en todo el mundo la táctica de lucha hacia la inamovible meta final.

Fue la socialdemocracia alemana la portadora, defensora y guardiana de ese nuevo método. La guerra de 1870 y la derrota de la Comuna de París trasladaron el centro de gravedad del movimiento obrero europeo a Alemania. Al igual que Francia había sido el lugar clásico durante la primera fase de la lucha de clases proletaria, y al igual que París fue el corazón palpitante y sangrante de la clase obrera europea de aquella época, del mismo modo la clase obrera alemana se convirtió en la vanguardia durante la segunda fase. A costa de los innumerables sacrificios del infatigable trabajo cotidiano, se creó la más fuerte y modélica organización, la prensa más numerosa, se dio vida a los más eficaces medios de educación e ilustración, agrupó en torno suyo a poderosas masas de electores y conquistó las más numerosas representaciones parlamentarias. La socialdemocracia alemana era considerada la más pura encarnación del socialismo marxista. Tenía y exigía un puesto especial como maestra y guía de la Segunda Internacional. Federico Engels escribía en 1895, en su famoso prólogo a la obra de Marx, La lucha de clases en Francia: “Independientemente de lo que pueda suceder en otros países, la socialdemocracia alemana goza de una posición especial y tiene por ello, al menos de momento, también una tarea especial. Los dos millones de electores que envía a las urnas, juntamente con los jóvenes no electores de ambos sexos que la apoyan, forman la masa más numerosa y compacta, decisiva ‘fuerza de choque’ del ejército proletario internacional”. La socialdemocracia alemana fue, como escribía el Wiener Arbeiterzeitung el 15 de agosto de 1914, “la perla de la organización del proletariado con conciencia de clase”. Sus huellas fueron seguidas asiduamente por la socialdemocracia francesa, italiana y belga, por el movimiento obrero de Holanda, de los países escandinavos, de Suiza y de los Estados Unidos. Los países eslavos, los rusos, los socialdemócratas balcánicos, la contemplaban con una admiración sin límites y casi exenta de crítica. En la Segunda Internacional, la “fuerza de choque” alemana desempeñaba el papel principal. En los Congresos, en las sesiones del Buró de la Internacional Socialista, todo reposaba en la opinión de los alemanes. Sí, hasta en las cuestiones de la lucha contra el militarismo y la guerra siempre era decisiva la opinión de la socialdemocracia alemana.

 “Para nosotros, alemanes, esto es inaceptable”, esto bastaba, por lo general, para determinar la orientación de la Internacional. Con una confianza ciega se entregaba a la dirección de la admirada y poderosa socialdemocracia alemana; era el orgullo de todo socialista y el terror de las clases dominantes de todos los países.

¿Y qué presenciamos en Alemania cuando llegó la gran prueba histórica? La caída más profunda, el desmoronamiento más gigantesco. En ninguna parte la organización del proletariado se ha puesto tan completamente al servicio del imperialismo, en ninguna parte se soporta con menos oposición el estado de sitio, en ninguna parte está la prensa tan amordazada, la opinión pública tan sofocada y la lucha de clases, económica y política de la clase obrera, tan abandonada como en Alemania.

Pero la socialdemocracia alemana no era únicamente la vanguardia más poderosa, era también el cerebro pensante de la Internacional. Por eso debemos aplicar a ella y a su caso el análisis, el proceso de autorreflexión. Tiene el deber de tomar la iniciativa de la salvación del socialismo internacional, es decir, ser la primera en proceder a una autocrítica despiadada. Ningún otro partido, ninguna otra clase de la sociedad burguesa puede demostrar ante todo el mundo los propios errores y las propias debilidades en el diáfano espejo de la crítica, pues el espejo refleja, al mismo tiempo, los límites históricos de su futuro y la fatalidad histórica de su pasado. La clase obrera puede, sin temor, mirar la verdad cara a cara, hacerse la más amarga autocrítica, pues sus debilidades son sólo un ofuscamiento; la rígida ley de la historia le devuelve la fuerza, le garantiza su victoria final.

La autocrítica despiadada no es únicamente un derecho vital, sino el deber supremo de la clase obrera. ¡A bordo de nuestro barco llevamos los tesoros más grandes de la humanidad, cuya custodia fue legada al proletariado! Y mientras la sociedad burguesa, avergonzada y deshonrada por la orgía sangrienta, sigue avanzando hacia su destrucción, el proletariado internacional debe reaccionar y reaccionará para salvar los tesoros que él, en el furioso torbellino de la guerra mundial yen un momento de ofuscación y debilidad, dejó que se hundieran en el abismo.

Una cosa es cierta: la guerra mundial representó un viraje en la historia mundial. Sería una insensatez pensar que sólo necesitamos sobrevivir a la guerra, como liebre que espera el final de la tormenta bajo el matorral, para proseguir después alegremente la antigua andadura. La guerra mundial ha transformado las condiciones de nuestra lucha y, sobre todo, a nosotros mismos. No se trata de que las leyes fundamentales del desarrollo capitalista o de la guerra a muerte entre el capital y el trabajo hayan sufrido una desviación o apaciguamiento. Ya hoy, en medio de la guerra, caen las máscaras y nos sonríen irónicamente los antiguos rostros conocidos. Pero el ritmo del desarrollo ha recibido un poderoso impulso con la erupción del volcán imperialista; la violencia de los enfrentamientos en el seno de la sociedad, la magnitud de las tareas que se presentan al proletariado socialista a corto plazo, todo esto hace aparecer como un dulce idilio a todo lo que había venido ocurriendo hasta ahora en la historia del movimiento obrero.

Históricamente, esta guerra estaba llamada a promover poderosamente la causa del proletariado. En Marx, que descubrió con visión profética tantos aspectos históricos en el seno del futuro, se encuentra el siguiente notable párrafo, en su libro La lucha de clases en Francia:

“En Francia, el pequeñoburgués hace lo que normalmente tendría que hacer el burgués industrial (luchar por los derechos parlamentarios); el obrero hace lo que debería ser tarea del pequeñoburgués (luchar por la república democrática); y la misión del obrero, ¿quién la cumple? Nadie. En Francia no se lleva a cabo, sólo se proclama. No se realiza en ninguna parte dentro de las fronteras nacionales. La guerra de clases en el seno de la sociedad francesa se transforma en una guerra mundial en la que se enfrentan las naciones. La solución sólo comenzará cuando el proletariado, mediante una guerra mundial, sea llevado a dirigir el pueblo que domina el mercado mundial, a dirigir Inglaterra. La revolución no encuentra aquí su meta, sino su comienzo organizativo, no es una revolución de cortos vuelos. La generación actual se parece a los judíos que conducía Moisés por el desierto. No sólo ha de conquistar un mundo nuevo, sino que debe perecer para dejar sitio a los hombres que crecerán en un mundo nuevo”.

Esto fue escrito en 1850; en una época en la que Inglaterra era el único país capitalista desarrollado, el proletariado inglés, el mejor organizado y el que parecía llamado, por el auge económico de su país, a dirigir a la clase obrera internacional. Léase en lugar de Inglaterra: Alemania, y las palabras de Marx son una predicción genial de la actual guerra mundial. Estaba ésta destinada a poner al proletariado alemán a la cabeza del pueblo y, con ello, a producir “un comienzo organizativo” para el gran enfrentamiento internacional generalizado entre el trabajo y el capital en torno al poder político del Estado.

 ¿Y habíamos imaginado acaso de forma diferente el papel que desempeñaría la clase obrera en la guerra mundial? Recordemos cómo describíamos el porvenir hace todavía muy poco tiempo:

“Entonces vendrá la catástrofe. Sonará en Europa la hora de la gran marcha final en la que de 16.000.000 a 18.000.000 de hombres, flor y nata de diferentes naciones, equipados con los mejores instrumentos de muerte, entrarán en campaña como enemigos. Pero, en mi opinión, tras esa gran marcha general se encuentra la gran derrota. Y no vendrá por nosotros, vendrá por su propio peso. Llevan las cosas al extremo, conducen a la catástrofe. Cosecharán lo que han sembrado. El ocaso de los dioses del mundo burgués está en marcha. Estad seguros: ¡Está en marcha!”.

Así hablaba en el Reichstag, durante el debate sobre Marruecos, Bebel, el representante de nuestra fracción.

El folleto del partido ¿Imperialismo o Socialismo? que fue difundido hace algunos años por centenares de miles de ejemplares, concluía con las siguientes palabras:

“La lucha contra el imperialismo se convierte cada vez más en una lucha decisiva entre el capital y el trabajo. ¡Peligro de guerra, encarecimiento de la vida y capitalismo, o paz, bienestar para todos, socialismo! Ésta es la alternativa. La historia se encuentra ante grandes decisiones. El proletariado debe trabajar incansablemente en su tarea histórico-mundial, fortalecer el poder de su organización y la claridad de sus conocimientos. Suceda lo que suceda, o bien tiene fuerza para conseguir ahorrar a la humanidad el terrible espanto de una guerra mundial, o bien se hundirá el mundo capitalista en la historia de la misma forma en que nació, es decir, en sangre y violencia: el momento histórico encontrará preparada a la clase obrera, y el estar preparada es todo”.

En el oficial Manual de los electores socialdemócratas de 1911, publicado con motivo de las últimas elecciones al Reichstag, se puede leer en la página 42 lo siguiente sobre la esperada guerra mundial:

“¿Creen nuestros gobernantes y clases dominantes que pueden imponer a los pueblos esa monstruosidad? ¿No se apoderará de los pueblos un grito de horror, de ira y de indignación, llevándolos a terminar con este asesinato?

“¿No preguntarán: para quién, por qué todo esto? ¿Somos, acaso, enfermos mentales para ser tratados así? ¿O para qué nos dejamos tratar así?

“Quien reflexione sosegadamente sobre la probabilidad de una gran guerra europea no podrá llegar a otras conclusiones que las aquí expuestas. La próxima guerra europea se jugará el todo por el todo, un juego como el mundo no ha visto hasta ahora; será, según todas las predicciones, la última guerra”.

Con este lenguaje y con estas palabras hicieron su propaganda para conseguir 110 escaños nuestros actuales diputados en el Reichstag. Cuando en el verano de 1911 el salto de pantera sobre Agadir[2]y la ruidosa campaña difamatoria del imperialismo alemán habían hecho inminente el peligro de guerra europea, una asamblea internacional, reunida en Londres el 14 de agosto, tomaba la siguiente resolución:

“Los delegados alemanes, españoles, ingleses, holandeses y franceses de las organizaciones obreras declaran estar dispuestos a rechazar, por todos los medios a su alcance, toda declaración de guerra. Toda nación representada contrae la obligación, de acuerdo con las resoluciones de sus Congresos Nacionales y de los Internacionales, a actuar en contra de todas las intrigas criminales de las clases dominantes”.

Pero cuando en noviembre de 1912 se reunía en Basilea el Congreso de la Internacional, cuando llegaba a la catedral la gran comitiva de representantes obreros,[3]un estremecimiento de horror sacudió el pecho de todos los presentes ante la magnitud del momento crucial que se acercaba y surgió una decisión heroica.

El frío y escéptico Víctor Adler, exclamó:

“Camaradas, lo más importante es que aquí encontremos la raíz común de nuestra fuerza, que de aquí nos llevemos la energía para que cada uno haga en su país lo que pueda, con las formas y medios que tengamos, con todo el poder que poseemos, para oponernos a esta guerra criminal. Y si llegara a declararse, si verdaderamente llegara a consumarse, entonces hemos de procurar que sea una primera piedra, la primera piedra del final.

 “Este es el espíritu que anima a toda la Internacional.

“Y cuando el asesinato, el incendio y la pestilencia se extiendan por la civilizada Europa... sólo podemos pensar con horror en ello, y la indignación y el espanto invaden nuestros pechos. Y nos preguntamos: ¿son, acaso, los hombres, los proletarios, borregos que pueden ser conducidos estúpidamente al matadero...?”.

Troelstra habló en nombre de las “pequeñas naciones” y en nombre de Bélgica:

“El proletariado de los países pequeños se encuentra en cuerpo y alma a disposición de la Internacional en todo lo que decida para alejar el peligro de la guerra. Expresamos la esperanza de que cuando las clases dominantes de los grandes Estados llamen a las armas a los hijos del proletariado para saciar las ansias de poder de su gobierno en la sangre y en la tierra de los pueblos pequeños, entonces, los hijos de los proletarios, bajo la poderosa influencia de sus padres proletarios; de la lucha de clases y de la prensa proletaria, lo pensarán tres veces antes de hacerles algún daño a sus hermanos, a sus amigos, a nosotros, por ponerse al servicio de esa empresa enemiga de la civilización”.

Y Jaurés, después de que hubo leído el manifiesto contra la guerra en nombre del Buró de la Internacional, cerraba su discurso con estas palabras:

“¡La Internacional representa a todas las fuerzas honestas del mundo! Y si llega la hora trágica, en la que nos entregaremos sin reservas, esa conciencia nos sostendrá y nos fortalecerá. No es hablar por hablar, no, desde lo más profundo de nuestro ser declaramos que estamos dispuestos a realizar todos los sacrificios”.

Fue como un juramento de Rütli.[4]Todo el mundo dirigió sus miradas a la catedral de Basilea, donde las campanas repicaban grave y solemnemente por la gran batalla futura entre el ejército del trabajo y el poder del capital.

El 3 de diciembre de 1912 hablaba en el Reichstag alemán David, el representante de la fracción socialdemócrata:

“Fue uno de los momentos más hermosos de mi vida, lo confieso. Cuando las campanas de la catedral acompañaban a la comitiva de los socialdemócratas internacionales, cuando las banderas rojas se colocaban en el coro y en el altar de la iglesia, y los sones del órgano saludaban a los delegados de los pueblos, que querían pronunciarse por la paz, me produjo una impresión que no olvidaré... Lo que sucede debería estar claro para ustedes. Las masas dejan de ser rebaños sin voluntad ni pensamiento.

Esto es nuevo en la historia. En otros tiempos las masas se habían dejado llevar ciegamente unas contra otras, por aquellos que tenían intereses en la guerra, hacia el genocidio. Esto se acaba. Las masas dejan de ser instrumentos sin voluntad y satélites de cualquier tipo de intereses belicistas”.

Una semana antes del comienzo de la guerra, el 26 de julio de 1914, se escribía en los periódicos del partido alemán:

“No somos marionetas, combatimos con toda energía un sistema que hace de los hombres instrumentos sin voluntad de circunstancias que actúan ciegamente, combatimos ese capitalismo que se prepara a transformar en un humeante campo de matanza a una Europa sedienta de paz. Si la ruina siguiera su curso, si la decidida voluntad de paz del proletariado alemán y del proletariado internacional, que se expresará en los próximos días en poderosas manifestaciones, no fuese capaz de impedir la guerra, entonces ésta debiera ser la última guerra, debiera convertirse en el crepúsculo de los dioses del capitalismo” (Frankfurter Volkstimme).

El 30 de julio de 1914 escribía el órgano central de la socialdemocracia alemana:

“El proletariado socialista rechaza toda responsabilidad por los acontecimientos que desencadena una clase dominante ofuscada hasta el desvarío. Sabe que una nueva vida florecerá para él sobre !as ruinas. Toda la responsabilidad recae sobre los gobernantes de hoy. Se trata para ellos de una cuestión de vida o muerte. La historia mundial es el juicio mundial”.

Llegó entonces lo inesperado, lo atípico, el 14 de agosto de 1914.[5]¿Era necesario que ocurriese? Un acontecimiento de esta trascendencia no es, por cierto, un juego de azar. Debe ser el resultado de profundas y amplias causas objetivas. Pero estas causas pueden radicar también en errores de la socialdemocracia, en de la dirección del proletariado, en el fracaso de nuestra voluntad de lucha, de nuestro valor, de nuestra fidelidad a los principios.

El socialismo científico nos ha enseñado a comprender las leyes objetivas del desarrollo histórico. Los hombres no hacen su historia libremente. Pero la hacen ellos mismos. El proletariado depende en su acción del grado de madurez correspondiente al desarrollo social, pero el desarrollo social no se produce, al margen del proletariado, es en igual medida tanto su motor y su causa, su producto y su resultado. Su propia acción es parte codeterminante de la historia. Y si bien no podemos saltar por encima de ese desarrollo social, pero el desarrollo social no se produce al margen de sombras, podemos acelerarlo o retrasarlo.

El socialismo es el primer movimiento popular de la historia mundial que se ha puesto como objetivo, y está llamado por la historia a introducir en el hacer social de los hombres un sentido consciente, un pensamiento planificado y, por consiguiente,

 

[1]“La marcha de seis semanas...” se refiere a los planes del Estado Mayor alemán, dirigido por Helmut von Moltke, quien pretendía ganar la guerra en dos etapas: 1a) derrotando e invadiendo Francia en un ataque rápido (seis semanas); 2a) enviando luego todos los contingentes de tropas al frente oriental.

[2]Nombre del crucero alemán (Pantera) que fue enviado a Agadir en 1911.

[3]Se refiere a los 555 delegados al Congreso de Basilea, que representaban a 23 naciones.

[4]Se trata de un juramento de los antiguos confederados suizos.

[5]La votación de la fracción parlamentaria del SPD en el Reichstag a favor de los créditos de guerra.

 

 

 

 

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