Ver el ORIGINAL en PDF

PREÁMBULO

 

El giro radical en la historia de la imagen de Stalin

 

De la guerra fría al Informe Kruschov

Tras la desaparición de Stalin se sucedieron imponentes manifestaciones de duelo: en el transcurso de su agonía «millones de personas se agolparon en el centro de Moscú para rendir el último homenaje» al líder que estaba muriendo; el 5 de marzo de 1953, «millones de ciudadanos lloraron la pérdida como si se tratase de un luto personal»[1]. La misma reacción se produjo en los rincones más recónditos de todo el país, por ejemplo en un «pequeño pueblo» en el que, apenas se supo de lo ocurrido, se cayó en un luto espontáneo y coral[2]. La «consternación general» se difundió más allá de las fronteras de la URSS: «Por las calles de Budapest y de Praga muchos lloraban»[3].

A miles de kilómetros del campo socialista, también en Israel la reacción fue de luto: «Todos los miembros del MAPAM, sin excepción, lloraron»; se trataba del partido al que pertenecían «todos los líderes veteranos» y «casi todos los ex-combatientes». Al dolor siguió la zozobra: «El sol se ha puesto» titulaba el periódico del movimiento de los kibbutz, "Al-Hamishmar". Tales sentimientos fueron durante cierto tiempo compartidos por personajes de primera línea del aparato estatal y militar: «Noventa oficiales que habían participado en la guerra del '48, la gran Guerra de independencia de los judíos, se unieron en una organización clandestina armada filo-soviética [aparte de filo-estalinista] y revolucionaria. De estos, once ascendieron a generales y uno a ministro, y todavía hoy son honrados como padres de la patria de Israel»[4].

En Occidente, entre los que homenajearon al líder desaparecido no se encontraban solamente los dirigentes y militantes de los partidos comunistas ligados a la Unión Soviética. Un historiador (Isaac Deutscher), que por lo demás era un ferviente admirador de Trotsky, escribió una necrológica llena de reconocimientos:

Tras tres decenios, el rostro de la Unión Soviética se ha transformado completamente. Lo esencial de la acción histórica del estalinismo es esto: se ha encontrado con una Rusia que trabajaba la tierra con arados de madera, y la deja siendo dueña de la pila atómica. Ha alzado a Rusia hasta el grado de segunda potencia industrial del mundo, y no se trata solamente de una cuestión de mero progreso material y de organización. No se habría podido obtener un resultado similar sin una gran revolución cultural en la que se ha enviado al colegio a un país entero para impartirle una amplia enseñanza.

En definitiva, aunque condicionado y en parte desfigurado por la herencia asiática y despótica de la Rusia zarista, en la URSS de Stalin «el ideal socialista tenía una innata, compacta integridad».

En este balance histórico no había ya sitio para las feroces acusaciones dirigidas en su momento por Trotsky al líder desaparecido. ¿Qué sentido tenía condenar a Stalin como traidor al ideal de la revolución mundial y preconizador del socialismo en un sólo país, en un momento en el que el nuevo orden social se expandía por Europa y Asia y la revolución rompía su «cascarón nacional»?[5] Ridiculizado por Trotsky como un «pequeño provinciano transportado, como si de un chiste de la historia se tratase, al plano de los grandes acontecimientos mundiales»[6], en 1950 Stalin había surgido, en opinión de un ilustre filósofo (Alexandre Kojéve), como encarnación del hegeliano espíritu del mundo y había sido por tanto llamado a unificar y a dirigir la humanidad, recurriendo a métodos enérgicos y combinando en su práctica sabiduría y tiranía[7].

Al margen de los ambientes comunistas, es decir de la izquierda filo-comunista, y pese al recrudecimiento de la Guerra Fría y la persistencia de la guerra caliente en Corea, en Occidente la muerte de Stalin dio pie a necrológicas por lo general «respetuosas» o «equilibradas»: en aquél momento «él era todavía considerado un dictador relativamente benigno e incluso un estadista, y en la conciencia popular persistía el recuerdo afectuoso del "tío Joe", el gran líder de la guerra que había guiado a su pueblo a la victoria sobre Hitler y había ayudado a salvar a Europa de la barbarie nazi»[8]. No habían menguado aún las ideas, impresiones y emociones de los años de la Gran Alianza contra el Tercer Reich y sus aliados, en la medida en que —recordaba Deutscher en 1948— «estadistas y generales extranjeros fueron conquistados por el excepcional dominio con el que Stalin se ocupaba de todos los detalles técnicos de su maquinaria de guerra»[9].

Entre las personalidades "conquistadas" se encontraba también aquél que en su momento había defendido una intervención militar contra el país de la Revolución de Octubre, esto es, Winston Churchill, que a propósito de Stalin se había expresado reiteradas veces en estos términos: «Este hombre me gusta»[10]. En ocasión de la Conferencia de Teherán, en noviembre de 1943, el estadista inglés había saludado al homólogo soviético como «Stalin el Grande»: era digno heredero de Pedro el Grande; había salvado a su país, preparándolo para derrotar a los invasores.[11] Ciertos aspectos habían fascinado también a Averell Harriman, embajador estadounidense en Moscú entre 1943 y 1946, que siempre había retratado al líder soviético de manera bastante positiva en el plano militar: «Me parecía mejor informado que Roosevelt y más realista que Churchill, en cierto modo el más eficiente de los líderes de la contienda».[12] En términos incluso enfáticos se había expresado en 1944 Alcide De Gasperi, que había celebrado «el mérito inmenso, histórico, secular, de los ejércitos organizados por el genio de José Stalin». Tampoco los reconocimientos del eminente político italiano se limitaban al plano meramente militar:

Cuando veo que Hitler y Mussolini perseguían a los hombres por su raza, e inventaban aquella terrible legislación antijudía que conocemos, y contemplo cómo los rusos, compuestos por 160 razas diferentes, buscan la fusión de éstas, superando las diferencias existentes entre Asia y Europa, este intento, este esfuerzo hacia la unificación de la sociedad humana, dejadme decir: esto es cristiano, esto es eminentemente universalista en el sentido del catolicismo[13].

El prestigio del que Stalin había gozado y continuaba gozando entre los grandes intelectuales no era ni menos intenso ni menos generalizado. Harold J. Laski, prestigioso exponente del partido laborista inglés, conversando en otoño de 1945 con Norberto Bobbio, se había declarado «admirador de la Unión Soviética» y de su líder, describiéndolo como alguien «muy sabio» (tres sage)[14] En aquél mismo año Hannah Arendt había dejado escrito que el país dirigido por Stalin se había distinguido por el «modo, completamente nuevo y exitoso, de afrontar y armonizar los conflictos entre nacionalidades, de organizar poblaciones diferentes sobre la base de la igualdad nacional»; se trataba de una suerte de modelo, era algo «al que todo movimiento político y nacional debería prestar atención»[15].

A su vez, escribiendo poco antes y poco después del final de la segunda guerra mundial, Benedetto

Croce había reconocido a Stalin el mérito de haber promovido la libertad no sólo a nivel internacional, al haber contribuido a la lucha contra el nazifascismo, sino también en su propio país. Sí, dirigiendo la URSS se encontraba «un hombre dotado de genio político», que desarrollaba una función histórica en conjunto positiva: respecto a la Rusia prerrevolucionaria «el sovietismo ha sido un progreso de libertad», así como «en relación con el régimen feudal» también la monarquía absoluta fue «un progreso de la libertad que generó ulteriores y mayores progresos de ésta». Las dudas del filósofo liberal se concentraban sobre el futuro de la Unión Soviética, sin embargo estas mismas, por contraste, resaltaban aún más la grandeza de Stalin: había ocupado el lugar de Lenin, de modo que a un genio le había seguido otro, ¿pero qué sucesores depararía a la URSS «la Providencia»?[16]

Aquellos que, con el comienzo de la crisis de la Gran Alianza, comenzaban a aproximar la Unión Soviética de Stalin y la Alemania de Hitler, habían sido duramente reprobados por Thomas Mann. Lo que caracterizaba al Tercer Reich era la «megalomanía racial» de la sedicente «raza de Señores», que había puesto en marcha una «diabólica política de despoblación», y antes, de extirpación de la cultura en los territorios conquistados. Hitler se había limitado así a la máxima de Nietzsche: «Si se desean esclavos es estúpido educarlos como amos». La orientación del «socialismo ruso» era directamente la contraria; difundiendo masivamente instrucción y cultura, había demostrado no querer «esclavos», sino más bien «hombres pensantes», y por tanto, pese a todo, había estado dirigida «hacia la libertad». Resultaba por consiguiente inaceptable la aproximación entre los dos regímenes. Es más, aquellos que argumentaban así podían ser sospechosos de complicidad con el fascismo que pretendían condenar:

Colocar en el mismo plano moral el comunismo ruso y el nazifascismo, en la medida en que ambos serían totalitarios, en el mejor de los casos es una superficialidad; en el peor es fascismo. Quien insiste en esta equiparación puede considerarse un demócrata, pero en verdad y en el fondo de su corazón es en realidad ya un fascista, y desde luego sólo combatirá el fascismo de manera aparente e hipócrita, mientras deja todo su odio para el comunismo[17].

Después estalló la guerra fría y, al publicar su libro sobre el totalitarismo, Arendt llevaría a cabo en 1951 precisamente aquello que Mann denunciaba. Y sin embargo, casi simultáneamente, Kojéve señalaba a Stalin como el protagonista de un giro histórico decididamente progresivo y de dimensiones planetarias. En el mismo Occidente la nueva verdad —el nuevo motivo ideológico de la lucha ecuánime contra las diferentes manifestaciones del totalitarismo—, tenía aún dificultades en afianzarse.

En 1948 Laski había reafianzado en cierto modo el punto de vista expresado tres años antes: para definir a la URSS retomaba una categoría utilizada por otra representante de primer nivel del laborismo inglés, Beatrice Webb, que ya en 1931, aunque también durante la segunda guerra mundial y hasta su muerte, había hablado del país soviético en términos de «nueva civilización». Sí —confirmaba Laski—, con el formidable impulso dado a la promoción social de las clases durante tanto tiempo explotadas y oprimidas, y con la introducción en la fábrica y en los puestos de trabajo de nuevas relaciones que ya no se apoyaban en el poder soberano de los propietarios de los medios de producción, el país guiado por Stalin había despuntado como el «pionero de una nueva civilización». Desde luego ambos se habían apresurado a precisar que sobre la «nueva civilización» que estaba surgiendo todavía pesaba el lastre de la «Rusia bárbara». Esta se expresaba en formas despóticas, pero —subrayaba en especial Laski— para formular un juicio correcto sobre la Unión Soviética era necesario no perder de vista un hecho esencial: «Sus líderes llegaron al poder en un país acostumbrado a una tiranía sangrienta» y estaban obligados a gobernar en una situación caracterizada por un «estado de sitio» más o menos permanente y por una «guerra en potencia o en acto». Además, en situaciones de crisis aguda, también Inglaterra y los Estados Unidos habían limitado de manera más o menos drástica las libertades tradicionales[18].

Al referirse a la admiración expresada por Laski respecto a Stalin y al país dirigido por él, Bobbio escribirá mucho más tarde: «Al día siguiente de una victoria contra Hitler, a la cual los soviéticos habían contribuido de manera determinante con la batalla de Stalingrado, [tal declaración] no me impresionó especialmente». En realidad, en el intelectual laborista inglés el homenaje rendido a la URSS y a su líder iban bastante más allá del plano militar. Por otro lado, ¿difería tanto de la posición del filósofo turinés en aquél momento? En 1954 este último publicaba un ensayo que señalaba como mérito de la Unión Soviética (y de los Estados socialistas) el haber «iniciado una nueva fase de progreso civil en países políticamente atrasados, introduciendo instituciones tradicionalmente democráticas: de democracia formal, como el sufragio universal y la elegibilidad de los cargos, y de democracia substancial, como la colectivización de los instrumentos de producción»; se trataba entonces de arrojar «una gota de aceite [liberal] en la maquinaria de la revolución ya realizada»[19]. Como se puede ver, el juicio expresado sobre el país todavía de luto por la muerte de Stalin era todo menos negativo.

En 1954 todavía latía en el pensamiento de Bobbio la herencia del socialismo liberal. Pese a subrayar con fuerza el valor irrenunciable de la libertad y de la democracia, en los años de la guerra de España Cario Rosselli había contrapuesto negativamente los países liberales («La Inglaterra oficial está con Franco, mata de hambre Bilbao») a una Unión Soviética empeñada en ayudar a la República española agredida por el nazifascismo.[20] Tampoco se trataba solamente de la política internacional. Frente a un mundo caracterizado por la «fase del fascismo, de las guerras imperialistas y de la decadencia capitalista», Cario Rosselli había puesto el ejemplo de un país que, pese a estar todavía bien lejos de un socialismo democrático maduro, en todo caso había dejado atrás el capitalismo y representaba «un capital de valiosas experiencias» para cualquiera comprometido con la construcción de una sociedad mejor: «Hoy, con la gigantesca experiencia rusa [...] disponemos de un material positivo inmenso. Todos sabemos qué significa revolución socialista, organización socialista de la producción»[21].

En conclusión, durante todo un período histórico, en círculos que iban bastante más allá del movimiento comunista, el país guiado por Stalin, así como el mismo Stalin, gozaron de interés y simpatía, de estima y quizás incluso de admiración. Desde luego, hay que contar con la grave desilusión provocada por el pacto con la Alemania nazi, pero Stalingrado ya se había ocupado de borrarla. Es por esto por lo que en 1953, y en los años siguientes, el homenaje al líder desaparecido unió al campo socialista, pareció por momentos fortalecer al movimiento comunista pese a las anteriores pérdidas, y acabó en cierto modo teniendo eco en el mismo Occidente liberal, que se había volcado ya en una Guerra fría dirigida por ambas partes, sin concesiones. No es casual que, en el discurso de Fulton en el que había dado comienzo oficialmente a la Guerra fría, Churchill se expresara de este modo: «Siento gran admiración y respeto por el valiente pueblo ruso y por mi compañero en tiempos de guerra, el mariscal Stalin»[22]. No hay duda; según aumentaba en intensidad la guerra fría, los tonos se iban haciendo más ásperos. Y sin embargo, todavía en 1952, un gran historiador inglés que había trabajado al servicio del Foreign Office, Arnold Toynbee, había podido permitirse comparar al líder soviético con «un hombre de genio: Pedro el Grande»; sí, «la prueba del campo de batalla ha acabado justificando el tiránico impulso de occidentalización tecnológica llevado a cabo por Stalin, tal y como ocurrió antes con Pedro el Grande». Es más, continuaba estando justificado incluso más allá de la derrota infligida al Tercer Reich: después de Hiroshima y Nagasaki, Rusia se encontraba de nuevo ante «la necesidad de acelerar la marcha para alcanzar a la tecnología occidental» que de nuevo la había «adelantado fulminantemente»[23].

 

En pos de una comparativa global

De modo que, más aún que la Guerra fría, es otro acontecimiento histórico el que imprime un giro radical a la historia de la imagen de Stalin; el discurso de Churchill del 5 de marzo de 1946 tiene un papel menos importante que otro discurso, el pronunciado diez años después, para ser más exactos el 25 de febrero de 1956, por Nikita Kruschov en ocasión del XX Congreso del partido comunista de la Unión Soviética.

Durante más de tres decenios este Informe, que dibujaba el retrato de un dictador enfermizamente sanguinario, vanidoso y bastante mediocre —o incluso ridículo— en el plano intelectual, ha satisfecho a casi todos. Permitía al nuevo grupo dirigente que gobernaba la URSS el presentarse como el depositario único de la legitimidad revolucionaria en el ámbito del país, del campo socialista y del movimiento comunista internacional, que miraba a Moscú como su centro neurálgico. Reforzado en sus antiguas convicciones y con nuevos argumentos a disposición para emprender la Guerra fría, también Occidente tenía razones para estar satisfecho (o entusiasta). En los Estados Unidos la sovietología había manifestado la tendencia a desarrollarse alrededor de la CIA y otras agencias militares y de intelligence, previa eliminación de los elementos sospechosos de albergar simpatías por el país de la Revolución de Octubre[24]. Se había perfilado un proceso de militarización de la disciplina clave para el desarrollo de la Guerra fría; en 1949 el presidente de la American Historical Association había declarado: «No nos podemos permitir no ser ortodoxos», ya no se permitirá más la «pluralidad de objetivos y de valores». Es necesario aceptar «amplias medidas de alistamiento» puesto que la «guerra total, sea caliente o fría, nos recluta a cada uno de nosotros y nos llama a cumplir con nuestro deber. De esta obligación se libra tan poco el historiador como el físico»[25]. En 1956 no sólo no se disipa la fuerza de estas consignas, sino que a partir de entonces, una sovietología más o menos militarizada puede disfrutar de la comodidad y apoyo proveniente del mismo corazón del mundo comunista.

Es verdad; más que el comunismo en cuanto tal, el Informe Kruschov ponía bajo el dedo acusador a una única persona, pero en aquellos años era oportuno, también desde el punto de vista de Washington y de sus aliados, no ampliar demasiado el blanco, y concentrar el fuego sobre el país de Stalin. Con la firma del «pacto balcánico» de 1953, firmado con Turquía y Grecia, Yugoslavia se convirtió en una especie de miembro externo de la OTAN, y unos veinte años después también China cerrará con los EEUU una alianza de facto contra la Unión Soviética. Es a esta superpotencia a la que hay que aislar, y a la que se insta a realizar una "desestalinización" cada vez más radical, hasta quedar privada de toda identidad y autoestima, y tener que resignarse a la capitulación y a la disolución final.

Finalmente, gracias a las "revelaciones" provenientes de Moscú, los grandes intelectuales podían olvidar tranquilamente el interés, la simpatía e incluso la admiración con la que habían mirado hacia la URSS estaliniana. Además de estos, también los intelectuales que tenían en Trotsky su punto de referencia encontraron consuelo en aquellas "revelaciones". Durante mucho tiempo había sido este último quien había encarnado, a ojos de los enemigos de la Unión Soviética, la ignominia del comunismo, y el que había sido el representante privilegiado del "exterminador", es más, el «exterminador judío» (vid. infra, pp. 268); todavía en 1933, exiliado ya desde hacía algunos años, para Spengler, Trotsky continuaba representando al «bolchevique asesino de masas» (bolschewistischer Massenmórder)[26]. A partir del giro realizado en el XX Congreso del PCUS, en el museo de los horrores se colocó solamente a Stalin y sus colaboradores más estrechos. Sobre todo, ejerciendo su influencia bastante más allá del ámbito trotskista, el Informe Kruschov cumplía una función de consuelo en los ambientes de cierta izquierda marxista, que se sentía así exonerada de la penosa obligación de repensar la teoría del Maestro y la historia de los efectos desplegados por ella. Es cierto, en vez de extinguirse, en los países gobernados por comunistas el Estado se encontraba bastante sobredimensionado; lejos de disolverse, las identidades nacionales cumplían un papel cada vez más importante en los conflictos que llevarían al desmembramiento y entierro definitivo del campo socialista; no se vislumbraba signo alguno de superación del dinero o del mercado, que con el desarrollo económico acaso tendían a expandirse. Sí, todo era incontestable, pero la culpa era... ¡de Stalin y del "estalinismo"! Y por lo tanto no había razones para poner en discusión las esperanzas o certezas que habían acompañado a la revolución bolchevique y que remitían a Marx.

 

[1] Medvedev (1977), p. 705; Zubkova (2003), comentarios a pie de foto 19-20.

[2] Thurston (1996), pp. XIII-XIV.

[3] Fejtó (1971), p. 31.

[4] Nirenstein (1997).

[5] Deutscher (1972a), pp. 167-9.

[6] Trotsky (1962), p. 447.

[7] Kojéve (1954).

[8] Roberts (2006), p. 3.

[9] Deutscher (1969), p. 522

[10] Roberts (2006), p. 273.

[11] En Fontaine (2005), p. 66; remite a un libro de Averell Harriman y Elie Abel.

[12] En Thomas (1988), p. 78.

[13] De Gasperi (1956), pp. 15-6.

[14] Bobbio (1997), p. 89

[15] Arendt (1986b), p. 99.

[16] Croce (1993), vol. 2, pp. 33-4 y 178.

[17] Mann (1986a), pp. 271 y 278-9; Mann (1986b), pp. 311-2.

[18] Webb (1982-85), vol. 4, pp. 242 y 490 (entradas del diario del 15 de marzo de 1931 y del 6 de diciembre 1942); Laski (1948), pp. 39-42 y passim.

[19] Bobbio (1997), p. 89; Bobbio (1977), pp. 164 y 280.

[20] Rosselli (1988), pp. 358, 362 y 367. Vid. Yuri Ribalkin, Stalin y España (ed. Marcial Pons 2007), Ángel Viñas, La soledad de la República: El abandono de las democracias y el viraje hacia la Unión Soviética (ed. Crítica 2006), El escudo de la República: el oro de España, la apuesta soviética y los hechos de mayo de 1937 (ed. Crítica 2007), El honor de la República: entre el acoso fascista, la hostilidad británica y la política de Stalin (ed. Crítica 2008), Javier Iglesias Peláez, Stalin en España. La gran excusa (ed. Raíces, 2008). [N. del T.]

[21] Ibid.pp. 301, 304-6 y 381.

[22] Churchill (1974), p. 7290.

[23] Toynbee (1992), pp. 18-20.

[24] Gleason (1995), p.121.

[25] Cohén (1986), p. 13.

[26] Spengler (1933), p. 86, nota 1.

 

Ver el documento completo