INDICE

Nota del autor............................................ 9
Presencia del «Che».................................. 11
La personalidad del asmático ................... 21
Planos de infancia...................................... 29
Universidad y primeras aventuras ............ 43
Desinterés político..................................... 59
En Guatemala............................................. 67
Vil. Nace el «Che»...........     ....................... 79
El comandante Guevara............................. 95
Planos políticos..........................................115
El «Che» errante....................................... 151
La muerte propia.......................................163
Bibliografía................................................ 189

I

PRESENCIA DEL CHE

 

Un eco puebla dilatadas zonas del mundo y late en millones de mentes. Parece chapoteo de agua, siega de espigas, inyección de alcanfor. Ante lo que evoca y significa, escalofríos de sed muerden a los sensibilizados mientras la indiferencia o el odio invaden a los turbios buscadores de haberes. Es el «Che» con su muerte a cuestas.

El «Che», a quien en la Universidad y en los sobres de las cartas ceñían a la obligada fórmula del nombre y apellidos —Ernesto Guevara de la Serna—, constituye un complejo fenómeno de nuestro tiempo que ya tiene su sede mítica y un monumento en el Great Britain Park, de Londres. También, a diario, en los pasillos de las Facultades universitarias de Estados Unidos aparecen letreros que gritan: Clic lives! «¡el Che vive!» Y no sólo en Bolivia, sino en toda Latinoamérica, en el mundo, existen multitudes dispuestas a luchar por él, por lo que simboliza. «Matar al Che —dice Carlos Núñez— es ciertamente imposible; intentarlo, en todo caso, implica ocultar su más reciente palabra, enterrar su registro, eliminar a sus depositarios.» Pocos han visto como el «Che» la criatura y su deseo, su hambre. Y él eligió un camino para remediarlo.

Se siente al «Che» como un hermano de privaciones y esperanzas. Sombra conmovida de quien lo eleva a ídolo y líder de sus ideas, afecta, quiérase reconocer o no, a todos. Su presencia, desde un punto de vista incluso anecdótico, toma un cuerpo especial. Muchos, por simpatía o por ágape, es decir, amor humano, traen al «Che» a sí mismos. Y lo imitan, tratando de actualizar su rostro y su atuendo. En los más diversos sitios se atisban pretendientes a sosias del comandante guerrillero. El mimetismo, paradójicamente, caracteriza a los jóvenes ansiosos de originalidad. Así ocurrió cuando, melancólicos y con aire de suicidas, vestían a lo Werther. E igual ocurre ahora cuando tratan de parecerse al «Che». En estos casos nótense traspasados por la figura a quien copian. En estos casos cabe la autenticidad o la mera pirueta del ademán. Averiguar qué sea ello es cosa de introspección y estadística. Algo imposible. Contamos únicamente con la apariencia. La realidad se crea desde adentro. El pensamiento moderno, escribe Sartre, ha realizado un progreso considerable al reducir la existencia a la serie de apariciones que la manifiestan. De acuerdo con esta óptica filosófica —ignoramos otra más plausible— la solución es remitirnos a las pruebas.

El «Che» invade, en progresión geométrica, lenguas y cerebros. Claro indicio de que, a pesar de los ordenadores electrónicos, interesa el hombre, los espectros que se apoderan de la Humanidad. Su peso desborda ideologías y tendencias para constituir un estilo. He aquí lo inamovible. Los estilos permanecen a través del tiempo. El resto del pretérito tiene bastante de historia en conserva, inoperante, a la que se acude si no hay nada mejor a mano.

El «Che» nos produce múltiples vivencias. Desde angustia congelada al pagar la cuenta del restaurante de lujo, a las derivadas de meditaciones sociales, políticas, metafísicas. Su grito acusador persiste. Hay que taparse a veces los oídos para seguir, rutinarios y vegetativos, el curso de las horas que nos arrugan. Algo parecido acaeció con Ghandi —dejando de lado las diferencias esenciales entre él y el «Che»—, ya un tanto olvidado por las conciencias occidentales excesivamente proyectadas en el ahora mismo, fácilmente sumergibles en lo emotivo. Pablo de Tarso contó pronto con fieles seguidores al prometerles la libertad, la igualdad y la inmortalidad en Cristo. Sólo necesitaron oírle para abrasarse e identificarse con sus palabras.

Regis Debray, prisionero en Bolivia, exclama: «Con la muerte del Che tenemos todos y cada uno un compromiso personal, un fin, porque depende verdaderamente de nosotros que él no muera. Hemos de empeñarnos en cumplir su misión. Su muerte debe ayudarnos, golpearnos hasta superar lo que queda de debilidad en cada uno...» Debray compartió lealmente tiempo y actividades con el «Che». Resulta lógico lo que dice. Pero el fenómeno toma otras dimensiones. Da la impresión de que Ilota una pregunta: ¿de qué somos culpables al vivir como vivimos después de haber existido el «Che»? Ese hombre superior —dice Fernández Retamar— es tanto nuestro orgullo como nuestra vergüenza, porque nos recuerda en todo instante lo que puede ser un hombre y lo que somos los hombres.

El sentimiento de culpa, cuyos orígenes son incalculables, constituye uno de los elementos fundamentales de la vida del individuo y de la evolución humana. Probablemente, también por eso, con ansia de catarsis, se admira al «Che», se le imita o se aparenta ignorarlo. Muchos y diferentes son los caminos para la liberación de angustias. Además, todo es contagioso. Incluso el olvido y la indiferencia son tan contagiosos como el amor a los ídolos, el desorden o el deseo espasmódico de superaciones. Somos fáciles a la exaltación alucinada y al refugio del es lo mismo, del no tiene importancia. Así queda determinada, en menor escala, la identificación con el objeto admirado y, en mayor, la ambivalente actitud, tan positiva, tan negativa, del silencio, el gran escudo de Erasmo. O la del gesto cuya meta es, primordialmente, impresionar, destacar el yo a costa de plumas ajenas. Desde este último punto de vista, lo importante somos nosotros, nuestra actividad enana. Y continuamos, de verdad o de mentira, mientras la vida revienta en cada minuto. Sintiéndonos únicos, inermes o poderosos, incidimos en el presente, cara a un futuro que también creemos ilimitado. (Son los otros los que mueren). E igual se nos da la aventura del astronauta, o la lucha del investigador, que el vaso de vino compañero de soledades perdidas entre la soledad de los demás. Tal parece la actitud vital más generalizada, sobre todo en ciertas latitudes con fundamental fin de semana o simple domingo al fondo que minimizan a los entes haciéndoles pensar desde el estómago. Pero hasta en estos estratos humanos cuaja, cuando menos, el estupor a consecuencia de lo que es imposible comprender atrincherados en posturas confortables, desarticuladas de los otros. De pronto surge lo insospechado, lo increíble. En el paisaje íntimo, en el burgués, en el universal de ruinas y necesidades, de injusticia y creatividad, de ideas fraternas u hostilmente encontradas, aparece, aquí y ahora, ofreciendo una distinta faz de las cosas, el «Che» Guevara.

El «Che» nace mientras acciones e indiferencias gobernaban, como siempre, vidas y espacios. Seguro que aquel amanecer ni la más leve excitación especial conmovió ningún gallinero. Luego, los pasos del recién llegado conmovieron a América. Y a otras tierras. Pero ha sido necesaria su muerte para comprender lo verdadero, lo que el «Che» tuvo de hombre ético y no estético. El primero, consciente, conduce su propia vida. El segundo, inconsciente, se deja llevar por ella siendo —a lo Camus— un extranjero, un extraño moral, cuyos actos, de manera instintiva, resultan simple respuesta a estímulos.

La vida del «Che» es un acto más intenso que largo, pero no constituye, fundamentalmente, un reflejo condicionado, como tampoco el cristianismo es el paganismo más la espiritualización, ni el agua la sola mezcla de oxígeno e hidrógeno. Nunca el todo equivale a la suma de las partes.

El ambiente potencia, desencadena al «Che» que, de modo deliberado y fatal, decide y se forja su propio destino, el cual brota nimbado de la grandeza de lo inalcanzable. La entrega del ser le condujo a su propio aniquilamiento. Tal vez lo que el «Che» tiene de raro es uno de los grandes motivos de pasión por el. Sólo lo raro, ha escrito Zweig, ensancha nuestros sentidos, sólo ante la sacudida crece nuestra sensibilidad. Por eso lo extraordinario es siempre la medida de toda grandeza. La entrega total de uno, el sacrificio del yo completo —el «Che», muy enfermo, se levanta a las tres de la mañana para hacer café a los camaradas— desgarra incluso la costra de los pervertidos. Las gentes admiran a santos o demonios siempre que sean audaces. Lo gris no cuenta, es pura teoría de naufragio. Rebasar la norma habitual atrae, acapara masivamente la atención.

Se discute y se discutirá al «Che»; «la leyenda más fascinante de Latinoamérica»; «la alianza entre la aventura y la política revolucionaria», dice Marcuse; su actividad guerrillera, señalan los comunistas bolivianos, retrasó el advenimiento del socialismo a Bolivia; «soldado de la revolución sin preocuparle en absoluto sobrevivir a ella», proclamó Fidel Castro; «está bien muerto»; «héroe del siglo XIX» ... Estas y otras versiones configuran una especie de profeta, con raíces en la fosa común de las Edades, que nunca llevó el cero sobre los hombros. También se le moteja, conocida su acción y su tendencia al fatalismo y al azar, de aventurero, de condottiero, que juega su destino por rumbos indeterminados. Esto lo deduce Horacio Daniel Rodríguez de algunas de sus cartas como cuando, desde Sierra Maestra, a fines de 1957, escribe a sus padres: «Jugué y perdí. Tenía siete y me quedan cinco. Dios debe de ser argentino. Estoy perfectamente bien ahora». O como cuando, nueve años más tarde, agrega: «Otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante. Muchos me dirán aventurero, y lo soy; sólo que de un tipo diferente y de los que ponen el pellejo para demostrar sus verdades. Puede que ésta sea la definitiva. No lo busco, pero está dentro del cálculo de probabilidades. Ahora, una voluntad que he pulido con delectación de artista, sostendrá unas piernas fláccidas y unos pulmones cansados. Lo haré. Acuérdense de vez en cuando de este pequeño condottiero del siglo XX» ..........[.......]

 

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