Prólogo
Pelayo García Sierra ofrece en este libro la exposición, admirable por su claridad y rigor, del conjunto principal de las Ideas que él mismo ha delimitado como sillares o partes significativas del sistema del materialismo filosófico.
El materialismo filosófico al que este libro se refiere es, en efecto, un sistema de Ideas que ha ido formándose y publicándose (en parte) lentamente, y no como obra de un autor único, a lo largo de las tres últimas décadas del siglo que acaba. La revista El Basilisco (Editorial Pentalfa), en sus dos épocas (1978-1984; 1989-) contiene las contribuciones de casi todos los autores que han intervenido en el desarrollo del sistema.
Un sistema filosófico no es (cuando se le considera desde una óptica materialista) un sistema deductivo que, partiendo de un principio único, «monista», pueda ser capaz de derivar en cascada una muchedumbre de Ideas que fueran «desplegando» y «refractando» este principio. Un sistema filosófico considerado desde el materialismo pluralista resulta del entretejimiento de Ideas múltiples que proceden, cada una a su modo, del terreno mismo «conceptualizado» en el que se asientan las realidades del mundo «en marcha» (en una marcha independiente del sistema) del presente.
A las Ideas, por tanto, se les reconocerá una cierta autonomía respecto del sistema que con ellas va a entretejerse; si bien esta autonomía no ha de entenderse en términos absolutos («megáricos») porque la autonomía relativa a un sistema dado no significa autonomía respecto de cualquier sistema alternativo. Las Ideas (incluidas las que son objeto de especial atención de la llamada filosofía asistemática o aforística) están siempre en sociedad o symploké. (¿Cómo analizar la Idea de Libertad, pongamos por caso, al margen de la Idea de Causalidad?)
Si comparamos un sistema filosófico, fundándonos en una innegable analogía pragmática, a un Mapa Mundi (no a un mero Mapa Terrae) las Ideas corresponderán a los perfiles de los accidentes del terreno que hayan podido ser previamente fijados en el relieve (por supuesto, algunas Ideas brotarán en el mismo proceso del entretejimiento sistemático). La metáfora del Mapa podría sugerir una interpretación de la verdad del sistema filosófico (no ya la de un sistema científico), como adecuación; sin embargo, habría que tener en cuenta que esta adecuación se establecería, no tanto entre el mapa y el terreno, sino entre las relaciones pragmáticas del sujeto con el terreno y las del sujeto con el mapa que representa a aquél. Como el mapa se supone levantado sobre el terreno a una escala determinada establecida por el sujeto, es obvio que los puntos señalados en el mapa habrán de adecuarse al terreno cuyos accidentes han sido seleccionados pragmáticamente. Y esto significa que la adecuación más que criterio de la verdad del mapa constituye la definición del mapa mismo. Propiamente la verdad del mapa sólo tiene sentido a través de los otros mapas, por su potencia para incorporar mayor número de accidentes y relaciones en función de los intereses pragmáticos del sujeto que lo utiliza. En cualquier caso el mapa es una representación superficial (a escala y con un tipo de proyección dado) de un terreno que debe haber sido recorrido, surcado o labrado previamente; pero también dará lugar a la conformación de lugares vacíos, lagunas o profundidades aún no recorridas. El mapa se apoya en los accidentes del terreno, en vértices geodésicos, en concreciones o nódulos definidos. Pero el mapa no sólo registra esos nódulos reales sino que busca incorporarlos a una red de relaciones mediante líneas o coordenadas artificiosas, pero no más artificiosas que los perfiles de los referidos accidentes del terreno. El Mapa del Mundo, el sistema filosófico, no interviene propiamente en el hacerse del mundo pero sí puede intervenir en la dirección de los pasos que podamos dar en él. El Mapa del Mundo puede llegar a ser, en un momento dado, indispensable para seguir pisando el terreno, para avanzar o para huir sin desorientarse enteramente. Pero nadie camina sobre el mapa y, en todo caso, el mapano se representa a sí mismo, porque el «Mapa de Royce» es un mapa límite que no existe y que es preciso descartar mediante un postulado de anástasis del proceso ad infinitum desencadenado por el proyecto de un «mapa que se represente a sí mismo».
Ahora bien, si, por tanto, el valor filosófico del Mapa Mundi del sistema, no puede «evaluarse» absolutamente en sí mismo (por ejemplo, por la estructura geométrica o estética de sus puntos, líneas o colores), ni tampoco por relación al terreno o mundo que damos por inabarcable, se comprenderá que la única posibilidad de evaluación sea, como hemos dicho, la que resulte de su confrontación con otros «Mapas del Mundo». Confrontación dialéctica que tendrá que apelar al criterio del grado de potencia que el mapa posea para reabsorber a los accidentes del terreno representados en los mapas alternativos. La Historia crítico-filosófica (no meramente doxográfica) de los sistemas filosóficos puede entenderse, por ello, como el más genuino procedimiento dialéctico de confrontación del que dispone un sistema filosófico que quiera, sin embargo, permanecer adherido a los accidentes del terreno del presente.
Según esto, cabe tratar dualmente (al modo como los geómetras tratan a los puntos y a las rectas: bien sea considerando al punto como intersección de rectas, bien sea considerando a las rectas como colineaciones de puntos) a las Ideas y al sistema de las mismas. Podríamos decir que las Ideas son «las partes que aparecen en los diversos sistemas» (sin perjuicio de recibir en ellos contornos característicos: la idea de Sustanciaaparece tanto en el sistema aristotélico como en el sistema espinosista, pero con perfiles diferentes) y que los sistemas son las «maneras alternativas» según las cuales las Ideas pueden ser entretejidas. Por tanto, también la expresión de un sistema filosófico podrá llevarse a cabo dualmente: o bien de un modo con-spectivo (o sin-óptico) o bien de un modo analítico despedazándolo en sus partes no sólo más características en el sentido exclusivo, sino también en el sentido asertivo (el que conviene a las Ideas que intersectan con otros sistemas filosóficos).
Pelayo García Sierra ha optado por la vía analítica. Ha determinado, en la masa del sistema del materialismo filosófico, un conjunto de Ideas cada una de las cuales parece permitir, al menos durante un cierto intervalo de su curso, un tratamiento «individualizado» y ha llevado a cabo este tratamiento con gran resolución. Es obvio también que no ha querido presentar sus análisis en la forma de un agregado de partes desordenadas, ni disimular el desorden con un orden externo (alfabético, por ejemplo) sino que ha clasificado las Ideas analizadas en diferentes rúbricas, a saber: I. Cuestiones preambulares, II. Ontología, III. Gnoseología, IV. Antropología y Filosofía de la Historia, V. Etica, Moral y Derecho, VI. Filosofía política,VII. Estética y Filosofía del Arte. Sin duda es un gran acierto el haber optado por esta clasificación, y no tanto porque ella refleje las líneas internas del materialismo filosófico, sino precisamente porque no lo hace. En efecto, el modo de clasificación utilizado por García Sierra no es el descendente (divisio o partitio) sino el ascendente, un agrupamiento de las Ideas que el análisis ha extraído del sistema según las rúbricas «convencionales» (Filosofía política, Gnoseología, &c.) presentes en la mayor parte de los planes de estudios académicos. De este modo, Pelayo García Sierra sale al paso de la difícil situación que, sin duda, se le ha planteado en el momento de enfrentarse en la práctica con la cuestión de la división del sistema filosófico en sus partes. Una división que se atuviese al sistema mismo del materialismo filosófico conduciría seguramente a epígrafes exóticos y poco apropiados para el momento de comunicarse con el público. García Sierra se ha atenido a las rúbricas consagradas que el público ya conoce y reagrupa en función de ellas el conjunto de los materiales analizados. O, si se prefiere, proyecta las líneas del Mapa Mundi del materialismo filosófico sobre el cuadro de las disciplinas filosóficas comúnmente utilizado con lo cual, no sólo facilita la orientación inicial del lector, sino que lleva a cabo el necesario trámite de la confrontación.
Pero es evidente que la división o partición interna del sistema del materialismo filosófico en «disciplinas» no tendrá por qué superponerse al cuadro de disciplinas que hoy está en uso más frecuente. Un uso práctico que no deja de encerrar grandes peligros derivados de una dialéctica académico-burocrática que lleva hacia la transformación de lo que inicialmente fueron acaso las rationes studiorum que llevaron a dividir un sistema homogéneo en disciplinas, en un entendimiento de estas disciplinas como especialidades análogas a las científico categoriales. Con ello, el sistema desaparece. Pero no sólo porque el sistema se haya resuelto o disuelto en unas partes cuyo conjunto «interdisciplinar» pudiera reconstruir las líneas sistemáticas. Porque tales partes o disciplinas, una vez conseguida la autonomía, confluirán con las partes procedentes de otros sistemas que hayan experimentado análogo proceso. De esta manera nos encontramos con la situación de un conjunto de disciplinas que pertenecen a sistemas diversos, y aún mutuamente incompatibles, pero cuya intersección habrá ido debilitando, con concesiones mutuas, las diferencias en la lucha por la institucionalización universitaria de las «comunidades científicas» que las administran. Si la división de la filosofía (del sistema filosófico) en disciplinas conserva algún sentido práctico en una ratio studiorum que proceda, desde un sistema definido, a «repartir» la materia que debe ser administrada (el sistema tomista, el sistema kantiano) lo pierde por entero y lo sustituye por una simple parodia, cuando propone las disciplinas, procedentes de la intersección de diversos sistemas, como «especialidades científicas», cultivadas por «especialistas» (en «Antropología», en «Etica», en «Ontología») que se autoconciben como los análogos en las Facultades de filosofía a los especialistas en las ciencias categoriales de las Facultades de ciencias. Pero tales «especialidades», junto con las comunidades científicas correspondientes, son, en filosofía, una mera ficción burocrática: es imposible mantener una «Antropología filosófica» al margen de la «Ontología», o de la «Etica», o recíprocamente; la «especialización» es sólo especialización administrativa en repertorios bibliográficos heterogéneos cuya unidad sólo puede hacerse consistir (y ahí es dónde reside su interés) en ser la intersección de diferentes sistemas filosóficos a propósito de determinadas Ideas.
Una «división interna de la filosofía» (cualquiera que sea el alcance que se otorgue a sus partes) ha de estar en función del Mapa Mundi del sistema filosófico correspondiente (sin que esto signifique que no haya que tener en cuenta ciertos «accidentes» derivados, no ya tanto del terreno de referencia, sino de circunstancias académicas o políticas). Recíprocamente los Mapae Mundi que han ido sucediéndose en nuestra tradición filosófica (la del «área de difusión helénica») se reflejarán, con las deformaciones o aberraciones consiguientes, en las «clasificaciones» de las disciplinas filosóficas. Es absurdo, en cualquier caso, tratar de establecer una retícula neutra, válida para cualquier sistema, para la clasificación de las disciplinas filosóficas. Aristóteles lo sabía bien (Met. XI,7,1064b): «…Si las sustancias físicas son las primeras entre los entes, también la Física será la primera de las ciencias (e physiké prote ton epistemon eie); pero si hay otra naturaleza y sustancia (fysis kai ousía) separada e inmóvil, otra será también necesariamente la ciencia que la estudie y anterior a la Física y universal por ser anterior».
Así lo reconocieron también las escuelas antiguas de mayor influencia, la de los estoicos y la de los epicúreos. La realidad, para los estoicos y epicúreos, es el mundo físico y corpóreo (que no es sólo, para los estoicos, un mundo mecánico, sino también el de los vivientes, el de los animales, el de los hombres, los démones, incluso los dioses) o el mundo en su totalidad como Logos divino. Este mundo físico es el cosmos omniabarcador: por tanto, la «Filosofía primera» será aquí la Física y a ella se ordenarán muchas Ideas de la Filosofía primera aristotélica (tales como Existencia, Ser, Unidad, Totalidad) que, desde otros puntos de vista, debieran ser desgajadas de la Física. Además, estoicos y epicúreos entendieron la Física como un conocimiento orientado por los intereses humanos prácticos: en su Mapa Mundi la Física es un territorio que envuelve a la Etica o a la Moral. Pero estos territorios estarán envueltos por una «orla» en cierto modo oblicua o instrumental que se corresponderá con la Lógica o con la Canónica.
El Mapa Mundi de los estoicos marcó la pauta de los grandes mapas ontológicos ulteriores trazados por las filosofías «fieles a la Tierra». No será nunca olvidado del todo aunque, eso sí, sobre él se escribirán, en palimpsesto, otros mapas. Kant encontró muy aceptable la clasificación estoica; y el Mapa Mundi de Hegel –Lógica, Filosofía de la Naturaleza, Filosofía del Espíritu– tiene partes homólogas a él. Homología que se ha mantenido sin perjuicio del cambio de sentido que se puede experimentar precisamente a través de la evolución de los mapas de otro orden al que hay que vincular la tradición aristotélica, sobre todo en sus versiones gnósticas, judías o musulmanas.
Aristóteles, en efecto, defendió la concepción de que la sustancia física, aunque sea desde luego eterna, no es el ser «más digno». Por de pronto porque existen dos géneros muy distintos de existencias físicas o corpóreas: las sustancias móviles o corruptibles y las sustancias móviles pero incorruptibles, es decir, las sustancias de la Tierra y las sustancias de los Cielos que giran eternamente en torno a ella, movidas por el Primer Móvil. Estas dos sustancias físicas constituyen el Mundo, el mundus adspectabilis. Pero, además, Aristóteles pone otra «sustancia», la sustancia inmaterial e incorpórea, que es incorruptible e inmóvil: no tiene potencia, es Acto puro. Es la sustancia divina más noble (porque también los astros son divinos). El Acto puro mueve al Mundo (es Primer Motor) pero está más allá del Mundo: ni lo creó ni lo conoce (y tampoco el hombre le conoce a él ni puede siquiera amarlo). En terminología actual diríamos que no hay «creación continua de materia», pero sí una «actualización continua del movimiento del Mundo», de un Mundo eterno sobre el cual los hombres, más que «actuarlo» (salvo superficialmente en la superficie de la Tierra) podrán conocerlo. He aquí, por tanto, el Mapa Mundi aristotélico: contendrá una región que representa a la filosofía especulativa y ésta se organizará en tres escalones: la Física (que ya no será la «Filosofía primera») y la Matemática, por un lado (ambas se ocupan de las cosas materiales sensibles o inteligibles), y la Teología, por otro, a título de «Filosofía primera», es decir, en cuanto consagrada al análisis de Ser inmaterial. La otra región del Mapa representará a la «Filosofía práctica» orientada hacia las cosas humanas (la Etica, la Economía y la Política y, por otro lado, la Poética).
Ahora bien, el Mapa Mundi de Aristóteles, así expuesto, resultaba ser demasiado utópico como mapa efectivo. Asignaba un lugar a la «Filosofía primera», que culminaba en la Teología, pero no decía cómo se llegaba él. Aristóteles había llegado a través del Libro VIII de la Física, pero había necesitado tomar inspiración de la «Psicología» (que también era Física). Es decir, la Teología no era una disciplina como las otras, porque su «objeto» no figuraba en el terreno y tenía que comenzar por ser probado en su existencia y en su esencia a partir de determinaciones genéricas de la Física (incluyendo al De Anima) y de la Lógica. Determinaciones «flotantes» que se englobarán en lo que se llamará Metafísica, sea a raíz de la intervención de Andrónico de Rodas, sea por otros motivos. La «Metafísica», desde el principio, se dibujará en el Mapa Mundi como un territorio confuso y oscuro: como «vértice geodésico» (intencional o virtual) la Teología; pero, en torno a él, la «Filosofía primera», como Filosofía del Ser inmaterial, como Ciencia de la Sustancia o del Ser. Y, sin embargo, la Sustancia, en el sistema aristotélico, sigue siendo, en sentido estricto, unívoco, sustancia física, la categoría de sustancia, materia hilemórfica, terrestre o celeste. Los libros de la Metafísica se ocupan de Ideas flotantes muy diversas: Unidad, Totalidad, Causa, &c. Se supone que estas Ideas están entretejidas en torno al «Ser inmaterial», pero esta es una interpretación muy forzada, que sólo desde la Ontoteología puede mantenerse.
Con el advenimiento de las «religiones del libro» el Mapa Mundi aristotélico (y el estoico, por supuesto) se reorganizará sin borrarse del todo. Porque Dios resulta ahora ser conocido a través de su propia revelación. Ha creado el Mundo (la Física ya no es la disciplina del Mundo eterno) incluso se ha encarnado en él: por su gnosticismo precisamente, el cristianismo inicia la «inversión teológica» que culminará en la época moderna. La Teología, llamada «natural», y la «Teología revelada» (dogmática, bíblica) se mezclarán continuamente, como la filosofía práctica se mezclará con la práctica de la religión. Poco a poco, y en gran medida en función de la dialéctica entre las tres religiones (que tendrían que ir limando y restando mutuamente diferencias para deslindar qué es «revelación» y qué es «razón»), irá reapareciendo el Mapa Mundi aristotélico. Pero profundamente corregido o transformado: Dios se ha revelado y además están los ángeles como sustancias separadas. Sin embargo, la revelación se separará cuidadosamente de la razón. Con ello, la Teología se convertirá, una y otra vez, en la principal dificultad a la hora de trazar el mapa de las disciplinas filosóficas. Dios no puede ser el sujeto de una ciencia (como pudiera serlo el Mundo, como sujeto de la Física): deberá ser demostrado; por otro lado, El desbordaría toda disciplina. Además, Dios no es cognoscible (descontada la revelación) salvo desde el Mundo por analogía. Se fortalecerá, de este modo, la distinción, dentro de la región de la Filosofía primera o Metafísica, entre una ciencia universal (que constituiría su primera parte) y las disciplinas que se ocupen de las sustancias separadas, los ángeles y Dios (la Teología).
Domingo Gundisalvo, en su De divisione philosophiae, en pleno siglo XII, recogiendo las tradiciones aristotélicas, por vía aviceniana, levantará el Mapa Mundi más consistente que ha de servir de pauta a lo largo de toda la segunda parte del milenio. Porque Gundisalvo subrayará, dentro de su concepción climacológica de la escala de los seres, el carácter particular, aunque supremo, de Dios: la Teología no puede ser ya «Metafísica Universal» o «General». Porque si la materia de la Metafísica es lo más universal, o sea el Ser, no podrá ser objeto suyo el Ser divino. En torno a la Idea de Ser se ordenarán todas las «Ideas flotantes», tales como Unidad, Totalidad, Bondad, Verdad, &c. Y es este trazado del Mapa el que seguirá actuando en Santo Tomás. La Metafísica es la «Filosofía primera» como «Ciencia del Ser común». También, es cierto, a ella se reduce la «Ciencia de los ángeles» o sustancias separadas y la «Ciencia de Dios». Pero por razón de que las sustancias separadas son consideradas como causas del Ser, no por sí mismas. Podemos conocer la existencia de Dios; incluso algo de su constitutivo, y algo de los ángeles. Pero muy poco es todo ello a lado de lo que la revelación (incluyendo a la que se canalizó a través del Pseudo Dionisio) nos notifica.
Sobre el Mapa Mundi utilizado por la sociedad medieval, las sociedades modernas reorganizarán su nuevo Mapa, reflejado en sus planes de estudio. Podrá parecer paradójico, pero las rectificaciones que el «mapa tomista» tendrá que sufrir podrían atribuirse, no tanto a la profundización en el proceso del «alejamiento aristotélico de Dios», cuanto a la «mundanización» de ese Dios, que culminará en la «inversión teológica». En este sentido, cabría hablar de un triunfo filosófico del cristianismo (frente al islamismo) en la época moderna, es decir, de un reconocimiento, a través de la unión hipostática, de Cristo, de la presencia de Dios en el Mundo, por un lado, y, simultáneamente, de la elevación del hombre por encima de los ángeles (elevación absurda en el islamismo).
Podríamos ver ya dibujado el Mapa Mundi moderno en las obras de Francisco Suárez o de Hurtado de Mendoza. La Teología Natural comenzará a ser considerada como sujeto propio de la Metafísica (de ella, en cambio, se segregará el tratado de los ángeles: Suárez, Disputatio XXXV). El hombre, en cuanto es espíritu, ocupa el Apex Mundi; y el Mundo se considerará globalmente como creación de Dios, a fin de que en él pueda encarnarse la Segunda Persona. El Mapa Mundi de Suárez es un fragmento del Mapa Mundi teológico que utilizó Fray Luis de León.
Ahora bien, quien reorganizó el nuevo Mapa Mundi sobre el dibujo de Gundisalvo, con trazos y denominaciones llamadas a prosperar en el futuro, será un protestante, el canciller Francisco Bacon. A través de él, los ángeles volverán a ser de algún modo filosóficamente reconocidos. De este modo, el Mapa Mundi moderno se desplegará, ante todo, como Filosofía Universal o General, que se ocupará del Ser (es la Metafísica Universal de Gundisalvo, que Bacon no llamará «Metafísica» sino «Filosofía General») y, sobre todo, en las tres regiones correspondientes a las filosofías particulares a las cuales irá a refugiarse de hecho la antigua metafísica: la región del De Numine, la región del De Mundo y la región del De Homine.Vemos así, sinópticamente, hasta qué punto el Mapa Mundi moderno ha trastornado el antiguo Mapa de Aristóteles, a consecuencia del cristianismo (y de la ciencia moderna desarrollada en el suelo cristiano). Lo que en el Mapa Mundi de Aristóteles era la Física (incluyendo la Psicología y la Teología menor astral), frente a las Matemáticas y a la Teología, se descompondrá ahora en Ciencia del Mundo (que llegará a llamarse Cosmología) y Ciencia del Hombre (que llegará a llamarse Antropología); además, en el mismo dominio de estas «filosofías regionales», aparecerá la Teología (junto con la Angelología). Envolviendo a estas filosofías regionales, «centradas» en torno al Mundo, al Numen y al Hombre, aparecerá una Filosofía general. Pero ésta no pretenderá representar alguna región más allá de las tres, sino englobar a todo lo que pueda resultar común a las filosofías particulares.
Lo que sigue ya es más conocido: en 1613 Goclenius publica un Lexicon Phylosophicum en el que aparece, acaso por primera vez, el nombre de «Ontología» como «Ciencia Universal del Ser». En 1692, Johannes Clericus (Leclerc) publicará un tratado de filosofía en cuyo título se contienen estas tres palabras: «Lógica», «Ontología» y «Pneumatología». Estamos ya en vísperas de la clasificación que Ch. Wolff consagrará como canónica pocos años después: la incorporación, al lado de la Filosofía práctica, de una «Metaphysica Generalis» u «Ontología» y de una «Metaphysica Specialis», en la cual quedaban englobadas las tres disciplinas tradicionales: Cosmología, Teología y Psicología racional.
La Crítica de la Razón Pura, como suele ser reconocido, es la crítica a esta «Metafísica especial» organizada en torno a las tres Ideas: Alma, Mundo y Dios. Pero estas tres Ideas máximas, para Kant, serán sólo tres ilusiones transcendentales, límites del conocimiento físico fenoménico. En modo alguno podrán verse como regiones a las que pudieran corresponder sendas ciencias especulativas capaces de reflejar, como un espejo, el terreno. A lo sumo, pasarán a ser trasladadas a terreno de la filosofía práctica, como Ideas organizadas en función de los «postulados de la razón práctica».
Nos aproximamos, de este modo, a la confluencia de la transformación kantiana del «mapa moderno» con el «Mapa estoico», vuelto del revés, por Hegel, mediante la identificación de Dios (un Dios en devenir, sabeliano) con el Hombre (de la Teología con la Antropología, o mejor, con la Filosofía del Espíritu) enfrente del Mundo. El Mapa se repartirá, por tanto, entre una «Filosofía Natural» y una «Filosofía del Espíritu». Y envolviéndolas a ambas, pero sin intentar transcenderlas, veremos a la antigua «Ontología», identificada con la «Lógica». Este es el Mapa hegeliano sobre el que se organizará el Mapa del materialismo dialéctico. Pero con una diferencia central: los ángeles se reintroducirán en el mundo físico a título de habitantes de otros mundos (la tradición de Fontenelle, y de Kant, recogida por Engels, por Flammarion…).
¿Qué división o qué partición, y a qué escala, cabría llevar a cabo en el sistema del materialismo filosófico, capaz de ser puesta en correspondencia con los cuadros de disciplinas académicas que la práctica administrativa, editorial, &c. ha ido sedimentando?
Ante todo, conviene insistir en la imposibilidad de interpretar las eventuales particiones o divisiones del sistema como procesos conducentes a áreas especializadas o esferas autónomas («Filosofía política», «Ontología», «Filosofía de la religión»…). El sistema del materialismo filosófico es un sistema de Ideas entretejidas o codeterminadas (sin necesidad de que todas estén directamente codeterminadas por todas las demás) pero de suerte que sería absurdo fingir la posibilidad de recortar regiones definidas en cuyos contornos pudieran constituirse «disciplinas especiales» comparables a las disciplinas científico-categoriales. Las Ideas, más que poder ser recluidas en círculos autónomos, pueden considerarse polarizadas en torno a otras Ideas, que funcionen como líneas o puntos respecto de los cuales se nos muestren «conglomerados» o «corimbos» de Ideas, susceptibles de ser puestos en correspondencia con unidades disciplinares. Obviamente, habrá que conceder un amplio margen de libertad a la elección de las Ideas referenciales. Por ejemplo, podríamos tomar a las Ideas transcendentales tradicionales (Res, Unum, Verum, Bonum, Pulchrum) como Ideas referenciales, y ensayar la posibilidad de reagrupar en torno a cada una de ellas la mayor parte de los conjuntos de Ideas que suelen organizarse en las disciplinas convencionales (la Ontología, la Gnoseología o la Moral, por ejemplo, en torno al Ens o al Verum o al Bonum). En cualquier caso, la inserción de una Idea en un conjunto centrado en torno a otra Idea de referencia (pongamos por caso la Idea de Libertad) no querrá decir que ella no mantenga conexiones internas con Ideas alineadas (en círculo o en línea abierta) o centradas en torno a otros puntos (por ejemplo, la Idea de Causalidad); por tanto, inversamente, que una Idea se nos muestre especialmente polarizada en función de un centro o de un círculo de Ideas determinadas (por ejemplo, la Idea de Tiempo en el círculo de Ideas organizadas en torno a la Idea de Naturaleza) no significará que esta misma Idea no pertenezca también a otros círculos o centros (como, en el ejemplo anterior, a la Idea de Tiempo pertenece a las Ideas alineadas con la Idea de Historia).
Teniendo en cuenta estas premisas, y procediendo del modo más sobrio posible, introduciremos dos criterios relativamente independientes (aun cuando luego se crucen) para clasificar las Ideas que intervienen en el sistema del materialismo filosófico: un primer criterio, tendrá en cuenta la amplitud de los círculos o líneas de las Ideas agrupadas, y un segundo criterio tendrá en cuenta la «escala» de estas Ideas.
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